domingo, febrero 19, 2017

La ciencia también se entretiene. Entrevista con Luis Javier Plata Rosas


La ciencia también se entretiene
Entrevista con Luis Javier Plata Rosas*
Ariel Ruiz Mondragón

La industria del entretenimiento se ha convertido en una de las más pródigas del mundo, de la que se han derivado una gran cantidad de productos que han dado lugar a lo que algunos han llamado “cultura pop” y otros simplemente mainstream.
Por supuesto que ese fenómeno ha dado motivo a diversos estudios, por lo cual resultaba natural que varias de sus manifestaciones atrajeran la atención de diferentes ramas de la ciencia, con la cual ha mantenido una interacción continua y por demás interesante.
A las conexiones, no siempre felices, que se han establecido entre el ámbito del entretenimiento y la ciencia Luis Javier Plata Rosas (Ciudad de México, 1973) dedicó una columna en la revista Quo, textos que ahora han sido reunidos en su libro Ciencia pop. De música, cine, videojuegos y series a través de la ciencia (Ediciones B, 2016).
Sobre los temas allí desarrollados charlamos con Plata Rosas, quien es doctor en Oceanografía Costera por la Universidad Autónoma de Baja California y profesor-investigador de la Universidad de Guadalajara. Ha colaborado en publicaciones como Nexos, Algarabía, ¿Cómo ves?, La Jornada y El Informador. Autor de al menos una decena de libros, obtuvo el Premio Estatal de Ciencia de Jalisco, en la categoría de Divulgación, y en 2012 recibió una mención especial en el primer Concurso Internacional de Divulgación Científica Ciencia que Ladra-La Nación, en Buenos Aires, Argentina.

AR: ¿Por qué publicar hoy un libro como el suyo? Me llamó la atención que en el texto sobre Charlie Brown dice: “Nos pronunciamos totalmente por una ciencia con adjetivos (por lo menos el de ‘pop’)”.
LJPR: A diferencia de mis otros libros, que los planeé como tales desde el inicio, Ciencia pop es una selección mía de textos que escribí y publiqué a lo largo de diez años en la revista Quo, cuando Iván Carrillo era su editor. En ese entonces él me invitó a colaborar y yo le envié un texto sobre los sesenta perros de Pávlov (famoso por el experimento, referencia obligada en psicología conductual, de la salivación de dichos perros al escuchar la campanilla que antecedía a que les sirvieran su comida, hubiese o no). Iván decidió incluir ese texto en una sección a la que él le puso el nombre de “Ciencia pop”, y, desde entonces, cada mes me enfrenté con el reto de escribir algo que tuviese que ver con un tema de la cultura popular desde la perspectiva de la ciencia: artículos que hablaran de, por ejemplo, personajes como Tarzán, de películas como La guerra de las galaxias, de series de televisión como Esposas desesperadas o de festividades como la Navidad.
Siempre me impresionó encontrar, por lo menos, algún investigador que, aunque fuese tangencialmente, se inspirara en todos estos temas. Pero tal vez no debería impresionarnos dado que, científicos o no, todos crecimos —o crecemos, en el caso de los futuros científicos— inmersos en esta cultura popular cada vez más globalizada.
¿Por qué publicar estos textos de nuevo? Por dos razones: la primera, en caso de que alguien jamás comprara Quo, que la adquiriera y no leyera esa sección, o que nunca supiera nada ni de la una ni de la otra, ahora tiene la oportunidad de leer estos textos. La segunda es que, aunque ya conozcan algunos o todos estos textos, en realidad esta es la primera vez que se publican íntegramente, tal y como los escribí.
La gran mayoría de las veces, por el límite de espacio que tenía en la sección, mis textos de “Ciencia pop” eran editados, lo que básicamente significa que los editores de Quo, Marisol Robles o Carlos Gutiérrez Bracho, reducían su extensión para que cupieran en las dos páginas de la revista al lado de las ilustraciones que los acompañaban. A veces tenían que simplificar un poco el lenguaje porque, aunque me insistían, en muchas ocasiones usaba palabras que no necesariamente eran tecnicismos, sino algo aparentemente tan inocuo como “omnisciente”, y que en estos casos era mejor escribir simplemente “que todo lo sabe”, dado que la revista estaba dirigida a lectores muy diversos en todo el país.
Quo, por lo menos en la era de Iván Carrillo, era una revista de divulgación científica que, a la vez que cuidaba su contenido para no caer en la seudociencia, estaba pensada para lectores curiosos, no necesariamente interesados en principio en la ciencia; por ejemplo, para aquellos que querían hojear o leer algo mientras esperaban su turno en la peluquería, su cita en el consultorio médico o al viajar en autobús de una ciudad a otra.
Nunca fui censurado por algún tema, pero a veces hacía chistes que tenían medio oculta —según yo— alguna referencia política o religiosa, y, cuando lo detectaban los editores, lo quitaban. Referencias, por ejemplo, a Elba Esther Gordillo o al Peje que, en este libro, quedaron tal cual. Como, además, desaparecieron las restricciones de espacio, por primera vez los lectores pueden disfrutar de los textos completos.

