lunes, agosto 21, 2017

Declararle la paz a las drogas. Entrevista con Juan Pablo Escobar



Declararle la paz a las drogas

Entrevista con Juan Pablo Escobar*

Ariel Ruiz Mondragón

 

Si en su primer libro, Pablo Escobar, mi padre (Planeta, 2014), Juan Pablo Escobar (Medellín, Colombia, 1977) relató diversos episodios que vivió y conoció al lado del narcotraficante más célebre de la historia, en su más reciente obra busca, mediante otros testimonios, revelar fuentes y conexiones que hicieron posible su enorme poder económico, político y militar. Sin embargo, también busca la comprensión y reconciliación con varios personajes que fueron enemigos y víctimas de su progenitor.

El autor (arquitecto y diseñador industrial que, por la persecución que ha vivido durante más de dos décadas, tuvo que cambiar su nombre por el de Juan Sebastián Marroquín Santos) conversó con Horizontum a propósito de su libro Pablo Escobar in fraganti. Lo que mi padre nunca me contó (México, Planeta, 2017), un ejercicio de memoria y reconciliación.

 

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro como el suyo, esta “contribución a la verdad y a la reparación simbólica de quienes fueron afectados por los crímenes cometidos por Pablo Escobar”, como usted escribe?

Juan Pablo Escobar (JPE): Mi compromiso al escribirlo tiene que ver con la verdad de lo que ocurrió en el pasado, y creo que en esta segunda oportunidad tengo la opción de acercarme a los peores enemigos de mi padre para que ya no fuera solamente mi propia visión sobre él sino la de quienes más lo odiaron, y también la de quienes le sobrevivieron como enemigos tras haber sido sus socios y amigos en el pasado.

Mi compromiso también es revelar la enorme corrupción que hizo posible que mi padre ostentara semejante poder económico y militar en las décadas de los ochenta y noventa. Esto se explica y se entiende por las relaciones que tenía con la CIA para financiar la lucha anticomunista en Centroamérica a principios de los años ochenta, y también con la DEA, como lo revelo en el capítulo llamado “El tren”.

 

AR: Sobre lo que comenta acerca de los amigos y enemigos, en la primera parte del libro está su relación con Aaron Seal, hijo de Barry Seal, quien fue piloto del Cártel de Medellín y después asesinado, y con William Rodríguez Abadía, hijo de Miguel Rodríguez Orejuela, uno de los jefes del Cártel de Cali. Para un proceso de paz como el de Colombia, ¿qué significan estos encuentros con los hijos de los rivales de su padre?

JPE: Tienen un enorme significado porque es el ejemplo de que no solamente los colombianos (porque somos nuestros peores enemigos nosotros mismos) podemos reconciliarnos, sino también de que podemos hacerlo con los que están fuera, como lo demuestra el caso de Aaron Seal.

Creo que este libro retrata esa gran capacidad que tenemos los seres humanos de reconciliarnos a pesar de una enorme historia de violencia que nos puede conectar, como son no sólo los casos de William Rodríguez y de Aaron Seal sino también el de Ramón Isaza, jefe paramilitar, y su hijo.

Considero que esto muestra que la paz no es una teoría sino que es algo que podemos lograr perfectamente, que no es una utopía a la que siempre buscamos pero que no logramos alcanzar.

Este libro muestra que sí es perfectamente posible hacer la paz hasta con el peor de tus enemigos.

 

AR: Para hablar de la corrupción, me llama la atención cuál ha sido el papel de los norteamericanos en estos procesos de guerra en Colombia. En el libro están relatados varios asuntos, desde la historia de Barry Seal, de quien dice usted que fue agente de la CIA y de la DEA al mismo tiempo, y que trabajaba para su padre, hasta el capítulo “El tren”, en el que cuenta que bonitas mujeres eran usadas para transportar droga a Estados Unidos. ¿Cuál ha sido el papel de este país en todos estos procesos de violencia, delincuencia y corrupción?

JPE: Creo que este libro pone por lo menos una carga extra en la balanza en que se mostraba a Estados Unidos como aparentemente infalible en materia de corrupción, pero estas historias demuestran muy claramente que este país es tan corrupto como lo somos otros. No es asunto de entrar en comparaciones ni de decir quién es más bueno y quién es más malo, sino simplemente creo que este tipo de historias ayudan a reactivar el debate, que deberíamos tener como sociedad, de la inconveniencia de perpetuar más aún el prohibicionismo de las drogas, esta lucha desenfrenada y violenta.

En la medida que se le declara la guerra a lo que sea, sean las drogas, la pizza o los tacos, vas a tener violencia. Mientras no encontremos otra salida, vamos a tener para rato historias como las de Pablo Escobar porque se renuevan: puedes matar a todos los narcotraficantes pero al otro día habrá otro con la misma oportunidad y capacidad de hacer su trabajo.

Entonces yo creo que es momento de que empecemos a pensar en declararle la paz a las drogas.

 

AR: Como dice Aron Seal.

JPE: Exacto. Porque esa es realmente la manera en que debemos aproximarnos al problema. Hay una herramienta, que es la educación, que está subvaluada y que no es tenida en cuenta, pero tiene enorme poder sobre cómo nos forman a nosotros como personas, como seres humanos. Tampoco los padres están capacitados para educar a sus hijos y formarlos en materia de prevención y ayudarles a que decidan elegir no a la droga en el momento en que se las ofrezcan.

Pienso que hay que empezar a cambiar esta manera de ver el problema. El ejemplo del estado de Colorado, Estados Unidos, podría marcar la diferencia: hoy tiene un billón de dólares en virtud del impuesto que le ha puesto a la mariguana. Ese dinero podría estar en manos de un cártel de la droga, pero está en las de un gobierno. Eso no quiere decir que los políticos no sean delincuentes (porque muchos a veces se comportan como tales), pero es preferible que ese dinero esté en manos del Estado y que la sociedad pueda servir como garante para ver qué destino se le dan a esos fondos, que pueden ayudar con la disminución del consumo, con la educación de los chicos, con centros de rehabilitación y con atender tareas que hacen que la sociedad tenga que recurrir menos a las drogas.

Considero que el problema de las drogas va a seguir, prohíbanse o no, porque la gente se las va a arreglar para comprarlas y consumirlas.

Entonces es un problema de educación y de límites de la sociedad, pero no lo solucionaremos con ametralladoras: ya vimos los resultados cuando las utilizamos para decirle a la gente lo que puede consumir y lo que no. Así salen a la luz historias como la de Pablo Escobar.

 

AR: Me llamaron mucho la atención las partes políticas del libro. En el capítulo dedicado a Alberto Santofimio se señala que Escobar tuvo una intervención política fuerte, desde que fue electo a la Asamblea de Representantes hasta los atentados que le costaron la vida al ministro de Seguridad. ¿Cuál fue su peso político? Usted habla, por ejemplo, de que había una pablopolítica.

