domingo, enero 17, 2016

El laboratorio literario. Entrevista con Jorge F. Hernández


El laboratorio literario
Entrevista con Jorge F. Hernández*
Ariel Ruiz Mondragón
Desde el año 2000 hasta el 2014 la columna “Agua de azar”, de Jorge F. Hernández (Ciudad de México, 1962), apareció los jueves en las páginas de Milenio Diario. Durante esos años, como comenta el propio autor, sólo faltó en cuatro ocasiones “por razones de verdaderas causas mayores”.
Actualmente ese espacio se encuentra un interregno, ya que el autor decidió tomarse un descanso. Para aliviar tal carencia, ahora Hernández presenta el libro Solsticio de infarto (Almadía, 2015), en el que reúne 73 de los textos que publicó en su columna entre julio de 2010 y septiembre de 2012.
Otro buen motivo para esta recopilación es el recuerdo del solsticio del corazón que el autor sufrió el 13 de junio de 2011, “un infarto mayúsculo del que me salvé de milagro”, según escribe el propio Hernández.
Sobre ese volumen Etcétera conversó con Hernández, quien realizó estudios de doctorado en Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, en el Instituto Tecnológico Autónomo de México y en la Universidad Anáhuac. Autor de más de 25 libros, ha desempeñado diversos cargos en el Fondo de Cultura Económica. Ha colaborado en diversos medios, como Milenio, Reforma, El País, Vuelta, Estudios, Artes de México y Letras Libres. También ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y ganador de premios como el Nacional de Historia Regional Banamex Anastasio G. Saravia y el Nacional de Cuento Efrén Hernández.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar un libro como el suyo?, ¿por qué recopilar estos textos que publicó en Milenio Diario entre 2010 y 2012?
Jorge F. Hernández (JFH): Eso era cada ocho días: los jueves no son jueves sin “Agua de azar”. La idea fue no la vanidad sino que hay algunos textos que no merecen convertirse en papel amarillo. Normalmente cuando uno escribe en periódicos estos se convierten en un tapete para educar perros o un móvil para envolver aguacate o vasos cuando tienes una mudanza. Pero lo que escribimos los que hacemos o intentamos hacer literatura en la prensa es muy distinto a lo que hace un reportero, y no necesariamente son crónicas. Es lo que Juan Villoro llama “literatura con prisa”.
Entonces, por ejemplo, recuerdo la manera en que yo me despedí de Eliseo Alberto, Lichi, mi hermano mayor. Yo decía: “Eso tiene que quedar en un libro”. Yo sé que hubo gente que recortó ese texto, que se llama “Tu eternidad”, e incluso ya me tocó ver a un loquito que lo enmarcó.

AR: En aquellos días últimos de Eliseo Alberto usted le dedicó tres textos.
JFH: Sí, porque además yo me tomé el atrevimiento, a petición de Eliseo y de acuerdo con instrucciones de Carlos Marín, de hacer por él la última columna de Lichi cuando ya estaba hospitalizado.
Pero también destaco el prólogo, que es un texto que publicó Juan Villoro en Reforma, que es un texto bellísimo…

AR: Un obituario suyo, inconcluso, por supuesto…
JFH: Sin fecha de defunción, y que ahora ya quedó como prólogo.
Lo que le dan los libros a ciertos párrafos es intemporalidad, y yo creo que por eso valía la pena antologar “Agua de azar”.
Además, yo tenía muchas ganas, como muchos escritores, de publicar en Almadía, que ahora ya es también mi casa, y de que me diseñara Alejandro Magallanes, porque lo admiro profundamente. Yo siempre cargo una libreta y siempre ando haciendo dibujitos, y lo que fue una travesura inesperada fue que Magallanes agarró una de mis libretas, escaneó los dibujos y los publicó.
Esa es la historia: por eso existe el libro.

