martes, abril 17, 2018

La frustración de los milagros. Entrevista con Ugo Pipitone




La frustración de los milagros

Entrevista con Ugo Pipitone*

Ariel Ruiz Mondragón

En distintas etapas de su historia México ha tenido la gran promesa de alcanzar una prosperidad que permita a sus habitantes lograr el bienestar social y un gobierno democrático que cuente con instituciones eficaces en la resolución de los problemas colectivos.

La esperanza de que eso ocurra se ha encendido al inicio de cada sexenio, con la ascensión de un nuevo personaje a la Presidencia de la República, en quien se depositan grandes expectativas de transformación. Sin embargo estas han terminado en decepción: los sueños de la esperanza han engendrado los monstruos de la frustración. Así, los problemas fundamentales permanecen casi sin cambios.

Sobre cuatro episodios emblemáticos (los gobiernos de Miguel Alemán, Carlos Salinas, Vicente Fox y Enrique Pela Nieto) de esa cíclica historia trata el libro Un eterno comienzo. La trampa circular del desarrollo mexicano (México, Taurus, CIDE, 2017), de Ugo Pipitone.

Sobre ese recorrido de decepción conversamos con el autor, quien es graduado en Economía y Comercio por la Universidad de Roma, además de contar con estudios de posgrado en el Instituto de Investigación de Economía Aplicada con especialización en Economía Internacional, en Italia. Profesor-investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas y miembro del Sistema Nacional de Investigadores, ha escrito 15 libros.

 

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar hoy un libro como el suyo, en el que son analizados cuatro gobiernos, cambios sexenales que, como usted dice, “exorcizan una renovada impotencia”, esa “renovación de una confianza que será cíclicamente defraudada”?

Ugo Pipitone (UP): En el caso de México hay un contraste entre la aparente renovación de la política y la continuación de elementos que se reproducen en el tiempo, aunque sea en forma distinta. En cada sexenio hay la impresión de que el país desarrolla la esperanza de poder enfrentar con eficacia sus problemas para descubrir después, al final de cada gobierno, que éstos permanecen sustancialmente intactos.

¿A cuáles problemas me refiero, que caracterizan de manera muy específica a México desde hace décadas, y yo diría que desde hace varias generaciones? El primero es la muy aguda desigualdad social. A pesar de nuestra pretendida herencia revolucionaria, somos uno de los países más desiguales del mundo, más que la India con todo y castas, que China y, quizá con la única excepción de Sudáfrica, de la gran mayoría de los países africanos. Esto debería obligarnos a una reflexión, que es lo que intento hacer en el libro.

El otro elemento de continuidad que no es roto por la renovación de las esperanzas sexenales es la mala calidad de las instituciones, entendidas como administración pública. La frecuencia con que ocurren en este país episodios de corrupción, clientelismo y patrimonialismo en el terreno de las instituciones da como resultado su escasa credibilidad social.

Yo diría que la mala calidad institucional y la desigualdad social son dos heridas que México renueva en forma distinta, lo que explica el título, “un eterno comienzo”. Da la impresión de que estamos frente a un país que se mueve en círculos, que no puede desarrollar la capacidad para enfrentar eficazmente esos dos graves lastres.

 

AR: En el libro usted pone acento en la alta segmentación social y la baja calidad institucional. ¿Cómo se han relacionado ambos aspectos?

UP: Debo partir de una constatación: los dos problemas están interrelacionados. No es que lo diga yo: lo están desde el punto de vista de la observación estadística. Si nosotros hacemos un ejercicio de secciones cruzadas a nivel internacional, y para cada país indicamos su calidad institucional y su nivel de desigualdad, encontramos que los países más desiguales al mismo tiempo son países con baja calidad institucional. Por el contrario, los países con mayores niveles de equidad social son los países con mayor calidad institucional. Para ser explícitos, entre los países más desiguales del mundo y con peor calidad institucional están México, Nigeria, varios países latinoamericanos, Rusia, etcétera.

En el otro extremo encontramos a países que representan una frontera en términos de equidad social: en ninguna otra parte del mundo encontramos una mejor distribución del ingreso y al mismo tiempo mejor calidad institucional. Me refiero a países como Holanda, Suecia, Dinamarca, Bélgica, etcétera.