AR: La primera parte del libro está dedicada a los juegos de mesa, que van desde el jenga hasta la ouija (aunque no está “el deporte ciencia”, el ajedrez). ¿Por qué la ciencia se ha ocupado de ellos?
LJPR: Porque tenemos ejemplos como el del cubo de Rubik, inventado por un matemático, y porque me pareció interesante cómo un matemático o un economista no dejan de serlo a la hora de jugar Serpientes y escaleras o Monopoly, y entonces comienzan a preguntarse cosas como cuál es el número mínimo de tiros de dado que uno necesita para llegar a la meta, o cómo podría diseñarse un juego de Sociopoly en el que la desigualdad social sea reflejada, así como la Ignorancia tiene una ficha en Maratón.
El ajedrez no lo incluí porque no es la primera opción (ni siquiera la segunda) en una fiesta, o en reuniones familiares o entre amigos, a la hora de buscar un juego de mesa para divertirse entre varios.

AR: Como se puede observar en el libro, muchos juegos, series y tiras cómicas han servido para realizar diversos tipos de estudios psicológicos. En ese sentido, ¿cuáles han sido sus principales usos y resultados?
LJPR: Usos y resultados son tan diversos como los cientos de psicólogos, sociólogos, antropólogos y neurólogos que, entre varios otros, se han dedicado a estudiarlos. No olvidemos que, a fin de cuentas, los científicos son también humanos y entre ellos, por supuesto, hay fanáticos de Linterna Verde, de Alf o de Pac-Man. Así, por ejemplo, a los primeros les intriga saber, si son astrónomos, qué porcentaje del universo en verdad puede ser protegido por el total de miembros de los Green Lantern Corps que sabemos que existen según el cómic; a los segundos, si son biólogos, el extraterrestre de Melmac les llama la atención por su parecido con el de una especie de antílope, y a los terceros, si son psicólogos infantiles, les parece interesante cómo el cambiar las pastillas amarillas por brócoli y otros vegetales puede influir positivamente en los hábitos alimenticios de los niños mientras ocupan horas pasando de un nivel de laberinto a otro.

AR: ¿Cómo ha influido la cultura pop en los científicos? En el libro se puede ver que éstos, por ejemplo, han utilizado nombres derivados de ella para denominar grupos de investigación.
LJPR: En más de una ocasión el astrofísico y divulgador Neil deGrasse Tyson ha comentado que se ha valido de la cultura pop, de eventos como el Superbowl o de socialités como Kim Kardashian, para hablar sobre ciencia a un número mucho mayor de personas que el que, en principio, podrían mostrarse interesadas en una plática sobre los efectos de la rotación terrestre en la trayectoria de proyectiles. En el momento en que el proyectil es un balón de futbol americano en la final de los Patriotas contra los Halcones Marinos, el tema se convierte, por lo menos en Estados Unidos, en uno de interés nacional.
De la misma forma, los científicos en ocasiones aprovechan este gran atractivo y conocimiento de la cultura popular para así llamar la atención sobre asuntos de gran importancia en investigación y de enorme trascendencia fuera de ellas, como la conservación de especies en riesgo. Si, digamos, nombras una especie de helecho en honor a Lady Gaga, puedes estar seguro de que aparecerá en noticieros y páginas de internet por mucho más tiempo que si se te ocurre bautizarlo de manera más tradicional.
Otra forma de aprovechar la cultura pop en ciencia es hablar sobre algo que es muy especializado o ajeno para la gran mayoría de nosotros, a través de una comparación o una metáfora con algo con lo que sí estamos familiarizados. Ahora, por ejemplo, mucha gente sabe qué es el asperger gracias a que ha visto obras de teatro, leído novelas o, lo que es más probable, seguido las aventuras de Sheldon Cooper en La teoría del Big Bang, si bien los creadores de esta serie de televisión se han mostrado siempre bastante cautos al decir que su personaje se comporta así por “ser Sheldon”, no porque deliberadamente lo hayan creado como alguien con este síndrome.

AR: En sentido contrario ¿cómo se ha relacionado la cultura pop con la seudociencia, con la charlatanería? Por ejemplo, allí está el caso de las supuestas calaveras de cristal prehispánicas.
LJPR: Hay que tener presente que la cultura pop no es Plaza Sésamo. A diferencia de este programa, su objetivo no es el “edutenimiento”. Es decir, educar mediante el entretenimiento, sino más bien esto último. Creo que es erróneo que exijamos que la ciencia que se ve en películas como Indiana Jones o Parque Jurásico sea “rigurosamente exacta” y validada por arqueólogos y paleontólogos. No son documentales, aunque no menos cierto es que, cuanto más sepan las personas con una educación básica sobre civilizaciones prehispánicas o dinosaurios, es más probable que exijan que lo que ven en pantalla se apegue a este conocimiento para ser “creíble”, al menos dentro de la realidad de la cinta. Por ejemplo, no olvido una aventura de Superman que leí cuando era niño, en la que Lex Luthor casi mata a este superhéroe al hacer que un robot gigante lo pisara “con una suela antigravedad” que impedía que Superman lo levantara; si esta misma historia la lee hoy un niño, se burlaría por completo de ella. Lo mismo ocurre con las novelas, la televisión y el cine.