AR: Empezó a publicar “Agua de azar” en Milenio Diario desde el 2000, y duró 14 años. Usted venía de la historia académica y de la literatura. ¿Por qué tener una columna en un periódico?, ¿cómo ha mezclado la historia, la literatura y el periodismo?
JFH: De chamaco había leído a Adolfo Bioy Casares, que decía que el mejor medio para soltar la pluma era tener una columna en un periódico, y más si te dan libertad de publicar algún cuento o hacer un comentario sin censuras sobre un partido de futbol, acerca de una modelo o de una diva de la ópera.
La primera columna que tuve fue “Espejo de historias”, en Reforma. La antología de esa columna la hizo Carlos Monsiváis, quien quedó de entregar el prólogo y nunca lo hizo. Hasta la fecha lo sigo esperando; a ver si entre los pinches papeles que dejó con los gatos aparece ese texto.
En esa columna presentaba historias apócrifas de historiadores inexistentes. Era una manera de desahogarme, como historiador, de los historiadores que me caían mal y burlarme un poco de la historiografía, pero no metía mucha literatura en el tema.
Luego, cuando se fundó Milenio, me invitaron, de lo que me sentía y me siento muy honrado hasta la fecha. Mi primer entusiasmo al respecto se debe a que cuando yo estudiaba en España conocí a Milenio como revista y guardé muchos ejemplares. Era una manera de estar cerca de México. Esto fue antes del internet; apenas empezaba este desmadre. Antes, acuérdate del síndrome del Jamaicón: te da por extrañar hasta los pinches tacos de suadero.
Cuando se fundó el periódico y me ofrecieron el espacio entramos dos Hernández: Francisco y yo. Una primera antología de mis textos, publicada por Trilce, se llama Escribo a ciegas, y se hizo con un prólogo de Antonio Muñoz Molina.
De esta nueva etapa, tras el infarto que sufrí, lo que noto es que creo que agarré más callo; por ejemplo, le atiné mejor a la duración de las crónicas, aunque de vez en cuando yo tenía problemas de pasarme de caracteres porque yo más bien transcribo, porque, en realidad, las “Aguas de azar” están a mano. A lo largo de los años lo que descubrí fue que me volví muy ducho en medir las sobremesas. Yo ya me doy cuenta si cuando alguien me está contando algo se está pasando de tiempo, y entonces digo: “Eso ya no es una columna, eso ya es un chisme, cabrón. Ya mejor hazlo cuento”. Si la queja es muy largototota, eso ya es un novelón.
Entonces es un laboratorio, en el que yo pude, más o menos, poner en orden la profesión de historiador con la vocación de escritor. Pero, sobre todo, soy lector: a mí lo que me gusta es leer. Entonces ha sido tener una pequeña ventanita para decirle a alguien “esto es lo que estoy leyendo”. Casi siempre para bien; rara vez digo “estoy leyendo esto, es una mierda y el autor es un pendejo”. Yo no escribo para eso; mejor escribo para elogiar, para tener gratitud en todo el sentido de la palabra.
Concretamente, la respuesta a la pregunta de cómo le hago es: pues por azar.

AR: Para su ejercicio periodístico me llamaron la atención dos referencias fundamentales que hace en el libro: primero, Montaigne, quien, como dice Hazlitt, fue “el primero que tuvo el valor de firmar como autor lo que pensaba y sentía como hombre”. Segundo, Benito Pérez Galdós, y recuerda que usted “soñaba todavía algún día con una columna periodística llamada ‘Agua de azar’ e intentar combinar la locura de las novelas y cuentos con el oficio semanal de ciertas crónicas, emulando con idolatría a Galdós”. ¿Qué le dieron estos dos autores para su ejercicio periodístico?
JFH: Uff, todavía me dan. Yo soy montaignista gracias a Adolfo Castañón…
AR: Y a Julián Meza…
JFH: Y a Julián Meza, quien fue mi maestro y amigo.
Fíjate, yo no daba crédito a que un cuate escribiera encuerado en una torre redonda y que mandó poner frases célebres donde le pegara la gana. En Montaigne hay un ensayo muy serio que tiene que ver con política o con la organización social, y luego se le ocurrió escribir sobre el dedo pulgar porque es en lo que estaba pensando ese día. Eso lo heredó Chesterton, por ejemplo: cuando a él se le ocurrió publicar en periódicos ingleses fue como un “denme chance de escribir: a veces tengo ganas de hacerlo sobre una vieja, y otras veces sobre la religión, pero también hay días en que el tren se retrasa y eso es imperdonable y quiero quejarme de los ferrocarriles”.
Eso, que se llama ensayo, según Juan José Arreola viene de probar la comida: a los monarcas se les ensayaba la comida para que no estuviera envenenada. Pero también parece ser que essai en francés viene de calar lo hondo de un río. También eso significa Mark Twain, quien se llamaba Samuel Langhorne Clemens; era la marca de agua que se ponía en el Misisipi para decirle al barco “no te acerques aquí porque aquí sí te atoras y vas a fondear”. Y yo cada ocho días tenía oportunidad de fondear.
En el caso de Galdós, yo viví en Madrid —y lo vivo todavía todas las madrugadas—, en un barrio donde vivió don Benito, que es el de Argüelles. Cuando yo llegué a España me propuse leer El Quijote cada año, y leer todo Galdós. ¿Cómo lo logré? Yo había publicado un cuento en El Semanario Cultural, suplemento del periódico Novedades, con Pepe de la Colina. Éste, muy tramposamente, un día me dijo: “Para el próximo jueves necesito que leas Miau”. Fui para ver si mi abuelo tenía ese libro. No me fue fácil conseguirlo, y entonces lo leí, pero no me acordé si Pepe me dijo que hiciera una reseña o qué. Entonces llegué el jueves y le dije: “Ya lo leí”. Me contestó: “Ahora, en lugar de una semana, en dos semanas procura leer Fortunata y Jacinta”. Lo cumplí. Mientras tanto, le entregué un cuento mío que no publicaba y no publicaba, y cada que le preguntaba, me decía: “Pérate, ahora vamos a empezar con los Episodios nacionales”. Y un día mi papá me dijo: “¿Por qué estás leyendo a Galdós?”, y le respondí: “Es que Pepe de la Colina me lo está encargue y encargue, a veces para ocho días y a veces para quince”. Cuando pasaron creo que 58 semanas, más de un año, no publicaba mi cuento, y entonces le dije: “Ya acabé todo Galdós”. Me dijo: “¿Qué tal?”, “¿Como que qué tal?”, “Sí, ¿qué te pareció?”, “Pues una maravilla, me fascinó. ¿Qué hago con eso?”. “Nada; el chiste era que lo leyeras. Por cierto, tu cuento se publica el domingo”.
O sea, fue como un pasaporte. Y lo que heredé es que hay distintas temperaturas para la ficción, para la novela, para la historia, la historiografía y para la columna. No puedes retacarle de citas un texto a un lector de periódico…
AR: Ni citas al cuadrado.
JFH: Ni citas al cuadrado, como decía el ratero este.

