martes, febrero 27, 2018

La transición sin responsabilidad. Entrevista con Claudio Lomnitz



La transición sin responsabilidad

Entrevista con Claudio Lomnitz*

Ariel Ruiz Mondragón

 

Durante las tres décadas más recientes México ha sufrido serias y notables transformaciones: la adopción del modelo económico neoliberal, La integración en la globalización, un accidentado proceso de democratización, una crisis social que no termina sino que se ahonda y el boom de la delincuencia y la violencia, entre otras.

Pese a la importancia de esos cambios, aún estamos en busca de las claves interpretativas para entender ese presente y de las coordenadas para poder imaginar el futuro mexicano. En La nación desdibujada. México en trece ensayos (Malpaso, 2016), Claudio Lomnitz desarrolla una serie de reflexiones sobre el desarrollo de la nación y el nacionalismo en las turbulencias de la genealogía y lo emergente.

Sobre la vertiente política de ese conjunto de textos, Etcétera conversó con Lomnitz (Santiago de Chile, 1957), doctor en Antropología por la Universidad de Stanford, quien ha sido profesor de las universidades de Columbia, Nueva York, Chicago y Autónoma Metropolitana, así como de El Colegio de México. Autor de una decena de libros, ha colaborado en publicaciones como Nexos, La Jornada y Excélsior. Ganó el premio de investigación Humboldt en 2016.

 

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué reunir estos ensayos tan diversos acerca de lo nacional, que atienden, como usted dice, la genealogía del presente y la sociología de lo emergente?

Claudio Lomnitz (CL): La idea del libro era ofrecer al lector varios puntos de entrada a la cuestión nacional, y compartir distintos géneros de escritura que he explorado en los últimos años.

 

AR: Una parte importante del libro está dedicada a la crisis de representación, que en México ha implicado una desconexión entre el cambio social y la representación política y simbólica. ¿A qué se ha debido esa desconexión?

CL: La sociedad mexicana se ha transformado a un ritmo vertiginoso, mientras el pensamiento acerca de la sociedad se ha ido quedando a la zaga. Nos hemos ido acostumbrando a constatar los cambios a través de encuestas y censos —de la sociometría— con poco esfuerzo por elaborar claves de interpretación cualitativas, basadas en el conocimiento etnográfico o fenomenológico. Es decir, hemos desatendido el estudio de los procesos vividos, y hemos querido sortear ese déficit con más y más encuestas de opinión. Esa es una parte del problema.

Hay también crisis de representación porque todavía no asimilamos plenamente el hecho de que Estados Unidos es —desde hace ya décadas— un aspecto muy relevante a nivel cotidiano de la vida en México. Seguimos pensando a México como si el país terminara en la frontera norte, y no desde la integración norteamericana, que es problemática y complicada, sin duda, pero que forma ya parte de aquello que llamamos “la realidad nacional”.

Por último, hay crisis de representación porque la democracia ha consolidado una clase política que responde poco y mal a la gente que supuestamente representa. La vida democrática depende de un sano proceso de formación de opinión y de que la realidad importe en el proceso de gobernanza. Depende de que los políticos no caigan en la tentación constante de tapar el sol con un dedo e inventar ellos la realidad desde sus declaraciones, mientras canalizan los recursos del Estado a los bolsillos de la clase política.

La representación democrática pide una política no sólo de transparencia, que es lo que se ha subrayado hasta ahora, sino, ante todo, de responsabilidad. La palabra “responsabilidad” ha brillado por su ausencia en la transición democrática de México.

 

AR: Parece ser que la democratización del país vino acompañada, paradójicamente, de la crisis de representación. ¿Por qué se dio este fenómeno?

CL: La democratización se dio como una lucha social, acrecentada de manera muy importante por la siempre creciente complejidad del país. Las huelgas de los médicos de los años sesenta, por ejemplo, o el movimiento estudiantil de 1968, fueron luchas sintomáticas de un país que ya no podía ser representado cabalmente por las estructuras corporativas del PRI. De modo que la democratización fue, en primera instancia, tanto un síntoma como una demanda de solución a la crisis de representación en el viejo orden.