AR: ¿Cuál es la imagen que la cultura pop ha dado del científico? En el libro, por ejemplo, se recupera una frase de Indiana Jones: “Nada me impresiona, soy un científico”.
LJPR: Me parece que ha cambiado mucho. Siguen abundando los científicos locos y los genios que, en la soledad de su laboratorio, crean un Frankenstein o resuelven el último gran problema para salvar a la humanidad, pero también tenemos casos como los jóvenes científicos que aparecen en La teoría del Big Bang, varios de ellos mujeres como Bernadette o Amy Farrah Fowler, que se alejan de estos estereotipos, aunque ahora son acusados de crear otros (entre paréntesis: al igual que los hombres que salen en la serie, a mí también me encantan los cómics, odio ver deportes en vivo o en televisión, no manejo un auto desde hace más de diez años y me disgustaba decir la fecha de mi cumpleaños, entre otras cosas. O sea que, aunque lo parezcan, no son completamente estereotipos, si bien es cierto que, como en otras profesiones, hay quienes, habiendo estudiado un posgrado en ciencia, no comparten casi ninguna de estas características).

AR: En sentido inverso, ¿cómo se ha visto desde la ciencia la cultura pop? En un epígrafe cita a Neil deGrasse, quien afirmó que no le interesó Star Wars porque no hicieron ningún esfuerzo por retratar la física real.
LJPR: Como te comentaba en otra respuesta, hay opiniones tan diversas como investigadores en ciencia. El mismo Neil deGrasse, por un lado, emplea la cultura pop para hablar sobre ciencia de una manera más seductora, y por otro reprueba lo que, en efecto, no pocas veces ocurre con ella: que algún concepto científico es erróneamente representado y se nos vuelve tan común que después es muy difícil de extirpar. Pero Star Wars en realidad es una fantasía con héroes de capa y espada láser (o, si lo prefieren las nuevas generaciones, “sable de luz”), y ni siquiera es propiamente ciencia ficción. Pero, nuevamente, su propósito no es educar sino entretener, lo que hace muy bien.

AR: En la parte dedicada a Plaza Sésamo se trata brevemente el asunto del “edutenimiento”. Al divulgar la ciencia ¿cuáles son las posibilidades y problemas que ofrece esa combinación de educación y entretenimiento?
LJPR: Las posibilidades son tan grandes como la creatividad de quienes están detrás de Plaza Sésamo y otras opciones de “edutenimiento”, sin importar el medio ni el formato de comunicación. Opino que el principal problema, con el que también se enfrentan libros como el mío, es el explicar erróneamente la ciencia de la que hablamos. Todos somos susceptibles de cometer errores, y hay desde los pequeños hasta los muy grandes, por incontables razones. Pero estoy convencido de que vale la pena correr el riesgo, sobre todo ahora que, gracias a herramientas como internet, es posible que, por ejemplo, estemos en contacto con nuestros lectores y podamos platicar, responder alguna duda, corregir alguna equivocación, discutir algún punto tratado en el libro o en el medio del que se trate. Nada está escrito en piedra, y mucho menos la ciencia.
Es muy bueno que ahora sea posible esta interacción tan rápida y directa a través de blogs, Facebook y Twitter, entre otras opciones.

AR: En varias partes del libro hay mucho buen humor, como en el caso del tazo de Pooh. ¿Cómo usa el humorismo para la divulgación de la ciencia?
LJPR: A mí me gusta mucho porque creo que ayuda a que nos relajemos los lectores y yo. En todo caso, a mí me ayuda bastante. No es el caso de este libro, pero en otros libros y en otras secciones y revistas, cuando he escrito sobre seudociencia, no me gusta sonar como el maestro regañón que no puede concebir cómo sus alumnos creen en tanta patraña. Prefiero reírme con los lectores de lo absurdo que es, por ejemplo, asistir a una constelación familiar en la que un caballo “canaliza” al “espíritu” de algún familiar y con ello, supuestamente, me ayuda a superar algún problema que había “heredado” de mis antepasados.

AR: ¿Cómo se han fundamentado científicamente series televisivas como La teoría del Big Bang, que ha tenido, por ejemplo, asesores como David Saltzberg?
LJPR: Saltzberg es, en efecto, un físico de la Universidad de California en Los Ángeles y responsable de que todo lo que se habla sobre ciencia en el programa sea correcto. Todas las ecuaciones que aparecen en los pintarrones de la serie son correctas y esto, aunque puede no llamar demasiado la atención de la mayoría de los seguidores de la serie, es un atractivo extra para quienes estudian algo de ciencia y, por supuesto, para maestros y divulgadores. Saltzberg tiene, inclusive, un blog en Internet en el que explica de manera sencilla y en detalle lo que de ciencia apareció en cada episodio de La teoría del Big Bang.

AR: Un capítulo muy interesante es el de “La guerra de Gaia: tres propuestas políticamente incorrectas para salvar el mundo”. ¿Por qué pecan de esa incorrección?
LJPR: Son políticamente incorrectas porque, por ejemplo, en una de ellas se presentan dilemas al estilo de “La decisión de Sophie”: si sólo contamos con los recursos —económicos y de otro tipo— para salvar una de dos especies, ¿a cuál elegimos? La propuesta de un científico es: hay que rescatar a aquella que genéticamente está más separada del tronco común, aquella que guarda en su ADN un número mayor de genes propios de ella que, al extinguirse esa especie, imposibilitarán para siempre su conocimiento y estudio. En algo se parecen estas propuestas a una muy reciente que surgió en respuesta a las epidemias de zika, chikunguña y paludismo: con la ciencia actual es posible que, deliberadamente, los científicos exterminen por completo a las especies de mosquitos responsables de transmitir esta enfermedad y con ello salvar millones de vidas. ¿Lo hacemos?