JPE: Sabemos más de los cárteles norteamericanos que de la pablopolítica en Colombia: no tenemos idea de nada, y no creo que vaya a cambiar mucho. Me imagino que muchos conocen el riesgo que implica abrir una investigación para entender verdaderamente las redes de Pablo Escobar y la política en Colombia.

Siempre se ha utilizado su nombre para manchar a determinados personajes; a lo que me opongo es a que se utilice el nombre y la historia de mi padre para salir a enlodar a quienes probablemente estén sucios pero por otros pecados y otros delitos. Dicen “armemos una causa a fulano de tal y digamos que era amigo de Pablo Escobar y metámoslo a la cárcel”; con eso no estoy ni estaré nunca de acuerdo.

Yo he estado preso por ser el hijo de Pablo Escobar y he tenido unas experiencias en la cárcel que no se las deseo ni al peor de mis enemigos. Ese capítulo de Santofimio fue resultado de mi experiencia en la prisión y de entender lo que se sufre al estar en ella y saber que eres inocente. Entonces quizá ese señor puede ser culpable de miles de delitos, pero no por el que fue condenado. Hay una cuestión práctica y simple de ver: las fechas, que son imposibles de modificar, hechos que son imposibles de mover en el tiempo como si fuera un rompecabezas que vamos armando como nos dé la gana. Creo que en este caso la justicia de mi país se ha preocupado más por dar una apariencia de eficacia que por serlo verdaderamente.

 

AR: En el pie de una foto del libro hace una declaración fuerte: “La política fue la perdición de mi padre”. ¿Por qué?

JPE: Porque él quiso ingresar a una mafia que estaba mucho mejor organizada que la que él dirigía. Con respeto por los pocos políticos honestos que debe haber por allí, para mí la política es la auténtica delincuencia organizada. Ellos sí están bien ordenados.

 

AR: Otro de los grandes fenómenos que hubo en Colombia fueron los paramilitares. ¿Cuál fue la relación de Pablo Escobar con ellos?

JPE: Mi padre fue fundador del grupo MAS (Muerte a los Secuestradores) como resultado del secuestro de Martha Nieves Ochoa. Mancomunadamente, todos los narcos del momento se unieron para formar un grupo de autodefensa en virtud de las amenazas de grupos guerrilleros que querían secuestrar a sus familiares, porque decían que no iban a ir con las autoridades a pedir ayuda porque la plata que tenían era producto de la droga.

En virtud de eso, y con el enorme poder económico que ya tenían los narcos, pues se unieron; en connivencia con las autoridades locales, el Ejército y la Policía, hicieron una gran reunión en la hacienda Nápoles, donde había más de 300 personas, que dieron origen al primer grupo, cuyo mando fue delegado a los hermanos Castaño Gil. Por eso fue que ellos empezaron a administrar esa violencia y ese poder, y a hacerse muy amigos de la autoridad, porque ellos como paramilitares hacían el trabajo sucio que esta no podía hacer.

Entonces se empezó a formar una connivencia entre los agentes del Estado y los paramilitares en virtud de que tenían un enemigo en común, que era la guerrilla. Eso facilitó mucho la coexistencia entre esas dos fuerzas militares: la que era legal, amparada por el Estado, y la ilegal.

Y allí es donde apareció Ramón Isaza, un campesino que quiso ser reclutado por la guerrilla, y fue amenazado; se convirtió, como muchos otros campesinos, en alguien que decidió tomar las armas para defender su tierra, su espacio, su familia y su pueblo, y comenzó este fenómeno de la izquierda versus la ultraderecha.

 

AR: Sobre estas definiciones políticas, en el testimonio de Otty Patiño, fundador del M-19, comentaba que Pablo Escobar se autodefinía como de “izquierda”. En las campañas electorales hacía referencia a los pobres y decía que iba a combatir la pobreza. ¿Cómo lo ubicaría usted ideológicamente?

JPE: Hay una entrevista que le hizo Yolanda Ruiz a mi padre, y le preguntó si él se definía como un hombre de izquierda o de derecha, y su respuesta fue contundente: decía que no le gustaba que lo encasillaran en ninguno de los dos lados, que si él veía una buena idea en la izquierda la apoyaba, y si la veía en la derecha la respaldaba. A él no le gustaba pertenecer ni a un lado ni al otro, le gustaban las buenas ideas.

 

AR: Al respecto, ¿cómo fue su relación con las guerrillas?

JPE: Muy poco o casi nada, porque el papel de la guerrilla en aquel entonces era más bien tímido; si en su territorio había siembra de la planta de coca, podía cobrar un impuesto por la vigilancia. Allí se ganaba unos pesos, pero nunca se habían involucrado, como lo hicieron posteriormente en épocas como las de ahora, en el negocio del tráfico de drogas.

Entonces con ellas la relación fue prácticamente nula; mi padre en ese momento tenía todo el negocio para él tanto desde la etapa de la producción hasta la logística y el envío hacia Estados Unidos. La guerrilla era como un mundo separado; el Estado se ocupaba de combatirla y ella de enfrentarlo.

Con las FARC no hubo una relación directa más allá de la historia de uno de los miembros que estuvo en la mesa de negociaciones de la paz en La Habana. Mi padre le dio refugio a esa persona en Estados Unidos, y lo puso a trabajar en una estación de gasolina que tenía en ese momento. Pero no me consta que se haya dedicado a actividades de narcotráfico, sino simplemente estuvo en esa estación de mi padre y ahora aparece como miembro de las FARC.

 

AR: En otra parte del libro usted hace señalamientos muy puntuales sobre la serie Narcos, de Netflix. Al respecto me interesa su opinión de cómo ha sido representado su padre en el cine y la televisión. Podemos ir desde aquella serie y la película de Benicio del Toro, hasta llegar a su propio documental.

JPE: La de Benicio del Toro es la vergüenza más grande; deberían devolver la plata a todos los que pagaron por ir a verla. Le metieron mar a Medellín, y el mar más cercano a esa ciudad está a 800 kilómetros, pero la rodearon de playas, lo que les importó nada en la historia.

Lo que debo decir es que yo nunca me opongo a que se cuenten historias relacionadas con mi padre…

 

AR: Usted dice que es una historia digna de ser contada pero no de ser imitada…

JPE: Ni mucho menos glorificada, que es allí donde radica la diferencia entre la manera en que yo cuento las mismas historias, porque ellos no las cuentan completas. A la serie de Netflix le faltan un par de capítulos que están en este libro, y ahora ya entiendes por qué, cuando yo me acerqué a ellos seis meses antes de que filmaran la primera temporada, me dijeron “no nos interesa saber tu historia”. Ellos saben más de las vidas de Pablo Escobar, de mí y de mi madre que nosotros que la vivimos; ellos la vieron por televisión y se las saben todas, mientras que nosotros no sabemos nada. Muy particular su visión.