AR: Quiero referir otra vertiente clásica del libro: usted hace una lectura anual de El Quijote. En algunos textos lo recupera para, por ejemplo, hablar del enfrentamiento entre las letras y las armas, de las lecciones de gobierno que el Quijote da a Sancho Panza sobre cómo gobernar la Ínsula Barataria. ¿Qué le puede decir El Quijote a un lector de periódico?
JFH: Yo empecé a hacer la lectura anual porque, en el primer año que yo hacía el doctorado en Madrid, Carlos Fuentes fue a visitar España y tuve una conversación con él. Me preguntó cómo iba mi doctorado, y le contesté: “Va bien, pero yo lo que me propuse es leer por lo menos El Quijote. Porque yo vengo de Guanajuato, de una familia en la que todos han intentado leerlo y nadie lo ha leído en realidad. La mayoría de mis primos, cuando hablan de El Quijote hablan de la película de Cantinflas, y luego dicen escenas que no están en el libro sino que salen en la película”.
Eso le dio mucha risa, y me dijo: “Pues yo lo leo cada año. Te reto a que tú lo hagas”. Le dije: “Órale”, y he cumplido mi palabra. Pero la idea no es original de él: eso lo hacía William Faulkner, quien lo leía en inglés cada año.
Evidentemente, lo que a mí me llamaba la atención hace 28 años es muy diferente a lo que me llama la atención ahora. En aquel entonces me quería comer el mundo a puños, y me llamaba mucho más la atención conquistar a Dulcinea, y ahora ya no estoy tan preocupado por conquistarla sino que estoy muy interesado en otros párrafos de la realidad.
Yo creo que El Quijote le diría hoy al lector de periódico, en primer lugar, todo eso que estamos viendo que parece cosa de encantamiento y que, como diría Bernal Díaz del Castillo, efectivamente es cosa de encantamiento. Es increíble que haya políticos analfabetas, empresarios abusadores que siguen azotando a inocentes, divas que creen que por su sola belleza merecen habitar un palacio blanco.
Pero también le diría, creo yo, que sí vale la pena tratar de derribar los gigantes aunque ya sabemos que son molinos. Hay años en que leo esa escena, y me da la impresión de que hay una parte de él en la saliva, que dice: “Pues a la mejor sí son molinos, porque nunca los había visto”. Como historiador tengo ese pequeño defecto: sí sé que cuando Flandes se volvió española, Felipe II mandó traer los molinos. Fueron la gran novedad. En el campo de Criptana todavía existen hay como 40 o 50 de ellos. Pero en aquel entonces, el que veía que los estaban instalando era Sancho, o los Sanchos, porque son gente que anda en la calle, en el campo, que trabaja. En cambio, un orate que siempre está encerrado en su torre, sobre todo leyendo, era muy poco probable que hubiera visto un molino.
Yo he hecho la ruta del Quijote tres veces, una vez en verano, lo cual es una pendejada porque son 40 o 42 grados de sol quemante, y además se me descompuso el aire acondicionado del pinche coche que me habían prestado. Iba con mis hijos, y el mayor de ellos dijo: “¿Te imaginas andar aquí con armadura?”. Respondí: “¡Uta, imagínate! Ya no digas en La Mancha: ponte la armadura con Cortés en Coatzacoalcos, que hasta los moscos penetraban la malla y cosían a mordidas a él y a sus hombres”.
Andas en esa peda, le metes un poco de vino tinto, y vas allí con un güey que ya engañaste diciéndole “acompáñame, cabrón, tú eres mi escudero”, y de pronto ves esa madre que nunca has visto. Entonces parecería que Alonso Quijano o el propio Cervantes le puede decir hoy al lector del periódico: “Pues sí es insólito, pero es real: Lagrimita quiere ser alcalde, Carmen Salinas va a ser diputada. Eso, que parecía que ya te lo sabías de memoria, pues resulta que es cierto: te están robando. Se cultiva amapola en Guerrero, un chingo; los 43 estaban metidos en un pedo (no todos, pero algunos de ellos estaban metidos en un pedo de eso), y por lógica parecería que el jefe del Ejecutivo va a ir a dar el pésame a los familiares, pero le va a echar la culpa al partido opositor que gobierna allí. Pero no: tomó el avión y se fue a la China”.
Entonces Cervantes diría hoy: la razón de la sinrazón que a mi razón acompaña.