El punto es que cuando los dos fenómenos (mala calidad institucional y aguda desigualdad social) se presentan conjuntamente, se plantea el problema que usted me propone: cuál es la variable dependiente y cuál es la variable independiente, cuál es la causa y cuál es el efecto. Yo no sabría darle una respuesta a esa pregunta.

Creo que probablemente las explicaciones son distintas en los diferentes países, y quizá incluso son distintas en el mismo país por distintos periodos históricos. El punto es: la mala calidad de las instituciones favorece la mala distribución por el hecho de que el Estado es dominado, o propende a serlo, por sectores sociales de carácter oligárquico que tienden a reproducir sus propios privilegios, sus redes clientelares y a través de eso refuerzan la desigualdad. Entonces la desigualdad conspira en contra de un espíritu de interés colectivo, lo que favorece un escaso control por parte de la sociedad sobre las instituciones y permite a estas ser escasamente eficaces y recorridas por la corrupción.

Yo diría que el problema está abierto; no le busco una solución en el libro, pero sí planteo la copresencia y la codeterminación de esos dos aspectos, cuando menos en el caso de México.

 

AR: Uno de los rasgos que ha sido apreciado como virtud del régimen político mexicano ha sido la estabilidad política. Sin embargo, en el libro usted menciona que no ha sido precisamente lo mejor, sino que ha resultado hasta dañina para el crecimiento y el bienestar. ¿Cuáles son los efectos negativos que ha tenido la estabilidad y a qué se han debido?

UP: La estabilidad es, ciertamente, un valor positivo, sobre todo si uno lo compara con el contexto latinoamericano, que se caracterizó en parte del siglo pasado por la inestabilidad social, golpes de Estado (como en Brasil y Chile) y en algunos casos guerras civiles (la guerrilla en Colombia).

En esta perspectiva, evidentemente la estabilidad es un valor positivo; sin embargo, en la medida en que consolide un mismo grupo dirigente en el control del poder político se corre el riesgo (que creo que en México ha ocurrido y con él vive) de aislar a ese grupo de la sociedad, de permitirle volver cada vez más sofisticado el sistema de control, de penetración de la sociedad, de tal manera que ésta no pueda ejercer una presión ni control sobre sus propias instituciones.

Eso ha desarrollado en el sistema político una forma de autoritarismo populista o de populismo autoritario, cualquiera que sea el término dominante de ese sistema binario. Octavio Paz lo decía de una manera muy clara cuando insistía sobre la simulación como rasgo dominante del sistema político mexicano, una especie de sistema cortesano revolucionario que reviste de cinismo el reconocimiento explícito de los problemas: la pobreza extendida —que abarca en la actualidad a la mitad de la población—, la criminalidad organizada y la descomposición de la capacidad del Estado para hacer frente a esos problemas. Es la consolidación de un grupo político hegemónico que se ha encerrado en una especie de impunidad, resultado de su capacidad cada vez más sofisticada de manipulación de la sociedad.

También es cierto que hay una excepción a la regla que hemos tenido después de más de 70 años del mismo partido en el gobierno: en los primeros 12 años del siglo dos presidentes de México provenían de otro partido y, sin embargo, fueron incapaces de desmantelar el sistema político priista. Este es dominado por dos elementos que han continuado, incluso con el PAN en el gobierno: un presidencialismo aislado de la capacidad de control de los otros poderes del Estado, y una organización social de bases corporativas que no se entiende si son una forma para expresar necesidades de la sociedad o para controlarla e impedir la expresión de sus intereses reales.

 

AR: En su libro usted destaca el presidencialismo, y también a los presidentes, como un importante factor para que las cosas sigan igual. En ese sentido, ¿cómo se han combinado la institución presidencial y el carácter personal de estos presidentes para dar el resultado de una continuidad que no permite crecer al país?

UP: Es un fenómeno que debería ser objeto de estudio y de observación. Hay que reconocerlo: el sistema político mexicano se ha basado en el presidencialismo, sobre una visión y una centralidad presidencial anómala. Al presidente en este país se le reconocen rasgos carismáticos y proféticos que no le hacen bien ni a la pluralidad ni a la democracia, ni tampoco a la capacidad de un país de mirarse en el espejo y de reconocerse en sus virtudes y, sobre todo, en sus problemas irresueltos. En ese sentido el presidencialismo ha sido y continúa siendo un espejo deformado, en el cual el país se refleja y no puede reconocerse a sí mismo de manera medianamente decente.