AR: ¿Cuál es su evaluación de la cobertura que hoy hacen los medios de comunicación mexicanos de los temas científicos?
LJPR: Por un lado tenemos que, poco a poco, ha ido aumentando el número de divulgadores científicos y de periodistas especializados en ciencia, pero, por otro, son contados los medios —pienso particularmente en periódicos y revistas que dedican una sección, no digamos diaria, sino al menos semanal, a la ciencia— que cuentan con algún periodista científico como parte de su equipo. La gran mayoría de los medios escritos, cuando tienen que hacer una entrevista, una crónica o un reportaje sobre algún tema científico, lo que hacen es enviar a algún periodista que, ese mismo día, tiene que hacer varias notas sobre temas que abarcan casi todas las secciones del periódico.
Encima de todo, no son pocos los científicos que desconfían —no sin falta de razón— de lo que resultará al día siguiente de la entrevista con el periodista, pero hay que tener presente que lo menos probable es que se trate de este periodista “multitemas”. Y no es sencillo que en cinco minutos con un científico, quien no es especialista en un tema pueda redactar con completo rigor, profundidad y a satisfacción plena del académico los avances más recientes sobre transgénicos, fractales, ondas gravitaciones, microbioma o biología cuántica.
Tenemos un Sistema Nacional de Investigadores, pero nadie, o casi nadie, habla de la necesidad de crear un Sistema Nacional de Divulgadores. A pesar de todo, hay dos buenas noticias: en enero de este año se creó la Red Mexicana de Periodistas de Ciencia, y del 30 de agosto al 2 de septiembre se celebrará el XXI Congreso Nacional de la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica, donde habrá oportunidad de abordar estos asuntos.
*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 190, septiembre de 2016.

lunes, febrero 06, 2017

Las razones de la pobreza léxica mexicana. Entrevista con Juan Domingo Argüelles

 

 Las razones de la pobreza léxica mexicana
Entrevista con Juan Domingo Argüelles*
Ariel Ruiz Mondragón
Entre los grandes déficits educativos del país se encuentra el desarrollo adecuado de un par de capacidades básicas: la escritura y la lectura. En estas materias México presenta datos dramáticos que en varias clasificaciones lo colocan en los últimos lugares.
Pero el español que practicamos no sólo sufre por una forma defectuosa de enseñarlo en la escuela mexicana, sino que también padece el acoso, por ejemplo, de aquellos que, tras realizar estudios de posgrado en el extranjero, usan términos extranjeros para denominar realidades que en nuestra lengua ya tienen nombre. Así, todos estamos expuestos a caer en diversos errores idiomáticos que más vale corregir.
Con la idea de aclarar varios términos que generalmente se utilizan de manera incorrecta, Juan Domingo Argüelles ha publicado El libro de los disparates (Ediciones B, 2016), en el que desentraña (en ocasiones en franca polémica con la Real Academia Española) los misterios de 500 de los más frecuentes barbarismos y desbarres que a diario se perpetran en la escritura y el habla cotidianas.
Conversamos con Argüelles (Chetumal, Quintana Roo, 1958) a propósito de diversos temas que suscita este amplio catálogo de equívocos. Él estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ha sido subdirector de la revista Tierra Adentro y director de El Bibliotecario y actualmente de IBERO. Revista de la Universidad Iberoamericana. Ha colaborado en diversas publicaciones, como Nexos, Plural, Este País, Revista de la Universidad de México, El Financiero, El Universal, La Jornada Semanal, Campus, Libros de México, Quehacer Editorial y Los Universitarios.
Ha publicado 15 libros de poesía y unos 20 de ensayo y crítica literaria. Ha recibido diversos premios, como el Nacional de Poesía Efraín Huerta, el de Ensayo Ramón López Velarde, el Nacional de Literatura Gilberto Owen y el Nacional de Poesía Aguascalientes.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy escribir un libro como el suyo, sobre tantas incorrecciones en el uso del español, sobre todo si tomamos en cuenta que ya hay algunos libros de este tipo?
Juan Domingo Argüelles (JDA): Obviamente el libro tiene ilustres antecedentes: antes que cualquiera, los libros tan extraordinarios que publicó Raúl Prieto Río de la Loza, alias Nikito Nipongo, como Madre Academia, Perlas japonesas y otros; por supuesto, las Minucias del lenguaje de José G. Moreno de Alba, y en España uno de Fernando Lázaro Carreter que se llama El dardo en la palabra.
Me parece que es necesaria la insistencia: somos el país que ocupa el último lugar en comprensión lectora de los 34 países de la OCDE. Cada tres años que se hace la famosa prueba PISA, refrendamos nuestro último lugar, como en 2009, 2012 y 2015.
Creo que parte de la incomprensión de lectura está en la pobreza léxica de las personas, que es tal que un estudio de la UNAM dice que en México el vocabulario básico de la lengua está entre 300 y 2 mil palabras de 80 mil posibles que podemos utilizar. Esto lo comprendemos cuando, por ejemplo, les graban sus llamadas telefónicas a los políticos que, aunque sean doctores, hablan de “¿qué tal, pinche güey?, ¿cómo estás, culero?”. Entre las 300 palabras más usadas del español en México están “güey”, “culero”, “pendejo”, “cabrón”, etcétera, y nada más nexos, preposiciones y conjunciones para hilar una oración significativa. Estas formas, desafortunadamente, son las que han prevalecido en nuestro idioma y han conseguido uniformar un lenguaje básico que no despega jamás en la conversación más allá de ese limitado vocabulario que, además, es muchas veces mal empleado.
El gran problema que tenemos y que nos ha creado el sistema educativo es que, al no tener una percepción crítica de las cosas, tampoco tenemos autocrítica. Entonces no dudamos de lo que decimos y escribimos, porque tampoco dudamos de lo que hacemos; entonces no dudamos cuando conjugamos el verbo “forzar”, y decimos “yo forzo, tú forzas, él forza”. Bueno ¿por qué hemos de dudar si está bien o está mal si, en realidad, así hablamos y se lo escuchamos al abogado, al médico, al doctor en filosofía? Estas personas influyen en el empobrecimiento del lenguaje y en la expansión de los barbarismos y los desbarres.
Por eso me parece importante que haya un libro que sólo tiene dos posibilidades: les va a interesar a algunos que sí quieren mejorar su idioma, el lenguaje tanto hablado como escrito, y no les va a interesar a muchísimas personas que les tiene sin cuidado esto, y que dirán “una tilde de más o de menos, a mí qué me importa”. Pero sí es importante, tanto que muchas veces esa falta de comprensión de lectura que padecemos en México proviene justamente de que no somos capaces de entender lo que estamos leyendo porque en un párrafo hay cuatro o cinco términos que no tienen sentido para nosotros.