Entonces yo no me opongo a que se cuenten las historias, y creo que hay que hacerlo; la peor idea es no relatarlas. Pero si se hace glorificando la actividad criminal de mi padre, y si se crea, a través de las licencias que te da la ficción, una especie de superhéroe, se genera una nueva generación de jóvenes que tienen el deseo de convertirse en narcotraficantes. Así, estarán dispuestos a lo que sea con tal de meterse al narco porque la imagen que tienen del traficante es de un ser todopoderoso al que las balas nunca tocan, que nunca llora, que siempre está rodeado de chicas bonitas, de mansiones y de cosas maravillosas.

Entonces tienen glorificada esa actividad y piensan que la van a pasar como lo muestran en la serie, en la que mi papá se esconde cada vez en mansiones más bonitas y más grandes mientras más lo persiguen. Pero en realidad fue al revés: a mayor cantidad de dinero y de poder de mi padre, mayores fueron las cantidades de sufrimiento y de pobreza en que nos tocó vivir. Nosotros no vivimos, de ninguna manera, en mansiones como las que muestran allí.

Esa es la glorificación de la actividad criminal; después de la publicación de las series yo recibo por las redes sociales mensajes y fotos que miles de jóvenes me mandan desde Australia, Nepal, Filipinas, España, desde cualquier país latinoamericano. Allí aparecen disfrazados como mi papá, hablan como él (me mandan mensajes de voz queriendo amenazar como lo hacía él) y diciéndome “quiero ser narco porque acabo de ver la serie”. Les parece que es cool, una idea muy buena. Eso es grave.

Hace poco presenté este libro en Buenos Aires y me pasó algo que siempre recuerdo con mucha alegría: entre 300 personas, un adolescente se puso de pie y me dijo: “Quiero contarte cómo supe yo de tu papá: yo tenía 8 años cuando vi a mi abuela mientras miraba la televisión, y allí estaba la imagen de tu padre. Entonces pregunté quién era ese señor”. Enterado, se volvió un fanático de esa historia; ahora tiene 13 años. Es decir, hace cinco años que está en su cabeza Pablo Escobar como el gran tema. Me dijo que había visto la totalidad de las series y todos los libros posibles, hasta que leyó los dos míos, y me dijo: “Todas las veces que vi las series y que leí todos los libros, siempre quise ser como tu papá, hasta que leí tus dos libros. Entonces quise ser un periodista y no más un mafioso”.

Entonces allí ves la diferencia de cómo llega el mensaje, aunque sea con las mismas historias; la responsabilidad en la manera como las cuentas es lo que hace la diferencia a la hora de transmitirlas. Yo sé que vendería el triple de libros si usara la fórmula de Netflix para la glorificación del narco, pero no la utilizo porque es irrespetuosa con las verdaderas lecciones que nos quedaron a todos de estas historias.

 

AR: Al respecto también está su documental.

JPE: Fue un gran abridor de puertas; me hizo escritor y gracias a él la editorial me contactó y me propuso el primer libro, y ahora estamos con el segundo. También me abrió muchas puertas en la reconciliación con muchas otras familias que, obviamente, no participan en el documental. Me he podido reconciliar no solamente con los que aquí presento, sino también con otras muchas víctimas anónimas que, por motivos personales, decidieron no aparecer, y es respetable.

Considero que ese documental rompió con todos los tabúes que había en Colombia; cuando presentamos el documental en el país y hablábamos de la reconciliación y el perdón nos miraban como si dijeran “aquí todo lo resolvemos a tiros, estos qué están hablando del perdón, de reconciliación, ¿cuál diálogo’”. Como que ni nos creían.

Pero es un asunto real, y hoy es más necesario que nunca en nuestro país si queremos sacar adelante todo este proceso tan arduo y tan necesario de reconciliación hacia el futuro, porque los colombianos somos los peores enemigos de los colombianos. Esa cultura de la violencia es la que tenemos que lograr modificar a través de proyectos y del ejemplo. Al margen de decir “mi documental”, estos libros también los escribí (sobre todo este segundo) para marcar cuan capaces somos los seres humanos de reconciliarnos, independientemente de las historias de violencia que nos unan.

 

AR: Usted relata que en sus últimas 72 horas de vida Pablo Escobar tuvo que violar las reglas de seguridad al intentar comunicarse con ustedes; hubo un momento en que consideró que era su vida o la de su familia. Usted es crítico con su padre, pero ¿qué rescataría de positivo de él?

JPE: Para mí fue el mayor acto de amor de él hacia su familia entregar su vida soberanamente, de decir “okey, me voy a dejar encontrar, voy a empezar a hacer las llamadas yo”, porque las pudo haber hecho cualquier otro. Ni siquiera se puso los zapatos, que nunca se los quitaba, y por eso apareció descalzo cuando murió; cuando uno se va a escapar se pone los zapatos, no se los quita. Eso marcó también una decisión de él en lo que para mí es su mayor acto de amor: decidir quitarse la vida para que nuestra familia fuera liberada, porque nosotros ya estábamos en condición de rehenes del Estado. De hecho así lo reconocen funcionarios de aquel entonces: entendieron que la única manera de poder atrapar a mi padre era usando a su familia como carnada. Y así lo han reconocido ya, no es una teoría sino una realidad.

 

AR: ¿Quién venció a su padre? Hay varios actores: el Estado colombiano, el imperio estadounidense, la banda de delincuentes conocida como los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar)…

JPE: Todos los anteriores y en ese orden.

 

AR: En alguna parte del libro incluso se habla de una traición familiar…

JPE: La realidad es que al final los únicos que no éramos Pepes éramos Pablo Escobar, su esposa y sus dos hijos. Eso incluye a todas las instituciones, los empresarios, la DEA, la CIA, los norteamericanos, el Ejército… Todos eran Pepes, menos nosotros.

Al final los Pepes fueron un conglomerado de instituciones, de agencias, de bandidos, de empresarios, de víctimas, de victimarios, de todos contra mi padre. Como nosotros no estuvimos dispuestos a negociar ese amor por él, por eso seguimos viviendo en el exilio. Toda la familia de mi padre, que sí negoció y en vida de él, se puede quedar en Colombia tranquila por eso y no le pasa nada. Esa es la gran diferencia, y eso muestra también la gran traición de la que él fue víctima por parte de su propia familia.

Al final yo creo que a mi padre lo destruyó la naturaleza misma del negocio en que se metió: yo no conozco narcos jubilados, no existen. Si los hay, pasaron años o la mitad de su vida en la cárcel y vieron morir a la mitad de sus familiares y no son felices. Entonces a la larga no es buen negocio.

 

AR: Usted ha sido muy bien recibido en México; en el libro cuenta desde las conferencias que ha dado en escuelas ante cientos de jóvenes, hasta su presentación en el Senado de la República. A un país que está inmerso en esta guerra contra las drogas, ¿qué le dice usted desde su experiencia personal pero también desde la colectiva del proceso de paz en Colombia?

JPE: A México le diría que respeto absolutamente todos sus asuntos internos porque es una nación soberana. Pero sí puedo compartir mi experiencia como colombiano, y tengo, aunque sea un poquito, derecho a decir algo aquí porque estoy casado con una mexicana, y mi hijo lleva sangre mexicana.