El otro problema del presidencialismo es que ha renovado sexenalmente una promesa que finalmente ha quedado incumplida. En el libro reflexiono, aunque sea de manera ensayística, rapsódica, digamos, sobre cuatro ciclos presidenciales que prometían milagros, cambios radicales en la vida económica y social del país, y que finalmente quedaron en frustraciones colectivas.

En primer lugar, Miguel Alemán, quien a mediados de los años cuarenta con la industrialización parecía haber descubierto la clave de la modernización de largo plazo de México, la clave para que la sociedad mexicana alcanzara niveles de bienestar parangonables con Estados Unidos. Después de 40 años Carlos Salinas de Gortari reconoció que el proyecto no tuvo los resultados deseados, y prometió con la apertura comercial y con las privatizaciones un nuevo milagro, que, otra vez, no se cumplió.

El tercer intento, en el 2000, siempre en nombre de un presidencialismo de valor casi mesiánico, fue el de Vicente Fox, quien, sin embargo, no tuvo la capacidad de hacer grandes cambios. En medio de agudísimas dificultades (recordemos que Fox gobernó el país teniendo tanto al PRI como al PRD en contra: una especie de Santa Alianza para impedirle gobernar), y si a eso añadimos sus propias debilidades, timideces e incapacidades, otra vez falló el sueño de encontrar las raíces, los mecanismos, los resortes para construir una economía más dinámica y una sociedad más justa.

Finalmente, desde 2012 Enrique Peña Nieto propuso reformas económicas que debían modernizar al país, y sin embargo otra vez (para volver al tema de la simulación de Paz) no se reconoció la centralidad del problema de la criminalidad organizada, de la descomposición, de la escasa coherencia interna, de la poca confiabilidad de las instituciones públicas mexicanas, y al final de su sexenio (al cual nos acercamos), otra vez en nombre del presidencialismo entramos en una nueva fase de frustración.

El presidencialismo es la eterna encarnación de un comienzo frustrado en el camino. Parece que cada cierto ciclo de años este país renueva sus esperanzas sin la capacidad de llevarlas a un cumplimiento medianamente decente. Mientras tanto el Estado funciona mal, o experimenta fenómenos de clara descomposición, como sigue siendo dramáticamente evidente en algunas partes del país (Tamaulipas, Guerrero y Veracruz, por ejemplo), y continuamos con altísimos niveles de desigualdad social.

Asimismo, el presidencialismo ha sido a los largo del siglo XX una forma de encubrir esos problemas.

Para concluir, eso me hace pensar (yo sé que le voy a decir una aparente barbaridad) en algo similar a un porfirismo renovado: a finales del siglo XIX Porfirio Díaz encarnaba al presidente y había llevado al país (aunque este no lo quisiera) a su modernización. Era el encargado personal, en virtud de su prestigio, de hacerlo. Desde entonces hemos repetido ese sueño con sus consiguientes frustraciones. Me da la impresión de que no tenemos una clave para salir del problema.

 

AR: Quiero ir ahora sobre los presidentes que analiza en el libro. Usted comenta que Miguel Alemán marcó el cambio del reformismo revolucionario a la revolución institucionalizada, con la industrialización y con el control corporativo de la sociedad. ¿Cuál fue la herencia del gobierno alemanista? ¿Qué es lo que pervive de él?

UP: Cuando Alemán, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, llegó al gobierno, se había agotado el momento de mayor dinamismo reformador de la Revolución mexicana, y lo había hecho al interior de contradicciones que el propio Lázaro Cárdenas no había sabido resolver.

¿A qué me refiero? A que el ejido colectivo era una gran idea, pero para su implementación requería de una administración pública eficaz. El sistema de crédito ejidal era una pieza esencial para que funcionara, pero fue una cueva de corrupción inagotable. La nacionalización del ferrocarril y la creación de Pemex dieron origen a empresas dentro de las cuales la corrupción y el liderismo sindical (dos fenómenos muy entrecruzados hasta la actualidad) habían bloqueado el potencial que estas medidas audaces de Cárdenas podían implicar.

Cuando Alemán llegó al gobierno lo hizo sobre el agotamiento de este empuje reformador. La clave era socialmente neutra; así, mientras Cárdenas ligó explícitamente el progreso de México a una opción de clase, de que el Estado mexicano estaba del lado de los campesinos y de los trabajadores, Alemán convirtió la industrialización en una especie de deus ex machina de clave universal que resolvería todos los problemas, incluso los que él, como representante del sistema político priista, no podía reconocer.