AR: ¿Cuáles son las consecuencias prácticas de este mal uso y entendimiento del idioma?
JDA: La incomunicación. Es paradójico: en esta época es cuando más ejercicios de escritura y de lectura realizan las personas gracias a internet, pero no despegan jamás en el proceso de generación de enriquecimiento del vocabulario. Usan mensajes con palabras básicas para entender lo más elemental. Estas personas pueden comunicarse entre ellas porque se entienden inclusive, si podemos decirlo de este modo, aun sin lenguaje verbal; si fuera lenguaje de señas podrían entenderse.
¿Pero qué pasa cuando leen y escriben? Que dado que provienen de este ejercicio básico de lectura y escritura no comprenden lo que están leyendo y no saben escribir más que la forma en la que están vinculándose en internet.
Entonces es un problema de incomunicación; la gente luego dice “es que no me estás entendiendo”, pero más bien es que no se está explicando.
¿En qué es diferente escribir bien de escribir mal? En el sentido de que la lengua es un modelo y un patrimonio cultural, y como tal nos da identidad.
Ésta tiene que ver con lo que hemos aprendido o hemos dejado de aprender. Es obvio que una persona que no ha leído demasiado tiene un vocabulario menor, más restringido, y por supuesto que también dentro de la lógica de la comunicación quizá tenga menos posibilidades de darse a entender. Una persona que ha leído puede comprender incluso cultismos y el lenguaje que no es básico, y además sabe cuándo hay un error en lo que le están diciendo e inmediatamente lo traslada a lo correcto y lo comprende, pero una persona que no tiene esa habilidad simplemente se queda con el error y comprende mal las cosas.
En un sentido práctico es eso, y obviamente esto no habla muy bien de la escuela.