AR: Para seguir por esta vertiente política, me atrajeron un par de artículos del libro: primero, el del canto de los esclavos de la ópera Nabucco, de Verdi, en una presentación en 2011 dirigida por Riccardo Muti, que entona el público en forma de protesta con un Berlusconi presente…
JFH: El video es conmovedor.


 AR: Y también el recuerdo que hace de Cicerón por sus discursos contra Marco Aurelio, lo que al final le costó la vida. ¿Cuál fue la intención de este par de textos?
JFH: El propósito del “Agua de azar” es tratar de hacer una coincidencia o una sincronicidad. En el caso del coro de esclavos, creo que fue la primera vez que menciono la URL o la dirección para que lo que tú leas lo puedas ver en YouTube. A lo mejor ese es el futuro del periodismo y de los libros: que estés leyendo y con tu iPhone veas el video de Mark Twain bailando tap. Entonces yo quería hacer un servicio a la comunidad, primero para que escucharan el coro de esclavos porque me encanta, y que en alguna época se discutió si iba a ser el himno de Italia.
También quería que en “Agua de azar” se reflejara lo importante que es que seamos conscientes de que no es lo mismo aumentar el precio de la leche que cerrar un teatro. Es dañino lo primero porque hay más niños que se van a quedar sin tomar leche, pero también es muy dañino que este país se quede sin museos. Es muy doloroso ver otro video que es el último concierto de la Orquesta Nacional de Grecia: 78 familias de músicos, más los técnicos, más los de cable y sonidistas, en total 150 familias que ese día se fueron al carajo, de los cuales la mitad se iban a dedicar a robar en la calle tras haber sido violinistas. Y todo el público llorando, cinco mil personas afuera de Radio Nacional de Grecia.
Entonces yo decía: “Ojo ¿en realidad a México le conviene que cierren las pirámides o que se las vendan a la Coca Cola?”.
En el caso del otro texto, el de Cicerón, yo creo que a veces el “Agua de azar” permite contagiar lecturas, y yo creo que Cicerón es poco leído. Y como ahora hay ediciones baratas, lo que yo quería hacer era: si tienen oportunidad, lean esto, porque parecería que le está hablando al político de hoy. Ojo: no se roba, no se miente, no se hace eso, haz esto, procura el bien. Por eso lo hice.

AR: En el libro está muy presente la muerte, como el solsticio del corazón. El de Juan Villoro es un obituario inconcluso, y por allí usted recuerda que hacía algunos obituarios para el Fondo de Cultura Económica…
JFH: Sí, le llaman “zopiloteo”…