El resultado del sexenio de Alemán fue, sin duda, una importante aceleración de la industrialización, pero que fue una industrialización protegida que no podía ser exitosa en el largo plazo. No lo podía ser por una razón muy sencilla y muy clara: si el factor dinámico para la industria del país era un mercado interno protegido, se requería de un mercado en el cual mayores grupos de población llegaran progresivamente a niveles de consumo más altos.

Sin embargo, durante el sexenio de Alemán una parte muy importante de la población mexicana (me refiero al campesinado) estaba condenada al abandono, a una subsistencia precaria. No podía ser exitoso un sistema de industrialización protegida cuando más de la mitad del mercado mexicano no podía acceder al consumo moderno. Ese sistema de industrialización protegida lo conservamos hasta tiempos de Salinas; en él evidentemente se crearon elementos de freno de la economía pero al mismo tiempo de control corporativo.

A esto hay que añadir lo que ocurrió hacia el final del periodo de Alemán: el nivel de corrupción pública. Se trató verdaderamente de un saqueo impune de recursos públicos que dejó un mensaje político devastador justamente por su impunidad, porque desde entonces resultó claro el mensaje: ser corrupto no significa ser perseguido. Tuvimos una familia presidencial que se enriqueció de manera escandalosa y no hubo ninguna consecuencia. A partir de allí la corrupción se convirtió en una especie de pecado original, que el sistema priista ha llevado hasta la actualidad en términos de escasa credibilidad social y de muy baja coherencia interna del sistema en términos de administración pública.

 

AR: El siguiente intento modernizador que usted analiza es el de Carlos Salinas, en el cual, según comenta, se dio una mezcla entre la tecnocracia y la demagogia, entre el liberalismo económico y la vieja nomenclatura política. ¿Cómo pudieron convivir estos aspectos que incluso nos pudieran parecer contradictorios?, ¿cuáles fueron los resultados de esta modernización?

UP: Salinas tenía dos elementos a su favor, uno personal y el otro colectivo, social. El primero era su encanto carismático, su inteligencia, y además de eso su diabólica habilidad política. Estamos hablando de un animal político en el sentido griego clásico: se sabía mover muy bien y con un pedigrí académico que, además, le daba un prestigio desacostumbrado en el mundo priista.

En el otro lado Salinas tenía a su favor el cansancio después de años en que había resultado evidente el agotamiento de un modelo de desarrollo, y el cansancio frente a la crisis de los años ochenta, de la deuda externa, la austeridad, las privatizaciones, etcétera.

La sociedad mexicana vio en Salinas una doble capacidad y lo hizo beneficiario de una apuesta: por un lado, que con él el país pudiera encontrar un nuevo mecanismo de desarrollo económico, y, por el otro, una renovación del sistema político. No ocurrió ninguna de las dos cosas en el largo plazo: ese es el triste balance final de este sexenio.

Aparte de algunos éxitos que se revelaron transitorios, como el control de la inflación, con Salinas, sin embargo, el sistema fue capaz de renovar, cuando menos, si no su estructura política, si su forma, los mecanismos y la ingeniería del control social. En esto no hubo ningún cambio ni sustantivo ni marginal, aunque sí fue capaz renovar su estrategia económica.

La reforma completa, plena, fue, justamente, lo que hoy tenemos como objeto de discusión: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Ahora quiero anotar que en los últimos 20 años, durante esta fase de experimentación de la nueva estrategia abierta al comercio internacional, México ha sido el país de menor crecimiento del producto interno bruto per cápita de América Latina, con la mayor excepción de Venezuela. Así que incluso el TLCAN, que en general era una opción obligada, no dio los resultados esperados. Dicho en pocas palabras: al final de un largo ciclo histórico nos encontramos con una economía que no cumple los requerimientos que podrían esperarse de ella en términos de bienestar, de creación de empleos, de fortalecimiento de la economía regional y local, ni tampoco tenemos una política de mayor transparencia, de mayor equilibrio entre los poderes, etcétera.

A la conclusión de varios ciclos presidenciales, México sigue enfrentado a problemas en términos de dinamismo económico, de equidad social y de calidad del Estado.