Nos afecta y nos duele lo que hemos visto de cómo el país ha sufrido una violencia que tristemente comienza a parecerse a aquella que vivimos los colombianos en décadas pasadas.

Yo creo que esto es el resultado de una política internacional que se repite exactamente igual en todas partes donde la apliques con ferocidad, que es el prohibicionismo, y que es la garantía de la violencia, del enfrentamiento entre las clases sociales, de la división y de la corrupción que financia ese gran poder económico y militar. Mientras se siga con la mirada del prohibicionismo, lamentablemente yo no le auguró futuro en paz a ningún país. No es cuestión de México sino de la sociedad en general, y yo creo que hay que empezar a escuchar que grandes líderes comienzan a hacer un llamado a la paz de las drogas. Pienso que si en 100 años no lo logramos avances con el prohibicionismo, ¿quién nos garantiza que aplicando la misma fórmula ahora sí lo vamos a lograr?

Desde el principio hasta el final los narcotraficantes nunca han estado más empoderados a nivel de dinero y a nivel militar. Eso es real y sigue pasando en la cotidianidad. En la medida en que no cambiemos la mirada tendremos que prepararnos para seguir viendo un resurgimiento sistemático de más Pablos Escobar.


*Una versión más breve de esta entrevista fue publicada en Horizontum, núm. 13, mayo–junio de 2017.

lunes, agosto 07, 2017

Jenkins, el gringo filántropo y corruptor. Entrevista con Andrew Paxman



Jenkins, el gringo filántropo y corruptor

Entrevista con Andrew Paxman

Ariel Ruiz Mondragón

Uno de los personajes más fascinantes del siglo XX en México lo es un norteamericano: William Oscar Jenkins, un empresario que arribó al país en los últimos años del Porfiriato y que logró amasar una gran fortuna merced a su empeño innovador pero también por sus relaciones políticas. Con ello mostró dos caras del capitalismo mexicano: la innovación económica y la conveniencia política.

Objeto de un intento de fusilamiento y de un polémico secuestro, prosperó con su empresa de bonetería durante la Revolución mexicana. Asentado en Puebla, hizo múltiples y exitosos negocios, que fueron desde el azúcar hasta la industria del cine, lo que hizo que fuera uno de los hombres más ricos del país. Los nacionalistas ejemplificaron con su figura al empresario estadounidense rapaz y explotador de los mexicanos, uno de los mejores emblemas de la gringofobia.

Lo cierto es que creó empresas exitosas que contribuyeron al desarrollo del país y realizó obras filantrópicas para procurar el bienestar de sus trabajadores y de las comunidades donde tuvo influencia. Pero, por otra parte, para prosperar también incurrió en corruptelas, abusos e ilegalidades tramadas con encumbrados políticos mexicanos.

Sobre este complejo personaje Andrew Paxman publicó recientemente En busca del señor Jenkins. Dinero, poder y gringofobia en México (México, CIDE, Debate, 2016), con quien charlamos al respecto.

Paxman (Londres, 1967) es doctor en Historia por la Universidad de Texas. Profesor-investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas, ha colaborado en publicaciones como The News, Mexico Insight y Variety.

 

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hacer una investigación tan exhaustiva, escribir y publicar un libro sobre William O. Jenkins? Al final del volumen usted dice que este personaje ha estado entre la leyenda negra y la blanca, que es un hombre que ha desaparecido del imaginario colectivo. Además recuerda que él mismo decía: “Mi vida no le importa a nadie. Además nadie debe saberla”.

Andrew Paxman (AP): Primero por mi interés. Hay un hilo conductor en mi trabajo tanto sobre Emilio Azcárraga Milmo como sobre Jenkins, y tengo ganas de hacer en el futuro un libro sobre Carlos Slim. Sería la relación (tan cómoda en este país) entre el capital y el poder, entre las élites empresariales y las élites políticas. Me interesa mucho el tema de la interdependencia de élites, lo que a veces es llamado el “capitalismo de cuates” —aunque a mi juicio éste es un término algo nebuloso, que a veces usamos para tachar de manera negativa a cualquier cercanía entre empresarios y políticos que no nos parece adecuada o ética.

Lo que argumento en el libro es que tras la Revolución mexicana esas élites se necesitaban la una a la otra, y fue una necesidad más altruista, menos egoísta. A lo que me refiero es que en el año 1920 el país se encontraba en la bancarrota no sólo a nivel federal sino estatal. Puebla fue uno de los estados más afectados, donde se había radicado Jenkins desde 1905. Entonces lo que necesitaba el gobierno era el apoyo del empresariado para la reconstrucción de la economía, para la generación de empleo y de impuestos, dinero con el que el gobierno pudiera empezar a cumplir con las promesas de la Revolución, como la construcción de escuelas, de carreteras, infraestructura en general.

Para que se reparta la riqueza hay que tenerla. Desde el punto de vista de los empresarios, ellos necesitaban al gobierno para que se suavizaran las cláusulas más radicales de la Revolución. Estaban renuentes a invertir en la construcción de nuevas fábricas, en la resucitación del campo —en muchos casos destruido por los zapatistas, como, por ejemplo, las haciendas azucareras de Puebla—, y necesitaban garantías para recuperar la confianza.

Entonces un lado necesitaba al otro, por lo que se puede hablar de lo que yo llamo “una simbiosis imperativa”, con ganas mutuas de construir un México fuerte. Pero lo que pasó es que durante los años fue cada vez más notable una simbiosis no tanto imperativa sino conveniente. Yo me refiero a esas relaciones más bien interpersonales entre políticos y empresarios específicos cuyos motivos no fueron tanto de necesidad mutua sino de conveniencia.

Para dar un ejemplo concreto, en 1936 Maximino Ávila Camacho hizo campaña para el gobierno del estado de Puebla, y el que donó más dinero a ella tras bambalinas fue Jenkins. Fue, por supuesto, un donativo completamente ilegal, en contra de la Constitución porque los extranjeros no pueden involucrarse en la política mexicana. Una vez elegido Maximino devolvió el favor al dar protección al ingenio Atencingo, de Jenkins, que el presidente Cárdenas quiso expropiar; pero se llegó a un compromiso por el que sí fueron expropiados los terrenos pero no el ingenio, y por lo tanto Jenkins salió ganando. Esto, que desde un punto de vista de relaciones públicas es lo que a veces llamo “el teatro político”, se vio como una gran ocasión para cumplir las promesas de la Revolución. Y textual se dijo en el periódico del día siguiente: “Cumpliéronse ayer las promesas de la Revolución en Atencingo”.

 

AR: Y muy parecido ocurrió después con el gobierno de Adolfo López Mateos y el cine.

AP: Sí, fue otra ocasión de teatro político. Pero en Atencingo Jenkins salió ganando porque bajo el acuerdo de la expropiación los campesinos tuvieron que surtir su caña sólo a Jenkins, quien podía fijar el precio y, por lo tanto, él salió ganando a pesar de las apariencias.