AR: En todos estos defectos y deficiencias ¿cuál ha sido el papel de la escuela mexicana?
JDA: Cuando hablamos de desbarres hay que hablar de los cultos e incultos. No quiere decir que el ámbito culto no produzca disparates porque también lo hace, sino que nadie se salva de esto. Como lo digo en el prólogo: todos estamos expuestos al error tanto oral como escrito. Pero la diferencia está en que cuando los cometes y tienes dudas puedes corregirlos, y hay personas que no dudan en absoluto porque piensan que eso es lo correcto y no son capaces de ir a un libro de consulta. Esto es asombroso porque ya no se trata ni siquiera de ir a una estantería a buscar un diccionario: cuando estás escribiendo en computadora das un clic y entras al diccionario de la Real Academia Española, a un diccionario de filosofía, a uno de dudas, a uno especializado. Pero la gente no tiene interés en mejorar y no tiene dudas, porque forma parte de una cultura acrítica; es decir, la escuela ha formado personas acríticas que se ha conformado con lo que tiene y que piensa que ya aprendió todo lo que tenía que saber.
Es claro que la educación en México trata de mostrar una finitud, cuando en realidad lo que tendría que mostrar es que la educación es continua, que nunca se termina porque al salir de la escuela lo que tienes que hacer es continuar tu educación en los libros y también en los diccionarios.
La escuela ha fallado en ese sentido: ha generado personas que no tienen ese sentido crítico ni autocrítico, que a veces no tienen conocimientos ni siquiera básicos. Esas situaciones están reflejadas en este libro y en otros diccionarios de dudas, lo que nos muestra es que hay un enorme desdén por la lengua, como si ésta no importara.
La lengua es una herramienta básica de comunicación, pero tiene también un sustrato estético, una connotación filosófica, del pensamiento, de la racionalidad, no nada más sirve para decir “quiero un té” y que te traigan un té. Te sirve para analizar tu realidad, para darte cuenta quién eres.
Lo que siempre han defendido todas las culturas, antes que cualquier cosa, es su lengua. Prueba de ello es que los 33 millones de mexicanos que viven en Estados Unidos preservan su lengua y sus costumbres, y medio hablan el inglés para darse a entender. Pero su lengua les da identidad porque en ella están también su pasado y sus hábitos.
En ese sentido, ese enorme desdén que tenemos por la lengua española en general y, por supuesto, por las lenguas indígenas en particular, también se refleja en una especie de desprecio por la lengua, y de prestigio de otro idioma, como el inglés, pero pueden ser el francés, el alemán o cualquier otro. Incluso hay personas que creen que hablar otra lengua por encima del español es mejor; En efecto, si hablas dos lenguas tienes una mayor capacidad, pero hay gente que cree que hablar español desprestigia, y que hablar en inglés o utilizar términos en inglés da caché.
Esa es otra parte: un sentido despreciativo hacia nuestro idioma en relación con el inglés.
El propósito de un libro con estas características no es decir desde una superioridad: “Miren, yo sé todo esto, y les estoy enseñando cómo hablar y escribir”. No, lo que estoy mostrando aquí es que todos somos potenciales autores de barbarismos, que usamos la lengua (ya sea oral o escrita) inadecuadamente, que todos caemos en estos desbarres y que, obviamente, el cometerlos no te hace mejor ni peor como persona.
Pero sí es necesaria una mente abierta para decir: “¿Será que esto que estoy escribiendo y diciendo está bien?”. Entonces es un poco decirle: “Mira, existen libros que te pueden resolver esa duda si tienes interés; si no, no hay ningún problema: nadie te obliga a escribir bien o mal”. Pero donde sí hay una obligación, sin duda, es en el sistema educativo, que debe crear, entre los estudiantes y dentro de las materias, las capacidades para poder comunicarse, hablar y escribir correctamente.
Esto no existe en nuestro país; esa obligación que tiene el sistema educativo y que no cumple, era la ambición básica que tenía José Vasconcelos. Desde él y Jaime Torres Bodet eran dos cosas fundamentales que tenía que hacer la escuela: enseñar a leer, escribir y matemáticas. Es decir, que la gente supiera restar, sumar, multiplicar, hacer sus operaciones básicas y poder expresarse y comunicarse correctamente para poder defenderse en la vida.
Eso, que era lo básico, ni siquiera se está haciendo. Si hoy vemos la redacción de los muchachos de primaria, secundaria, preparatoria y universidad, dice uno: “¿En qué está escrito esto, qué idioma es?”. De lo que estamos dándonos cuenta es que no tienen idea de la escritura, que no hubo esa educación sólida que se exigía.

AR: En el libro hay un intercambio muy crítico, hasta ríspido, con la Real Academia Española (RAE) y la Academia Mexicana de la Lengua (AML). En muchas de las entradas hace críticas muy puntuales: por ejemplo, que pasan como mexicanismo varios disparates, o que se han legalizado palabras como “amigovio” y “papichulo”, entre otras. ¿Cuáles son las principales diferencias que tiene con esas academias?
JDA: La RAE, como todos sabemos, es una institución muy vieja, y cuando digo esto lo hago con toda intención porque no digo que sea antigua. Me parece que si estuviéramos hablando de una institución académica antigua le estaríamos dando una categoría positiva, pero lo que pasó con la RAE es que fue envejeciendo y no se fue renovando en sus conceptos y criterios. Así, de ser una RAE que, como vio muy bien don Raúl Prieto, era absolutamente cerrada, que no admitía nada y que incorporaba de vez en cuando nuevos términos cuando habían pasado 50 años y cuando ya prácticamente ni se usaban, pasó luego a ser muy permisiva, a incluir cosas que no tenían demasiado sentido y a ser tan blandengue como lo es hoy, cuando le dio por decir “lo que nosotros hacemos es consignar en nuestro libro lo que se habla, lo que dice la gente”. Ha pegado un salto hacia atrás, porque de defender el idioma pasó a una labor de zapa.
Los españoles tienen 46 millones de hablantes y escribientes —incluyendo hasta a los recién nacidos—, y en México somos 120 millones de personas; entre éstas hay quienes usan lenguas originarias; además, en Estados Unidos hay otros 30 millones de mexicanos que hablan español.
Pues bien, los mexicanos tenemos dentro de nuestra cultura lingüística expresiones como “dona”, que es un anglicismo crudo, que entró a nuestro idioma por el uso del término inglés “donut”, que se pronuncia como “donat”, de donde viene “dona”. ¿Por qué no está en el diccionario de la RAE, que es tan blandengue y que admite “amigovio” y “papichulo”? Porque estos términos los usan los españoles, como usan “váter” en lugar de “sanitario”, “interviú” en lugar de “entrevista”, todos ellos anglicismos crudos que entraron al español de España. Pero a la RAE no se le da la gana incluir “dona” porque esta palabra la usan los mexicanos, más de 100 millones de hablantes, y menos de 50 millones usan las palabras mencionadas que usan los españoles, pero sí incluye sus neologismos y anglicismos, pero no se les da la gana incluir los de los países súbditos (porque la RAE sigue creyendo que los tiene).
Mi crítica es esa: no tener una lógica, un parámetro ni estándares para juzgar la lengua y no hacer un estudio científico de ella para incorporar lo que sea bueno y eliminar lo que no tenga sentido.
El diccionario de la RAE, que proviene del diccionario de autoridades, tiene una serie de definiciones que son tan viejas que ya no tiene ningún sentido incorporar, y lo único que hace es darles una manita de gato en lugar de reformularlas.
¿Y qué hacen las academias hermanas (yo les digo hermanastras) de la RAE? Poco, si pensamos que cada vez que sale el diccionario de la RAE en el caso de México vienen mexicanismos absurdamente definidos. Uno da por supuesto que esos mexicanismos se los dio la AML a la RAE, y que inclusive le prestó las definiciones, pero no lo sabemos y todo lo tenemos que suponer.
Pero yo no conozco que las academias protesten enérgicamente porque en la nueva edición del diccionario de la RAE se hayan incorporado tantas cosas que pertenecen a determinado país que no están bien planteadas.
Es falso que la RAE y las academias se hermanen justamente para mejorar el idioma; en realidad, lo que dispone la RAE es la ley y lo demás le tiene sin cuidado.