 

AR: El siguiente proyecto de modernización fue la llegada de Vicente Fox a la Presidencia de la República. Usted hace una anotación muy fuerte sobre él: dice que fue una pieza esencial en el tránsito mexicano desde la voluntad de cambio a la nostalgia de aquel régimen que le habían dejado atrás. ¿Cómo se dio este desencanto con la democracia?, ¿qué fue lo que pasó con Fox?, ¿por qué falló al cubrir la expectativas?

UP: Ese es un tema de actualidad sobre el que todavía nos hace falta mucha reflexión, mucho estudio, revisión de archivos, de documentos, y nos falta perspectiva histórica. Pero yo no puedo de dejar de reconocer dos aspectos que son sobre los que insisto más en el libro: uno es la excesiva confianza del presidente Fox en los automatismos virtuosos asociados al cambio del partido del gobierno. Parecía pensar que era suficiente quitar al PRI del camino para que el futuro de México se abriera en forma luminosa. Evidentemente las cosas eran mucho más complejas, y Fox fue un extraordinario candidato a la Presidencia para convertirse en un muy mediocre presidente.

¿Por qué mediocre? Porque se trató de una presidencia muy mediática que anunciaba programas muy ambiciosos pero después no tenía la capacidad para darles continuidad y consistencia en el tiempo. Insisto: tuvimos un candidato brillante y un presidente mediocre, con graves defectos de coherencia y de consistencia personal.

El fracaso de esa transición anunciada no se resuelve solamente en la personalidad del presidente: también hubo una sacra alianza entre PRI y PRD. El primero consideraba que el gobierno del país era un derecho casi de nacimiento, y que la llegada de otro partido al gobierno era prácticamente una traición a la historia revolucionaria mexicana. Entonces, para el PRI había que hacer cualquier cosa que fuera posible para subsanar esa afrenta intolerable.

Por su parte el PRD consideraba que una transición que no ocurriera por la izquierda no sería una verdadera transición.

Esas dos fuerzas políticas se coaligaron en el Congreso para hacerle la vida imposible a la reforma fiscal, para lo que crearon un clima político que recordaba mucho a la República Restaurada en tiempo de Benito Juárez: un clima de enfrentamiento, de guerrilla parlamentaria continua en un contexto en el cual el presidente no tenía todas las luces de su lado ni un proyecto verdaderamente consistente ni la capacidad para enfrentar los problemas.

Considero que esos dos problemas terminaron por coaligarse y crear un contexto en el cual la transición en realidad traicionó sus propias expectativas y el país se mantuvo embarazosamente demasiado igual a sí mismo. Los mexicanos terminaron por pensar que, con o sin PRI en el gobierno, las cosas en realidad no habían cambiado mucho. El país volvió otra vez a esa especie de cinismo de escasa confianza en sí mismo, de autoironía, de autosarcasmo, pero sin una apuesta real, audaz sobre su capacidad de reconstruirse, y allí se agotó el intento de abrir un nuevo camino en la historia de México.

 

AR: Hay una anotación que usted hace en la parte dedicada a Fox en donde dice que la transición democrática no había representado un valor añadido en el desempeño económico. Para usted, a grandes rasgos, ¿cuál ha sido la evaluación económica de la transición democrática?

UP: No me da la impresión de que haya habido cambios fundamentales. Hubo algún crecimiento económico, sin duda, pero también es cierto que el sexenio coincidió con momentos difíciles de la economía internacional. El TLCAN no cumplió las promesas que estaban asociadas a él, ni hubo iniciativas importantes en el terreno de la recuperación de la economía local y regional, lo que hubiera implicado una acción pública mucho más consistente en dos terrenos estratégicos que, desde mi punto de vista, fallaron: uno, en el terreno de la agricultura y de la pequeña y medianas empresas ligadas al desarrollo rural y local; otro es la reforma fiscal propuesta por Fox, que por lo menos era un intento para dotar al Estado de una mayor capacidad de gasto público.

Los dos intentos de reforma fiscal que propuso Fox fueron boicoteados tanto por el PRI como por el PRD, y sin un apoyo especialmente entusiasta de su propio partido. El resultado es que no hubo resultados, que a final de cuentas México no encontró ni en el terreno de la política (salvo en el cambio del partido en el gobierno) ni en el terreno de una nueva perspectiva económica de alto crecimiento, de mayor capacidad de distribución. No hubo en realidad cambios sustantivos. El milagro anunciado, en el cual muchos creyeron (tanto así que votaron por él) no se materializó.