Entre Jenkins y Maximino hubo varios intercambios de favores que permitieron al primero seguir lucrando de una manera desenfrenada, primero con el azúcar y luego con un monopolio de cines en la ciudad de Puebla, y que en épocas posteriores se extendería a todo México. Maximino recibió varios beneficios en términos de préstamos para hacer acciones en la compañía de Atencingo. Esta simbiosis conveniente luego se notó a nivel federal con la relación entre Jenkins y Manuel Ávila Camacho.

Entonces lo que examino, sobre todo en las décadas cruciales de los treinta y cuarenta, es el establecimiento de los fundamentos de la economía mexicana que ha existido desde entonces, que tiende a favorecer a los monopolios, a extender a ciertos empresarios bien conectados una carta blanca para prácticas monopólicas, evasión de impuestos, control de sindicatos y otras prácticas que contribuyen a la concentración de la riqueza en las manos de unos pocos. Ésta se dio en los casos de Jenkins y de los Azcárraga, por ejemplo. Es un tema que todavía está con nosotros y lo vemos de nuevo en el caso de Enrique Peña Nieto y Juan Armando Hinojosa, de Grupo Higa.

 

AR: ¿Cuál fue la ética del trabajo y de los negocios de Jenkins? Se relata que desde muy joven y hasta sus últimos días fue muy madrugador, que no fumaba ni bebía, hacía deporte, que fue un estudiante brillante y muy bueno para los números. Llega usted a citar La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber. Esa era una cara, pero había otra de la cultura norteamericana: la de los barones ladrones.

AP: Como dices, la ética protestante de trabajo es una que se ha aplicado a esa cultura de finales del siglo XIX y principios del XX en Estados Unidos, que animó a muchos norteamericanos a dedicarse a la creación de grandes fortunas. Era una forma de pensar algo relacionada con el darwinismo social, que decía que las élites ocurren naturalmente, por lo que quienes tienen el talento de hacer riqueza deben hacer tanta como puedan, porque a final de cuentas será su responsabilidad repartirla de manera filantrópica entre los más necesitados.

Jenkins estuvo en la Universidad Vanderbilt, que es un ejemplo de esa tendencia. Fue una escuela fundada, en parte, por Cornelius Vanderbilt, uno de los barones ladrones. Jenkins vivió en una época en que los estudiantes fueron animados a respetar y seguir el ejemplo de Vanderbilt, de Rockefeller, de Carnegie, de J. P. Morgan. Por 1900 estos barones ladrones ya habían repartido su riqueza.

Jenkins siempre tuvo esa idea, por lo que cuando en los años cincuenta creó la Fundación Jenkins estaba cumpliendo con una expectativa: implantar su forma de pensar cuando era muy joven. Por lo tanto a mi juicio es incorrecto decir que Jenkins decidió donar su fortuna para limpiar su imagen, la cual le valía madres.

Por supuesto la filantropía es un tema complejo; no creo que nadie done su dinero por un solo motivo sino siempre hay una convergencia de motivos. Para él fue esa ideología y también una conciencia culpable por no haber cumplido sus promesas a su esposa Mary, como la de que, una vez hecha su fortuna, iban a regresar a Estados Unidos, lo que nunca hizo. También, quizá en una manera más cortoplacista, el poder sostener y respaldar a políticos a la derecha del PRI, como Rafael Ávila Camacho, quien recibió apoyos a su plan de gobierno en el estado de Puebla.

Pero la ética protestante del trabajo también dice que hay que trabajar y que la generación de la riqueza es algo moralmente bueno. Entonces él vino a México con este incentivo y también con el de haber sentido el rechazo de su familia política, la que le vio como un arribista, un tipo de clase modesta que no merecía estar en una relación con Mary, que era bisnieta de unos hacendados muy ricos de Tennessee, que tenían esclavos y plantaciones. Entonces vino con el enorme deseo de probarse a sí mismo y a su familia política que podía generar la suficiente riqueza que le pudiera dar a Mary la forma de vida lujosa que, según él, ella merecía por ser una reina.

Entonces hubo una combinación de factores que le motivaron en la vida.

 

AR: Lázaro Cárdenas llegó a decir en los años sesenta que Jenkins era una reliquia del pasado. Vale la pena recordar que llegó al país antes de la Revolución mexicana, y durante ésta hizo gran fortuna con su bonetería La Corona, que fue un gran éxito pese al conflicto armado y que le permitió hacer su millón de dólares. Entonces parece que por allí no pasó la Revolución y le fue muy bien.

AP: Lo que marcó las primeras décadas de la vida empresarial de Jenkins en Puebla, desde la última década del Porfiriato hasta principios de los años cuarenta, fue el emprendedurismo. Fue el primero en importar máquinas de coser para la fabricación de medias y calcetines, un sector que producía a mano en la mayoría de las fábricas en el México de entonces. Él fue de los primeros en el país y en Puebla en importar máquinas, lo que le ayudó a obtener una posición dominante en ese sector.

Luego, en los años veinte, junto con su gran agrónomo, el español Manuel Pérez, logró no sólo resucitar el ingenio de Atencingo y sus terrenos sino obtener economías de escala por aunar otras haciendas al mismo sistema y experimentar diferentes tipos de azúcar llevados de distintos países y hacer grandes obras de riego. A pesar de que gozó de una protección política, el éxito de Atencingo se explica en gran parte por obras innovadoras en el cultivo y el proceso del azúcar. Luego, a inicios de los años cuarenta, cuando entró en la industria del cine, él y sus manos derechas (Manuel Espinosa y Gabriel Alarcón) estaba innovando en ella; pero a partir de esos años, cuando Jenkins ya tenía más de 60 años de edad, se notó cada vez más una visión menos emprendedora y más rentista: cada vez dependía más de sus relaciones políticas para mantener sus márgenes de utilidad.

Te doy el ejemplo concreto de las fábricas de Atlixco, El León y La Concha: a principios de los años cincuenta Jenkins llegó a un arreglo con el entonces gobernador de Puebla, Carlos Betancourt, para que esas fábricas pudieran quedarse técnicamente en la bancarrota y obtener permiso para despedir a quien quisiera y así mantener márgenes de utilidad en vez de invertir en nuevas máquinas. Él tenía el dinero para seguir invirtiendo y seguir innovando, pero decidió escoger el camino más fácil para perpetuar sus ganancias.

Eso es como una metáfora para lo que pasa en la economía mexicana con muchos innovadores: siempre los ha habido, pero lo que tiende a pasar en el largo plazo es que los hijos o los nietos de la familia dependen cada vez más de relaciones políticas y menos de la innovación. Se nota esa tendencia también en la familia de Emilio Azcárraga Vidaurreta, quien fue un gran innovador, mientras que Milmo innovó algo pero también dependió mucho de las relaciones políticas que protegían su monopolio. Se nota eso en otras familias de la industria textil en Puebla. Se puede decir que es la maldición o el hechizo de la economía mexicana: que esta tradición tan marcada de relaciones de apoyo mutuo, de conveniencia entre elites políticas y empresariales tiende a socavar los instintos emprendedores a largo plazo.