Sin embargo, la democratización ha generado sus propias dificultades en el tema de la representación. Algunas de estas dificultades manan de la toma de gobiernos locales por parte del crimen organizado; por ejemplo, ¿cuál fue sociedad representada por José Luis Abarca en el gobierno municipal de Iguala? No lo sabemos, pero sí sabemos que Iguala está sembrada de cadáveres, y que levantar la voz contra el municipio podía ser comprar un boleto que terminaba en alguna fosa clandestina. Lo mismo sucede en muchos municipios, en demasiados. En esos casos, los partidos políticos se convierten en cascarones que no representan ideología alguna.

Otros problemas de representación manan la falta de evaluación y consecuencias de los resultados de los actos de gobierno. Pareciera que la efectividad de la inversión pública no es un parámetro que tenga consecuencias para la carrera de los gobernantes. En algunos casos esta tendencia incluso ha empeorado con la democracia, porque en tiempos del autoritarismo presidencial, la eficacia en el gobierno, aunque baja, podía tener consecuencias en un momento dado, porque el Presidente de la República podía llamar a cuentas a algún gobernador, por ejemplo. Hoy, los resultados que obtienen los gobernantes con sus políticas tienen pocas consecuencias para sus carreras. El gobierno de México gasta millones en educación, pero se le dificulta garantizar calidad educativa; gasta a manos llenas en policías, pero abundan la inseguridad y el pago de “derecho de piso”; permite un desarrollo urbano desordenado, cortoplacista, abierto siempre a los proyectos del mejor postor.

La democracia se dio como respuesta a una crisis de representación, pero no ha conseguido gobernar de acuerdo con una opinión pública informada, y sobre todo no ha conseguido gobernar con responsabilidad. La falta de responsabilidad es una cara de la crisis de representación.

 

AR: En el marco de las nuevas dependencias latinoamericanas usted resalta “la sensación de que las ideologías políticas no representan la vitalidad de lo social y de que los mecanismos de representación social (…) resultan inadecuados para la tarea de representar a la sociedad frente a sí misma”. ¿Qué opciones se presentan hoy ante ese vaciamiento? ¿Tal vez el populismo flexible que usted también menciona?

CL: El populismo —flexible o no— es un paliativo antes que una solución. Y si no, allí está el caso de Venezuela. Es un paliativo porque al minar los mecanismos de deliberación democrática para colocar el poder en manos de un líder que dice representar al pueblo, y le entrega al líder algunas de las responsabilidades de las que se ha desentendido el Estado (neo)liberal. Los trabajadores del llamado rust belt de Estados Unidos pueden creer que un líder como Donald Trump será capaz de interceder por ellos, lo que difícilmente podría hacer un presidente que respetara los mecanismos tradicionales de representación. Sin embargo, la verdad es que los seguidores de Trump no tienen garantía alguna de que su líder de verdad los protegerá. No. Me parece que hace falta fortalecer los mecanismos de deliberación y de decisión democrática, e invertir en la justicia, así como se invirtió antes en crear un sistema electoral confiable.

 

AR: El proceso político mexicano de finales del siglo XX también formó parte de una ola democratizadora a nivel internacional. Usted entiende el nacionalismo como “un producto internacional que implica una constante tarea de traducción”. ¿Cómo ha cambiado el nacionalismo mexicano con el proceso democratizador?, ¿qué elementos ha tomado y traducido de otros países?

CL: Es una buena pregunta que, hasta donde sé, nadie ha estudiado. No la sabría contestar plenamente, pero hay un par de elementos que saltan a la vista: por ejemplo, la reconfiguración del nacionalismo mexicano para darle más cabida al multiculturalismo, y también el regreso del horizonte religioso, en el caso mexicano del catolicismo, como una dimensión relevante.

 

AR: ¿Cómo se han vinculado economía y política en la transición democrática mexicana? De manera contradictoria, pero el modelo neoliberal empujó la democratización del país. Comenta usted que “el intento de equilibrar la desinversión del Estado en la economía nacional con concesiones democráticas era claro”. Las reformas económicas minaron el Estado autoritario. ¿Cómo fue este proceso?