 

AR: Sobre el regreso del PRI al poder, usted dice que podría parecer como una necesidad de refugio paternalista, una predisposición, una especie de “autoritarismo democrático”. ¿La vuelta del PRI ha sido un retroceso en términos democráticos?

UP: No podría darle una respuesta contundente. Ciertamente lo mínimo que podemos decir es que no fue un acto de audacia política del pueblo mexicano. En el 2000 hubo, en el voto a favor de Fox, una apuesta sobre el futuro; en el 2012 ciertamente no tuvimos una audacia política.

Entendámonos: Peña Nieto llegó a la presidencia con el 38 por ciento de los votos; o sea, por mayoría relativa que es una minoría social que fue suficiente para llevar al PRI al gobierno. Digamos que hay una especie de refugio, de búsqueda de una seguridad en un contexto de gran turbulencia. El país no estaba creciendo como se había esperado, y además estaba envuelto en un problema de criminalidad devastador con episodios sistemáticos de una crueldad solamente comparable en la historia contemporánea de México a lo que sucedió durante la Revolución mexicana.

Frente a una criminalidad sin frenos, sin control por parte de las instituciones, México buscó su propia seguridad en el retorno del PRI, como si este fuera una garantía de orden, del restablecimiento de la ley. En esos años, que van desde 2012 hasta la actualidad, se ha demostrado que ese era un sueño: los problemas que Fox heredó y dejó a las sucesivas administraciones siguen irresueltos: la desigualdad y la debilidad institucional.

La criminalidad es una especie de temblor que, si el edificio estuviera construido bien, no tendría mayores afectaciones; pero estaba mal construido, y hoy tiene varias grietas frente al reto de una criminalidad poderosa.

El edificio institucional mexicano está revelando, frente a ese temblor exógeno, todas sus fallas. Tenemos que ponernos el problema y reconocer su existencia, el que, insisto, viene de la desigualdad pero también de la mala construcción institucional.

 

AR: Sobre ellos usted hace otro apunte interesante: el sistema político mexicano garantizó por un largo trecho la estabilidad institucional pero no su calidad. ¿Por qué estuvieron divorciados estos dos aspectos, por qué la estabilidad no fue utilizada para la construcción de instituciones?

UP: Quizá porque las instituciones encontraron una forma fácil de obtener la estabilidad social, que fue la fórmula del nacionalismo revolucionario, esa combinación retórica pero efectiva de presidencialismo y corporativismo. Durante décadas las instituciones no enfrentaron un reto por parte de la sociedad que las obligara a renovarse, a mejorarse. Entonces la propia estabilidad terminó por ser un factor de estancamiento y autosatisfacción de las instituciones, que no se sintieron obligadas a ser más transparentes, a dar resultados mejores en términos económicos porque habían encontrado la fórmula para conservar la estabilidad social sin renovarse.

Pero esa estabilidad favoreció, por ejemplo, la corrupción y el liderismo sindical (que es un aporte revolucionario; para decirlo con toda la triste ironía del caso, es una contribución de México a la historia mundial contemporánea: en pocos países del mundo hay sindicalistas millonarios como los que hay en nuestro país).

Lo anterior no es sino un ejemplo; pero recordemos también la famosa parábola de Hank González: “Un político pobre es un pobre político”. Es una frase de un cinismo inalcanzable que ningún político decente debería atreverse a formular; en México no solamente fue dicha sino que encarnó un espíritu de una clase media que encontró en la política una forma rápida e impune de enriquecimiento sin cuestionamiento social.

Todo esto ha contribuido a conservar un sistema que hoy presenta toda su fragilidad frente a retos para los cuales no tiene respuestas, que son los que le he mencionado. El más dramático y cruel es el de la criminalidad: somos un país que vive en el miedo, por el que ya no deja a sus hijos salir a la calle a jugar futbol. México está engarrotado en el temor a sí mismo, en el asesinato, en el secuestro, en los robos, los asaltos, y por un sistema político que no es capaz de reconocer la gravedad de la situación, y mucho menos tiene la capacidad para convocar a la sociedad civil a un examen crítico abierto.

 

AR: Allí hay un problema que quisiera que usted desarrollara: ¿a qué se debe esta debilidad de las presiones sociales, organizadas e independientes?

UP: Un problema que veo es que el sistema de un partido en el gobierno a los largo de muchas décadas implicó su capacidad, de sus varias organizaciones campesinas, obreras, de clases medias, etcétera, de penetrar la sociedad civil, la que solo marginal, ocasional y localmente tenía la capacidad para manifestar su angustia, su malestar, sus necesidades. Incluso, en muchas ocasiones ese malestar se canalizaba mediante los propios mecanismos reproductores del sistema político.