Es muy difícil para los innovadores lograr penetrar en sectores ya establecidos, porque los grandes, con la complicidad de los políticos, tienden a poner barreras que dificultan la entrada de nuevos emprendedores en un sector establecido. Las ocasiones en que éstos han podido entrar han tendido a ser épocas de gran disturbio, como en la década de la Revolución mexicana, cuando no sólo Jenkins sino varios libaneses y otros inmigrantes aprovecharon el caos para avanzar. De nuevo lo notamos en los años ochenta, cuando Carlos Slim se aprovechó del caos de esa década para comprar barato y, utilizando su visión empresarial, revivir varias empresas caídas en malos tiempos.

A veces suceden esas épocas, que son propicias para el emprendedurismo, pero son contadas. Por lo tanto, lo que tiende a persistir en México es el dominio de unas cuantas familias bien conectadas y cada vez menos emprendedoras.

 

AR: En el libro se pueden apreciar algunos cambios de Jenkins: cuando fue cónsul casi fue fusilado, y después vino su secuestro. Dejó de ser cónsul y, por decirlo así, se independizó de Estados Unidos y se centró en sus relaciones mexicanas. ¿Por qué y cómo fue este cambio? Uno podría pensar que iba a tener un apoyo de su gobierno, pero terminó por tejer y depender casi únicamente de sus vínculos mexicanos.

AP: Pienso que en parte fue por su propia personalidad. Era una persona que, dado su origen en Tennessee y de una familia modesta, siempre resentía a la gente de una élite establecida. Cuando vino a México no se asoció mucho con la élite local norteamericana; a finales del Porfiriato miles de estadounidenses vivían en México, pero la mayoría de los ricos vivían en la capital, y Jenkins guardó su distancia.

También fue una cuestión de geografía: él se radicó en Puebla, donde la comunidad norteamericana era muy pequeña. Entonces tuvo que depender más de relaciones con mexicanos, y felizmente se vinculó con algunos, a quienes escogió cuidadosamente: no le cayó nada bien la vieja guardia mexicana porque la encontraba igual de esnob que las élites locales en Tennessee.

Otro factor en cuanto a su relación con el cuerpo diplomático norteamericano es que hubo roces personales entre él y varios de los embajadores. El diplomático más importante de esa época fue Josephus Daniels, quien estuvo hasta principios de los años cuarenta y que era de centro izquierda, demócrata, mientras que Jenkins era de la derecha. Daniels se hizo muy amigo de Cárdenas, y éste despreció mucho a Jenkins, lo que afectó mucho la imagen que de este tenía el embajador.

También vio que las relaciones políticas que más le convenían eran las cercanas, como el gobernador de Puebla, luego el arzobispo y después el jefe militar, así como los caciques locales en el suroeste del estado, en los terrenos del azúcar. Esas eran las relaciones que más le servían.

 

AR: ¿Qué aprendió Jenkins de sus experiencias mexicanas? Algunas fueron traumáticas, como el intento de fusilamiento por parte de los carrancistas, estuvo en un par de ocasiones en la cárcel, padeció el escándalo de su secuestro —que algunos tildaron de autosecuestro—, le expropiaron las tierras de Atencingo y parte de los cines que tuvo. Parecen vivencias que bastaban para irse del país.

AP: Las experiencias de la Revolución con el pelotón de fusilamiento, el secuestro y posiblemente otros enfrentamientos y espantos de los que no tenemos evidencias, hablan en parte de su valentía: se le puede criticar por muchas cosas pero era un hombre valiente. Creo que él vio esos episodios como algo quizá inevitable porque estaba viviendo en una guerra, pero lo que lo motivó a seguir en México, a continuar invirtiendo y prestando fue la enorme oportunidad que representó la Revolución, durante la cual quintuplicó su fortuna.

Entonces las oportunidades eran tan atractivas para él que pudo aguantar esos episodios incómodos. Creo que era un tipo algo necio, obstinado, el tipo de persona que no le temía a nadie y no iba a ser detenido porque alguien le dijera que alguna cosa no se podía hacer. Considero que tuvo un fuerte sentido de su propio destino, que iba a ser un hombre exitoso; de nuevo podemos referirnos a la ética protestante del trabajo: el que trabaja fuerte, duro y tiene el talento, va a lograr grandes cosas.

Hay que recordar que la mayoría de los barones ladrones no nacieron en sábanas de seda: eran de clase modesta, como Rockefeller, Carnegie dejó su casa a los 14 años en Escocia y emigró a Estados Unidos. Y aunque Morgan fue un caso distinto, la mayoría de los barones ladrones habían escalado las jerarquías socioeconómicas, y creo que él tenía una visión de sí mismo muy parecida. Para él los episodios incómodos eran retos para sobrevivir o para vencer.

 

AR: En Puebla le tocó vivir una época particularmente violenta en los años veinte: los sindicatos, la lucha agraria, elecciones, etcétera. ¿Cómo se sirvió Jenkins de la violencia para consolidar su poder económico? En el libro se habla de varios asesinatos, aunque no queda tan claro que haya estado tan directamente ligado con ellos.

AP: Es muy notable en una carta que cito: después de su experiencia frente al pelotón de fusilamiento, lo que él sacó de la Revolución es que México es un país violento, los indígenas especialmente, y entonces la manera de proceder era equiparse para enfrentar la violencia, armar a sus propios empleados porque la ley formal no existía o era muy arbitraria. No se podía depender de las instituciones y tuvo que crear sus propias redes de protección.

Una vez un nieto de Jenkins me dijo: “Atencingo fue como the Wild West”. Todo mundo andaba armado, y los enfrentamientos que hubo no sólo involucraron a la gente de Jenkins frente a los agraristas sino peleas entre éstos, que seguían a distintos caciques; también disputas entre sindicatos de la CROM y la CROC, y otras que tenían sus raíces en controversias y resentimientos locales.

Cuando fui a Atencingo a entrevistar a los que habían trabajado en el ingenio en la época de Jenkins, llevé unas notas conmigo sobre distintas personas que habían sido asesinadas, y resultó que por lo menos en par de casos no debían nada a cuestiones políticas o al rol de Jenkins o de su mayordomo Manuel Pérez sino a asuntos de faldas.

Pero en ese ambiente la presencia de Jenkins fue tan dominante que era muy fácil que los cronistas pusieran toda la violencia a su cuenta. Yo creo que sí, que empleó la fuerza de las armas para proteger sus terrenos; incluso considero que le dio mucha libertad de operación a Manuel Pérez. Pienso que en términos de su visión ética, dar rienda a Pérez fue una forma de darse a él mismo un sentido de libertad ética, libre de cualquier conciencia culpable. Primero su justificación era que los mexicanos eran gente violenta, y que siempre se iban a matar unos a otros. El segundo aspecto es que a Pérez le dio permiso de tratar con los agraristas de la manera en que éste creyera más conveniente.