CL: Fue un proceso calibrado y relativamente lento, a diferencia, por ejemplo, del caso soviético, donde se dieron simultáneamente la transformación económica y el cambio político. En México se utilizó el viejo sistema autoritario para promover la liberalización de la economía, y por eso la liberalización política estuvo rezagada frente a la primera. Se puede decir que el viejo PRI fue el verdugo del sistema unipartidista porque cada paraestatal que se vendía y cada subsidio que se cortaba era también la muerte de una relación clientelar. Y se puede decir, también, que la liberalización de la economía fue una precondición de la democratización. La liberalización económica fue causa, y no resultado, de la vida democrática.

 

AR: Usted destaca, por ejemplo, que la “angosta base impositiva fomenta bajos niveles de rendición de cuentas”, y que el alza de los precios del petróleo coincidió con la transición democrática, lo que dio mucho dinero a los gobiernos estatales y municipales con escasos controles y rendición de cuentas.

CL: Así es. Pienso que el hecho de que el Estado mexicano haya dependido desproporcionadamente del petróleo, y relativamente poco de impuestos, le ha dado amplios márgenes de discrecionalidad —y desde luego también enormes márgenes para la corrupción. Los grandes ricos en México pagan pocos impuestos, y compran los servicios que se le niegan a la población en general, comenzando con la seguridad. Si las grandes empresas mexicanas pagaran, digamos, el 35 por ciento de sus ganancias en impuestos, le exigirían buenos servicios al Estado.

Por otra parte, si hubieran mayores esfuerzos por legalizar la economía informal, la relación entre “informales” y Estado sería menos clientelar, y ellos podrían exigir políticas públicas en lugar de negociar concesiones particulares.

 

AR: ¿Cuál ha sido la influencia de los tecnócratas en la democratización del país? Integraron un gobierno que, como usted escribe, “acababa de abandonar de golpe sus antiguas obligaciones paternalistas y de dejar a su pueblo expuesto por completo a la inclemencia del mercado”.

CL: Es una pregunta que pide mucha investigación que todavía no se ha realizado, porque el papel de la tecnocracia ha sido bastante complejo y, yo diría, ambivalente. No cabe duda de que la capa gubernamental de expertos cumple un papel importantísimo, indispensable, en una sociedad tan compleja como es México. Se necesita, y mucho, a los expertos del INEGI, del Banco de México, de Relaciones Exteriores o de seguridad. Sin ellos, el gobierno sería todavía mucho menos eficaz.

Por otro lado, me parece que se puede documentar también la soberbia tecnocrática de los pasados 30 años, en que se tomaron decisiones importantes sin previsiones ni para la población más vulnerable ni para el medio ambiente. El caso quizá más doloroso fue la falta de voz y representación del campesinado mexicano ante las negociaciones tecnocráticas de ingreso del país primero al Acuerdo General de Aranceles y Comercio, y luego al Tratado de Libre Comercio de América del Norte. ¿Qué previsiones tomaron los economistas para cuidarlos ante un cambio tan profundo como ese? Hay todavía bastante investigación que hacer sobre ese tema, pero parece posible que la tecnocracia —o partes de ella— haya obrado con fe en “la mano invisible” del mercado, antes que con responsabilidad frente al impacto directo e inmediato de sus políticas en sectores vulnerables de la población.

 

AR: Una anotación muy interesante que hace es que, tras 30 años de transformaciones, “la sociedad mexicana ya no se conoce a sí misma”. ¿Cómo ha cambiado su representación simbólica y cuáles son los problemas que ello ha traído? Incluso en otra parte del libro usted habla de “una radical transformación moral”.

CL: La moral siempre se relaciona con las costumbres, con los hábitos. La moral se identifica, de hecho, con las “buenas costumbres”. Por eso, cuando cambian las costumbres, la moral empieza a quedar desfasada frente a la nueva realidad. Esto ha sucedido en México. Pongo de ejemplo el valor, alguna vez considerado “muy mexicano”, de la “madre abnegada”: su moral se basaba en una economía que para mucha gente ya no existe. Hoy hay miles de madres mexicanas que emigran de sus pueblos, dejando hijos atrás, para sostener a sus familias. Son, sin duda, madres sacrificadas, pero no son las viejas madres abnegadas de antaño porque tienen que tomar decisiones para toda la familia, y porque, con todo su sacrificio, son figuras de poder antes que de resignación. Es un ejemplo de revolución moral.