AR: También me llama la atención el uso de voces de otras lenguas. Usted hace una crítica muy dura de las personas que citan en latín y, además, lo hacen mal, pero también del lenguaje derivado de las tecnologías de la información y de la comunicación, pasando por “la diluvial penetración del inglés”. ¿Cómo manejar lo que pueden ser aportes de otras lenguas?
JDA: Lo que pasa es que todas las lenguas son deudoras de otros idiomas: están hechas de préstamos, y éstos tienen sentido cuando un idioma no cuenta con un término para nombrar lo que se quiere designar. En este caso, ¿quién puede ir en contra de las palabras tuit, tuitero, Twitter? Esa realidad sólo surgió con las tecnologías de la información, pero es muy distinto plantearla como una realidad extranjera que como una adaptación. Entonces sí lo necesitamos y la RAE, en ese sentido, tiene razón: dice “Twitter es marca registrada y va con mayúscula, pero cuando nosotros decimos ‘te mandé un tuiter’, en realidad estamos mandando un tuit y entonces se escribe ‘tuit’”?
La lengua no se puede cerrar al ingreso de nuevos vocablos que nombran nuevas realidades y que la enriquecen, pero también tiene unas reglas, que son las del español. Pensar que no debemos someter a estas normas los términos que ingresan a nuestra lengua es como decir que no tenemos ningún respeto por lo que es nuestro. En cambio, todos los idiomas que también reciben influencias de otras lenguas por supuesto que se cuidan perfectamente e incorporan esos préstamos y los consideran un añadido a su corpus, pero no dicen “nuestra lengua no tiene ninguna importancia”.
Aquí da la impresión de que el inglés y las formas extranjeras son más importantes que las nuestras: utilizamos muchísimas formas, muchos anglicismos que no tiene razón de ser porque nuestro idioma es rico incluso en sinónimos. Entonces ¿qué sentido tiene utilizar palabras como “remedial”, “incremental”, cuando tenemos perfectamente términos castellanos que dicen esa realidad?
Más bien creo que esto es producto de un pochismo: en México somos pochos, admiradores de todo lo gringo, y cuando vamos a Estados Unidos creemos que tenemos la obligación de hablar inglés; pero no creemos que cuando los estadounidenses vienen aquí tengan la obligación de hablar en español. A un francés no se le ocurriría ir a hablar en inglés a Estados Unidos: llega allá y habla en francés, porque tiene gran respeto por su lengua.
No es pecar de chovinista. Lo importante es darse cuenta de que nuestra lengua es tan rica, extraordinaria y tan bella como cualquier otra: si en inglés tienen a Shakespeare, en español tenemos a Cervantes, a Quevedo, a Góngora y otros extraordinarios autores.
Yo creo que ese nacionalismo que tienen los franceses en la lengua habría que adoptarlo.

AR: Algunos barbarismos provienen de las élites, como comenta acerca de la tecnocracia y de las élites financieras, que usan, por ejemplo, “aperturar”, y quienes se dedican a la tecnología dicen “accesar”. ¿Cómo han ayudado las élites a todos estos disparates, porque se trata de grupos educados, preparados?
JDA: Esto tiene que ver también con un aspecto económico y político. Estas élites de las que hablamos son las que también controlan el poder y el dinero, y son las que en cada uno de los países está encargada de uniformar lo que hoy conocemos como globalización; es decir, el conocimiento global que es, además, el vocabulario y el saber globales, que son limitados a ciertas cosas y a ciertas realidades.
Todos los que hablan así provienen de universidades gringas, inglesas, alemanas; estudiaron y se formaron allí y, como dice Noam Chomsky, en Harvard no nada más se aprende economía sino también lo que debes decir y lo que no debes decir. Cuando se plantean las cosas así, lo que se está tratando de hacer es socavar el contenido nacional para convertirlo en un esquema global en el que no haya identidad de nada; es decir, todos estamos con el mismo uniforme, todos estamos hablando y entendiendo lo mismo.
Los dueños del poder y del dinero no nada más se apropian de tus bienes y de tus fuerzas, sino también socavan tu idioma y te imponen otro. Lo primero que todos los imperios han hecho es imponer su lengua, porque ésta es lo fundamental con lo que se conquista. No en vano lo primero que hicieron los españoles al llegar a México fue socavar las lenguas; éstas y los códices existen gracias a los misioneros que quisieron, justamente, comprender aquellas realidades. Pero los guerreros que llegaron destruyeron todo: templos, ídolos e incluso el idioma.
¿Qué es lo que hizo que seamos distintos a otros países? Que el sustrato de nuestra lengua permaneció gracias a esos hablantes que defendieron su lengua porque era defender su identidad y lo que hoy somos, como lo han observado Octavio Paz en El laberinto de la soledad y Carlos Fuentes en otros textos de análisis, en los que nos damos cuenta de que somos un país formado con herencia española pero también con legado indígena. Eso no nada más prevalece en la arquitectura o en la comida sino también en el idioma.
Esto quiere decir que nosotros somos dueños de un idioma que es español, pero que tiene deudas con nuestro origen indígena. Así es como funciona la lengua y así es como yo creo que tendría que plantearse, y no como una situación descarnada de decir “es que tenemos que adaptarnos a un mundo nuevo que nos trae todo esto, y nosotros debemos estar abiertos a ello”. Pero ¿para qué demonios decir “accesar” si se puede decir “acceder”?, ¿para qué usar “aperturar” si tenemos “abrir”? Todas estas situaciones nos revelan que sigue habiendo un afán de colonialismo, y muchos mexicanos todavía seguimos creyendo que nos merecemos eso y que lo debemos aceptar agradecidos.