En la historia, y no sólo de México, ha habido gente blanca que ha controlado grandes extensiones de tierra trabajadas por indígenas o negros, y que ha intentado separarse de cualquier sentido de culpabilidad. Por eso es que la figura del mayordomo es tan importante: no sólo fue el gerente sino que funcionó como una especie de barrera moral entre el dueño y su fuerza laboral. Entonces el dueño podía seguir libre de cualquier sentido de culpa porque el mayordomo era el responsable de manera directa de controlar la mano de obra y ejercer la violencia cuando, a su juicio, fuera necesaria.

Así el dueño podía llegar a la hacienda y tratar de forma directa con sus empleados como si fuera noble y ético, que daba las gracias, la bendición en bodas y bautizos, que se podía preservar en su círculo con sus buenas costumbres.

Entonces la culpabilidad de Jenkins en cuanto a la violencia en Atencingo existió pero fue indirecta: permitió que su mano derecha en ese entonces, Manuel Pérez, la ejerciera, pero él no quería saber de ella.

Esa es mi deducción porque no tenemos sus agendas y hay muy pocas cartas que sobreviven de esa época.

Otro aspecto que le dio un sentido justificado por su manera de comportarse como dueño de Atencingo fue la cuestión de los donativos que hacía. Seguramente pensó: “Mientras doy empleo, utilizo parte de lo que gano para la construcción de escuelas, pago días feriados y festejos religiosos como el Día de Guadalupe, etcétera, estoy cumpliendo con mi deber. Si hay derramamiento de sangre en los cañaverales, seguramente es algo inevitable que va a suceder porque así son los indígenas en México, gente que se pelea entre sí y a veces no reconocen el beneficio que yo, como capitalista, les estoy dando”.

 

AR: Es interesante la combinación de los dos aspectos: sí fue un empresario innovador, dio empleos, hizo mucho por la beneficencia pública (patrocinó la construcción de escuelas y hospitales) mediante su Fundación, hasta más allá de su muerte. Esa es su leyenda blanca, como dice al final, mientras que la negra es la de la corrupción, como su inversión en campañas electorales, la ilegalidad en la compra de terrenos cerca de la frontera, la evasión fiscal (llega usted a llamarlo “evasor serial”). ¿Cómo combinaba Jenkins esas dos facetas, que uno puede ver contradictorias?

AP: El comportamiento filantrópico se relaciona con lo que decía apenas sobre la manera en que los empresarios han tendido a ver a sus empleados. Yo recuerdo, por ejemplo, que cuando investigaba al Tigre Azcárraga entrevisté a una guionista de telenovelas, Yolanda Vargas Dulché, cuyo esposo había sido encarcelado por evasión de impuestos. Fue uno de varios empresarios encarcelados en el gobierno de Carlos Salinas como una muestra de que ya no estábamos viviendo en tiempos de impunidad. Ella me indicó que no entendían, que no fue justo que lo encarcelaran porque en su hacienda habían construido 37 casas para sus empleados. Esta actitud de las elites, que data de la época de Jenkins y aun antes, aún está vigente hoy; como que ellas saben mejor lo que es un buen uso de su dinero y, por ello, deben formar sus propias reglas. Si no le pagan bien a sus empleados, si no les dan seguro social o no pagan sus impuestos, no importa; lo que sí importa es que ellas saben mejor cómo manejar la cuestión del dinero, mientras que los pobres no saben gastar bien porque se emborrachan o gastan su sueldo en frivolidades.

Es una arrogancia elitista muy arraigada en este país, y Jenkins fue uno de varios en ese sentido; su forma de pensar era muy común para su época, que aún está con nosotros.

Cómo conciliar la filantropía con la explotación es parte de la misma mentalidad, aunque hay una distinción con Jenkins: su obra filantrópica son dos asuntos: primero, no hacía alarde de ella. Se ausentó de la inauguración de muchas obras que había financiado, lo que delegó en un empleado, una hija o un miembro del patronato de la Fundación Jenkins.

Esta manera de practicar la filantropía es muy distinta de la de, por ejemplo, Manuel Espinosa Iglesias, quien siempre quiso estar presente, recibir los aplausos y dar un discurso.

Yo creo que la tendencia filantrópica en México oscila entre esos dos extremos, pero hay pocos que, como Jenkins, nunca quieren salir en pantalla.

Otra tema fue la forma de establecer la Fundación: él fue el primero en México en establecer una según el modelo sajón, que data desde la Inglaterra del siglo XVII. Así estableció una cuyo propósito era invertir en actividades rentables y usar las utilidades para hacer los donativos, modelo muy distinto al típico entonces en México, que era establecerla para repartir la riqueza en unos pocos años.

Lo interesante del modelo que introdujo Jenkins en 1954 es que los demás filántropos mexicanos lo siguieron y hoy es el modelo dominante en el país.

 

AR: Sobre la Fundación señala que tenía un papel secundario: ser un mecanismo político aliado al PRI. Habla de que había dos grupos en el PRI: el del proyecto alemanista y el del general Cárdenas. Por supuesto, Jenkins apoyaba al alemanismo, y la Fundación apoyó a las universidades en contra de la UNAM y de la BUAP (la de las Américas, por ejemplo). Entonces ¿cuál fue el papel político que desempeñó Jenkins? Vemos que intervino incluso en la vida interna del PRI, financiaba campañas electorales, tenía amigos como los presidentes Ávila Camacho y Alemán.

AP: Su papel político fue apoyar a los políticos a favor de la empresa. Se notó que desde finales de la Revolución, concretamente desde 1920 —aunque sospecho que aun antes él daba subsidios a los gobiernos de Puebla— dio donativos de campaña a los políticos de la derecha, a los que iban a favorecer a los industriales en vez de los agraristas o los sindicalistas.

Él hizo donativos desde la época de la Revolución, pero la cantidad de dinero que daba aumentó notablemente a partir de mediados de los cuarenta, cuando murió su esposa. En esa época el PRI ya estaba muy bien arraigado, era el partido dominante. Entonces el motivo de sus obras filantrópicas —aunque siguió apoyando a políticos de la derecha, como Rafael Ávila Camacho—, era más que nada el sentido de la ética protestante del trabajo, que dice que cuando repartes tu dinero la prioridad debe ser la educación. Él apoyó la educación pública, principalmente, aunque también al Colegio Americano de Puebla, fundado por su hermana. La gran mayoría de las instituciones que recibieron el apoyo financiero de Jenkins a partir de principios de los años cincuenta fueron escuelas públicas, así como centros deportivos dirigidos a gente de clase media.

Cuando murió Jenkins y Espinosa Iglesias tomó el timón de la Fundación, inicialmente siguió con el mismo modelo: dio mucho dinero a la BUAP para la construcción de su ciudad universitaria, pero a partir de 1967 apoyó cada vez más a la educación privada.