Cada vez que observamos un fuerte cambio de costumbres, una vieja moral entra en crisis.

 

AR: Comenta usted que “la transición democrática ha escrito su propio capítulo en la historia de la corrupción mexicana”. Esto también puede vincularse con la impunidad, con la falta de justicia. En otra parte del libro destaca que, debido su contracción, los Estados latinoamericanos se convirtieron en garantes de los privilegios de sus empleados. ¿Cómo y por qué ha ocurrido esto, cuando de la democracia se esperaban resultados muy distintos?

CL: Es una pregunta muy grande. No me parece que toda la democracia sea un fracaso; creo, al contrario, que hay que profundizarla. Habiendo dicho esto, me parece que se han tomado decisiones complicadas, muy complicadas. El peor ejemplo es la guerra contra el narco: a la hora de declararla nadie preguntó si la democracia mexicana tenía los recursos y las instituciones necesarias para ganarla. ¿Acaso se podía librar una guerra así dentro de la legalidad, dado lo endeble del aparato de justicia realmente existente? ¿Se podía, dado el sistema carcelario que había? ¿Se podía, dada la realidad de las policías municipales y los ministerios públicos y los jueces? Si se hubieran hecho estas preguntas se hubiera tenido por fuerza que responder que no, y pensar tres veces antes de lanzar una guerra que no podía terminar bien y que necesariamente iba a socavar el incipiente proceso de democratización.

 

AR: Para usted, y no sólo en México, el discurso neoliberal ha traído un renacimiento del lenguaje político decimonónico, especialmente del republicanismo, lo que ha traído diversos atavismos. ¿Cuáles son los más importantes de ellos?, ¿funcionan para hoy?

CL: El renacimiento del lenguaje republicano del siglo XIX ha sido notable, especialmente en América Latina. Vemos a las izquierdas, por ejemplo, identificando a la corrupción como el problema central de la república —lo que de ninguna manera se hacía, digamos, en los años sesenta o setenta, cuando la izquierda se interesaba poco por la corrupción y más por la explotación. Vemos también a líderes populistas de izquierda o de derecha hablar en términos exaltados de la virtud ciudadana. Y allí está también, inevitablemente y como parte del mismo paquete, el renacimiento del caudillismo decimonónico... Una nueva vida para próceres empolvados, si no es que olvidados: entusiasmo por Bolívar o por Juárez, e incluso por Porfirio Díaz o por Perón.

El lenguaje del neorrepublicano hace hincapié en la virtud ciudadana y en los sacrificios del líder por su pueblo. Habla mucho de la patria, y rescata una retórica patricia que hasta hace poco parecía pasada.

 

AR: La quiebra del sistema de representación dominante que significó el cambio de cronotopo que produjeron la adopción del modelo económico neoliberal y la fractura del sistema político desde los años ochenta, también minó “las grandes narrativas de los escritores mexicanos” (usted destaca a Octavio Paz). ¿Qué pasó con esos relatos?, ¿se han producido los que respondan a la nueva realidad?

CL: Esos relatos ahí están, afortunadamente, y son referentes ya no tanto para pensar lo que proponían sus autores, aunque algunas veces siga siendo relevante, sino sobre todo porque hoy otra vez estamos ante la necesidad de pensar la nación. Por eso, cada uno de los intentos de inicios y mediados del siglo XX puede servir como ejemplo para entender mejor la naturaleza del reto presente. Hoy no sería ni posible ni deseable reproducir el relato nacional de un Diego Rivera, pero sí que es posible inspirarse en la escala de su ambición para pensar en algo distinto, más adecuado para imaginar y construir el futuro desde nuestro presente.

 

AR: Usted destaca que la de 1982 fue una crisis también de historicidad, cuando la izquierda adoptó la ideología revolucionaria mexicana y algunos intelectuales reivindicaron el liberalismo del siglo XIX. En el proceso político posterior, ¿cómo se desarrolló y resolvió esa crisis?, ¿qué ha ocurrido con la producción de imágenes de un futuro deseable?