Si razonamos en términos clásicos, de la Ilustración, la sociedad civil es la sociedad libre de curas, militares y políticos. En el caso mexicano, dejando de lado a los militares y los curas, tenemos una sociedad civil penetrada, contaminada por la política. Entonces en realidad no lo es, o no puede serlo de manera plena, y en ese sentido no solamente no ejerce una fuerte presión sobre el sistema político para forzarlo a su propia renovación, sino que no puede ni reconocerse a sí misma como tal.

 

AR: Quiero concluir con una pregunta: ¿cómo emprender la reconstrucción institucional? Al final del libro usted cita ejemplos históricos, incluso de países asiáticos y europeos. ¿Y qué fuerzas políticas, sociales e incluso culturales encuentra que puedan impulsarla?

UP: Honestamente no tengo una respuesta. Pero lo peor no es que yo no tenga una respuesta sino que no la veo madurar. La historia tiene eso de fascinante: es muy a menudo el nacimiento imprevisto de lo nuevo, que a veces no se anuncia: ocurre.

Los radares pobres que tengo no me permiten detectar novedades que me permitan algún grado de optimismo a corto o mediano plazo. Déjeme decirlo de manera muy sencilla: del PRI no espero novedades, porque ha sido una eterna novedad desde hace casi un siglo y ha eternizado la desigualdad y la corrupción del sistema político mexicano. Del PAN, de la derecha mexicana, tampoco, porque ha demostrado, con los dos presidentes que ha tenido, timidez, incapacidad de reformas. Hemos visto, a la hora del gobierno, una derecha timorata, temerosa, sin audacia, sin capacidad de proponer al país grandes objetivos e instrumentarlos.

Por otro lado, de parte del PRD veo una especie de PRI de izquierda, una visión presidencial y corporativa del nacionalismo revolucionario revisitado, como si los problemas de este país pudieran enfrentarse con la lógica y la cultura política de los años treinta, con esa mezcla de presidencialismo y corporativismo.

Por parte de Morena lo que veo es la aparición en México de una cultura de populismo latinoamericano: el jefe carismático que anuncia una nueva profecía, como si la honestidad y la buena voluntad del presidente fuera la clave resolutiva de los problemas de México. Eso verdaderamente me parece, para decir lo mínimo, primitivo. Me parece una forma políticamente muy arcaica y que entrega a la moralidad de una persona la capacidad para resolver problemas que se han acumulado por lo menos durante todo el siglo XX.

Estos requieren una lucidez que no tienen la izquierda ni la derecha ni el PRI (que, como decía sabiamente Luis Echeverría, no es de izquierda ni de derecha sino todo lo contrario, lo cual es absolutamente cierto: es un partido de poder y punto). No veo de ninguno de estos sectores ni la capacidad analítica ni la voluntad democrática para crear grandes convergencias sociales proyectadas al México que los mexicanos merecen, que es uno con instituciones medianamente confiables y no tan escandalosamente desigual como el que hemos heredado.

En México nos vendría muy bien desprovincianizarnos un poco, no mirarnos como si fuéramos un caso único en la historia universal, y comenzar a intentar aprender de la historia económica y política de otros países (lo cual es extraordinariamente complejo). Estoy pensando en China, en los países del oriente asiático y en los que llegaron tarde a la modernidad a través de fórmulas democráticas, como los países escandinavos, como Suecia o Dinamarca, que hace poco más de un siglo eran profundamente atrasados, y que en materia de la política o de la economía tienen mucho que decirnos. Claro, todas esas cosas tenemos que procesarlas en el contexto de nuestra historia, que sin duda es única, como la de cualquier país, pero no tanto que no podamos aprender de otras experiencias.

Concluyo: México está obligado a aprender hoy en un contexto internacional único y de extraordinaria dificultad. Con la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos estamos obligados a aprender en el momento más incómodo y más dramático de nuestra historia reciente. No tenemos otras opciones sino acelerar nuestro proceso de aprendizaje para encontrar alguna posibilidad de salida a un contexto internamente dramático, y desde el punto de vista exterior especialmente hostil. Es el momento en que hay que tomar decisiones y reconocer la gravedad de los problemas.

 

*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 199, junio de 2017.