Allí entramos a una cuestión abiertamente política, porque se vivía en la época de la Guerra Fría “calentada”; sé que es un oxímoron pero, a partir de la Revolución cubana, los campus de México se convirtieron en campos de batalla entre estudiantes de la izquierda y de la derecha, cada vez más polarizados. Resulta que en la BUAP fueron los izquierdistas quienes tenían ascendencia y lograron controlarla; la respuesta de Espinosa Iglesias (y no fue el único en la iniciativa privada) fue apoyar directamente y con más recursos la educación privada, una apuesta para que universidades como las de las Américas y la Anáhuac pudieran funcionar como contrapeso a las públicas, que eran abiertamente de izquierda.

Entonces se quiso cultivar una educación de derecha, que produjera los empresarios del futuro. Esta es la filosofía que ha predominado en la Fundación Jenkins desde entonces.

Es una visión muy distinta de la de Jenkins, porque cuando él estableció la Fundación puso una cláusula: en 1954 dijo que su dinero debería ser canalizado principalmente al estado de Puebla (no dice exclusivamente) y a los más necesitados. Entonces yo creo que a Jenkins no le gustaría tanto cómo se ha manejado su dinero en los últimos 50 años.

En algunas cosas estaría feliz, creo yo: ver que hay cuatro centros deportivos, los clubes Alfa, en Puebla, apoyados por la Fundación Jenkins. Pero el apoyo a la educación pública ha sido escaso en los últimos 50 años.

 

AR: ¿Por qué Jenkins amó a México hasta el grado de dejar a su familia? Su esposa, Mary, el gran amor de su vida, estuvo en Estados Unidos y murió allá sin que él regresara a su casa de Los Ángeles; no vio las bodas de sus hijas, y trajo los restos de su esposa a Puebla, y los suyos propios también reposan acá.

AP: Creo que amaba mucho a México porque significó para él una tierra de oportunidades. Desde su llegada y hasta sus últimos días encontró actividades en las que podía invertir, como en el campo. Le gustaba considerarse un granjero, más que nada un agricultor, a lo que dedicó gran parte de su vida a partir de 1920. Vendió Atencingo en 1946, y de allí fueron 26 años de trabajo muy dedicados al campo, a cultivar el azúcar. Y en los años que le quedaron siguió cultivando caña, melón y jitomate en varias partes de Puebla en terrenos menores, lo que siguió siendo su pasión.

Luego, a finales de los años cincuenta empezó una nueva aventura en Michoacán, en tierra caliente: el cultivo de algodón y melón. Le encantaba cultivar. Entonces en parte es eso: la oportunidad que le dieron Puebla y México.

Creo que le gustó mucho también estar en una situación en donde podía cultivar a otros, fomentar, educar y respaldar a los que mostraban talento. En ese sentido fue muy demócrata: sí dio dinero a los hijos de sus amigos de la élite de Puebla para que fundaran sus negocios, pero también aportó dinero a gente de procedencia humilde del Valle de Matamoros.

Creo que esto es lo más importante. También le encantó Acapulco en los años cuarenta y cincuenta, y le encantó estar en el campo, con el sol en su espalda, sentir el suelo bajo sus botas y ver crecer los cultivos.

En cuanto al pueblo mexicano, hizo algunas amistades fuertes, pero no muchas. Sintió que México le había dado chance de probarse en la vida, de cumplir con los talentos con los que nació.

Esto es inferencia porque Jenkins no dejó mucho escrito en las últimas décadas de su vida. Lo que sobrevive son cartas que hacía a su familia: escribía con cinco copias, y las mandaba a distintas hijas y familias en distintos lugares. En esas cartas lo que más se nota es su placer.

Estamos hablando de cartas que empezó a escribir a finales de los años cuarenta y hasta finales de 1963, cuando murió. Casi no habla del cine; de lo que más hablaba era de sus proyectos agrícolas, de los cultivos de melón, caña y algodón en Michoacán. El segundo tema más común eran sus viajes de pesca en Acapulco.

Entonces, aunque dedicaba más tiempo a cuestiones financieras, lo que le gustaba describir eran sus momentos en el campo y en el mar. También habla algo de la mujer que trabajó más con él, Amelia García, Mía, quien fue su cocinera (decían las malas lenguas que eran amantes, pero creo que era una broma, más que nada). Ella era indígena, chaparrita, gordita, con una cara linda, y quizá fue su mejor amiga, más después de la muerte de Mary porque la llevaba por todos lados. Eso es una cosa fascinante de Jenkins porque ella lo acompañaba, comían en la misma mesa y él no se portaba como un típico elitista mexicano en ese sentido.

En cuanto a su trato con gente de otra clase social y de otra tez, fue muy demócrata, muy sencillo.

Eran misterios en la vida de Jenkins; lo que realmente sentía sobre México es algo que debemos inferir porque no lo dice textualmente, pero por la manera en que él le dio su tiempo y lo que dicen sus cartas, expresa esa tendencia sajona de no hablar mucho de sus sentimientos.

 

AR: Aunque él fue una de las víctimas de la gringofobia.

AP: El tema principal es la gringofobia. Yo diría que la cuestión de la persistencia de relaciones tan cómodas entre élites políticas y empresariales es un asunto, y otro es la persistencia de sentimientos muy encontrados entre la población mexicana y los estadounidenses. Yo indico varias veces las ocasiones en que en momentos de cierta sospecha colectiva sobre Estados Unidos, Jenkins entró al discurso político como una herramienta retórica para dar ejemplo de las maniobras maquiavélicas y explotadoras de los norteamericanos.

Pero esa gringofobia ha alternado con una gringofilia en este país, como en momentos en que ciertos presidentes (Obregón, que siguió a Carranza, es un ejemplo) han proyectado una política de puertas más abiertas a Estados Unidos, sobre todo en plan retórico.

Yo digo al final del libro que la gringofobia ha tendido a disminuir en décadas recientes, sobre todo desde mediados de los noventa, porque muchos millones de mexicanos ha ido a Estados Unidos y han conocido al Tío Sam, y han visto que no es el gran Satanás.

Los politólogos que manejan el estudio de encuestas públicas han notado que en las últimas dos décadas la percepción de Estados Unidos ha tenido sus altibajos, positivos bajo Obama y negativos bajo Bush. En el año 2006, según un estudio del CIDE, un 46 por ciento de los mexicanos tuvieron una impresión negativa de Estados Unidos; 10 años después, según Latinobarómetro, esa percepción negativa ha caído al 15 por ciento.

Entonces, aunque la gringofobia ha disminuido, hay cierta cantidad de la población mexicana, hasta la mitad —lo que depende de quién está en la Casa Blanca y de cómo es la política exterior de Estados Unidos—, que está dispuesta a sospechar y tener opiniones negativas hacia ese país. Esa tendencia puede ser manipulada: hubo intentos de hacerlo durante los debates sobre el Tratado de Libre Comercio y de nuevo ahora que Donald Trump está en la Casa Blanca.

Aunque no menciono textualmente a Trump en mi libro, sí digo que en un futuro es posible que algún político populista en México aproveche la persistencia de un cierto grado de gringofobia para hacer política, para hacer declaraciones que animan a la gente con fines de fortalecer sus propias bases, lo que es posible que vuelva a suceder en las elecciones de 2018.

 

*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 197, abril de 2017.