CL: En 1982 se plantearon dos aparentes opciones: volver al tiempo de la Revolución mexicana (fue el gesto implícito en la nacionalización de la banca que hizo, llorando, el presidente José López Portillo, y que hizo también suya la izquierda con la formación del PRD), y retomar la bandera del liberalismo mexicano de tiempos de la llamada República Restaurada (de Juárez y Lerdo), para comprometer al país con la liberalización tanto económica como política.

Esta revitalización de la ideología (neo)revolucionaria y (neo)liberal se dio al mismo tiempo que “la crisis” se volvió un recurso retórico cotidiano, que iba de la mano con un discurso de transición a la democracia. “La transición” fue un encuadre histórico que le dio sentido al presente durante mucho tiempo (al menos de 1988 al 2000). Asimismo, el discurso de “crisis” también duró como 20 años. Ambos encuadres, el de crisis y el de transición, permitieron lo que podríamos llamar un fuerte “presentismo”, una especie de dictadura del “mientras tanto” o del “ahora”. Independientemente de si uno subscribía la historicidad de la restauración liberal o la del horizonte utópico revolucionario, la cotidianidad estuvo dominada durante 20 años por la saturación del presente, es decir, por un lenguaje permanente de crisis y de transición donde todo lo que sucedía en el presente era como un eterno “mientras tanto”.

 

AR: Un texto muy sugerente es el dedicado a los historiadores que se han convertido en articulistas de periódicos. Desde las diversas concepciones que han sostenido, ¿cuál ha sido su aporte a la interpretación, discusión y realización de la democracia mexicana?

CL: El aporte de los historiadores a la conversación pública ha sido especialmente importante en los pasados 30 años. Claro que antes importaban también —pensemos, por ejemplo, en Daniel Cosío Villegas—, pero desde los años ochenta los historiadores tuvieron un papel central en la vida cultural mexicana, tanto como directores de revistas, donde han destacado Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze, como en la formación de opinión, tanto en la prensa escrita como en la televisión.

Para el historiador, la disyuntiva está entre utilizar la historia para darle pedigrí al presente, que se presenta como la coronación o apoteosis del pasado, o bien usarla para desestabilizar nuestra mirada presente. Michel Foucault llamaba estas dos maneras de acercarse a la historia “historia para el presente” (como elemento de legitimación) e “historia del presente” (historia como perspectiva crítica). La interpretación del papel del historiador como una especie de monaguillo que columpia el incensario de la historia ante el poder político ha sido frecuente entre los cronistas locales. Frecuentemente, el historiador ha sido un sacerdote del calendario ritual de la patria, componiendo y recitando homilías para cada aniversario. Nuestra vida política y cultural está llena de ellos, y eso no necesariamente está mal, pero el trabajo del historiador no debe ser reafirmar los mitos y los rituales de la nación, sino cuestionarlos y, en algunos casos, desestabilizarlos.

 

AR: Con el ascenso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, ¿cobra vigencia la tesis de Samuel P. Huntington acerca de la seguridad societal, concepto que “remite sobre todo a la identidad, a la capacidad de un pueblo para mantener su cultura, sus instituciones y su modo de vida”?

CL: Desde luego que sí, no sólo con el ascenso de Trump, sino también con el auge de las derechas nacionalistas en Europa. La migración ha sido inculpada del deterioro de las condiciones sociales, y también de la forma de vida tradicional. La actitud liberal frente a estas reacciones no ha sido siempre demasiado productiva; suele hacer hincapié en el racismo de la reacción (que frecuentemente existe), pero no atina en conciliar la transformación social asociada con la migración con la democracia local. La idea de “seguridad societal” de Huntington se monta en la manía “seguritaria” que se ha desatado a nivel mundial a partir del terrorismo. En el caso estadounidense, se trata de aumentar grados de soberanía en lugar de comprometer al país de una vez por todas con una visión de interdependencia global.

La “seguridad societal” es un reclamo nacionalista, sin duda, pero es también implícitamente una postura imperialista, porque desde ese país “asegurado” los trumpistas de ninguna manera renunciarán a los intereses estadounidenses en el exterior. En el caso de Estados Unidos la llamada “seguridad societal” incluye la protección de intereses norteamericanos en el extranjero. Se trata, a fin de cuentas, de un regreso a los viejos nacionalismos, que tuvieron siempre como su otra cara una fuerte dosis de imperialismo.



*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 195, febrero de 2017.