AR: Otro tema importante: en el libro recuerda frases de periodistas, cita mucho a los cronistas de futbol y de espectáculos, cabezas de periódicos, etcétera. ¿Cuáles son los principales problemas de los medios de comunicación, especialmente los impresos, respecto al uso de la lengua?
JDA: Los medios impresos son justamente los que crean escuela, los que dan la influencia; son periódicos, libros y revistas, y ya no sólo ellos sino también los electrónicos.
Uno da por un hecho que lo que está impreso está bien; entonces hay una superstición culta de decir “lo que está publicado está bien, si está en letra de molde está bien”. Pero los medios están llenos de barbarismos y de disparates; incluso hay escritores que se ganan premios, como el Planeta y el Alfaguara, y uno lee sus libros y dice: “Este debió pasar, por lo menos, por un taller de redacción; usa mal la sintaxis, utiliza términos inadecuados, no sabe hacer concordancia entre sustantivos y adjetivos”, en fin.
Cuando uno ve eso dice: ¿qué es lo que está pasando? Que todas las publicaciones impresas son producto también de la cultura que se tiene o de la que se carece. Si lees un libro de Balzac en español, y si el que lo tradujo escribió todas las veces de forma errónea una palabra, pues crees que ésta es correcta, das por hecho que está bien empleada y cuando la utilizas lo harás de la misma manera.
Entonces en los medios educan y deseducan, las publicaciones impresas forman y deforman el uso del español que empleará el lector; hablo también de traducciones y libros originales de personas que escriben con las patas.
No se trata nada más de esto sino que de pronto como que desaparecieron los editores: lo que venga se publica como está; si tiene faltas de ortografía y de concordancia, si hay fallas de sintaxis, así aparece.
Entonces hay un desdén por el idioma bien escrito porque también se considera que todo es desechable: ¿para qué pago que hagan muy bonito este libro y que quede bien escrito, si de todos modos se va a vender ahorita nada más y desaparecerá? La idea de lo desechable también afecta porque es claro que los autores que están vendiendo muchos libros, llámense Yuya, Jordi Rosado, Werevertumorro o quien sea, no tienen por qué utilizar el lenguaje más refinado ni el mejor escrito porque sencillamente son desechables, van a desaparecer y no tienen ningún sentido. Así lo consideran los editores y por eso tampoco le ponen demasiado empeño a esas cosas. Entonces las propias editoriales están más preocupadas por vender que por educar al lector, algo que antes era una cosa muy seria: todo proyecto editorial era también educativo y cultural.

AR: Ahora se habla de la carencia no sólo de editores sino de correctores de estilo. ¿Qué nos dice en defensa de este oficio?
JDA: Yo creo que los correctores y los editores son fundamentales y necesarios. Este desdén por ellos surgió justamente con las nuevas tecnologías: así como cada quien creyó que a partir de éstas ya cada quien podía diseñar su libro aunque no fuera diseñador, de esa misma manera todo mundo creyó que podía editar y publicar sin ser editor y sin ser escritor.
Esto es lo que ha prevalecido gracias a ese desprecio: en los medios han ido desapareciendo esos habilidosos conocedores del lenguaje, quienes sabían distinguir cuándo estaba mal empleado un gerundio o una palabra, cuándo había un error de concordancia, etcétera.
Esos profesionales son necesarios y fundamentales, y han ido desapareciendo porque se cree que ya no son necesarios, porque a las empresas ya no les importa que las cosas estén bien dichas y bien escritas sino lo que les importa es vender nada más la mercancía como esté.
A mí me parece que es lamentable; creo que tenemos que hacer una defensa de esos defensores de la lengua. Así como hay lo que llaman defensores del lector en los periódicos, en las editoriales también debería haber uno en relación con la escritura, y que un lector tenga el derecho a quejarse: “Compré un libro y está escrito con las patas. Devuélvanme mi dinero”. Yo creo que también eso se vale, y hasta que no ocurra eso no van a poner atención en esta labor.



*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 189, agosto de 2016.