AR: ¿Cómo le ha animado a escribir la muerte? Muchos textos son obituarios, textos sobre personas que acababan de morir, desde, por ejemplo, Armando Jiménez hasta Eliseo Alberto.
JFH: Para mí escribir es torear; entonces trato de torear en el centro del ruedo, lejos del callejón. Muchas cosas que yo toreo, que escribo, son párrafos que hago sin importarme qué haga el tendido, sin mirar al tendido. Eso me ha permitido ver que hay otros güeyes que escriben muy pegaditos a las tablas, muy despegaditos, y que siempre está su papá o Alfonso Reyes para hacerles un quite. Dentro del oficio, cuando ya estás metido en esta onda, de pronto llegas a reconocer cuando un güey se la juega y torea de a de veras o canta de verdad, o se enamora de Yoko valiéndole madre que está pinchísima. Este tipo de héroes no merecen quedar en el olvido: Lichi toreaba en el centro del Universo y se jugaba la vida; lloraba mucho porque le costaba un trabajo enorme digerir la nostalgia. Entonces yo decía: no vale la pena que se pierdan en la amnesia.
Armando Jiménez fue un verdadero minero, un gambusino del alma de México, del albur, de las pintas en los baños. Es de los autores más vendidos. Cuando se murió me dije: “Tengo que hacerle un homenaje, carajo”.
¿Por qué está tan presente la muerte? Pues cuando estás metido en esto de escribir e historiar, lo que tienes que superar cada jueves es el pavor de que se dé un jueves en el que ya no vas a publicar porque ya no estás.

AR: Para terminar: sobre su salud habla del solsticio en el que cayó su corazón. ¿Cómo cambió esto su escritura? Habla del cobijo que entonces le brindaron sus amigos. Me llamó la atención su comentario a un texto de Diane Ackerman, autora de Cien nombres del amor, sobre cómo ayudó a su esposo, víctima de un infarto cerebral, a recuperarse a través de las palabras. ¿Cómo fue su relación con la escritura después de aquel solsticio?
JFH: En mi caso, ya no dejo nada para mañana: aunque no duerma, pero el cuento que empecé y que quiero cuajar, lo debo terminar. Ya no soy tan huevón como antes. He traicionado la dieta, pero eso no tiene que ver con la escritura.
Respecto a la escritura, tengo más ollas al mismo tiempo en la mesa porque estoy haciendo una novela, un libro de cuentos y estoy terminando otro de ensayos.
Me volví mucho más consciente de que tengo que estar a la altura del afecto que me profesan las personas que me quieren, y tengo también que ser muy cuidadoso con la gente a la que le miento la madre: si me voy a enojar con los plagiarios es porque de verdad se lo merecen.
Entonces, como escritor trato de ser mejor en la medida en que también creo que con el infarto me volví mejor lector.
Creo que este es el primer libro donde siento que no es que me dé la alternativa Villoro sino que siento que ya no soy novillero sino que ya soy matador de toros. Ya no soy un jovencito. Tengo que ser muy responsable y, cuando vuelva a Milenio, estar muy consciente de que para mí es muy importante estar en ese periódico porque es estar con lectores cada jueves, pero no para chacotear sino porque esto va en serio. Y a ver qué pasa con eso.


*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 175, junio de 2015.

sábado, enero 02, 2016

Los creadores de la conciencia colectiva. Entrevista con Juan María Alponte

 Los creadores de la conciencia colectiva

Entrevista con Juan María Alponte*

Ariel Ruiz Mondragón

Hay personajes que han marcado el derrotero de la humanidad por mantener una noble y esforzada lucha en contra de la discriminación y por hacer universales derechos básicos del ser humano. Son protagonistas de historias que a la vez son trágicas y enaltecedoras, epopeyas en el prolongado combate para desbrozar de prejuicios el camino del ser humano. Sobre cuatro de esos liberadores (que no libertadores) versan los ensayos biográficos que Juan María Alponte ha reunido en su más reciente libro: Los liberadores de la conciencia. Lincoln, Gandhi, Luther King, Mandela (México, Aguilar, 2002), textos en los que podemos ver la enorme actualidad del pensamiento y la acción de esos hombres.
Sobre ese libro y el legado que nos han dejado esas cuatro figuras señeras de la lucha antidiscriminatoria mantuvimos una conversación con el autor, quien nació en España en 1934, de donde fue expulsado en 1962. Entonces se trasladó a México, país del que obtuvo la nacionalidad en 1976. Ha sido articulista de varios diarios mexicanos como La Jornada, Excélsior y El Universal, en los que se ha constituido como un referente esencial del periodismo mexicano. Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, es autor de más de 30 libros. Su extensa obra le ha valido recibir diversos premios, como el Internacional de la revista Mundo Hispánico y el Internacional Mercurio de Oro.

Ariel Ruiz (AR): ¿Qué lo motivó a escribir este libro?
Juan María Alponte (JMA): Primero pensé que era necesario hacer una distinción ontológica, filosófica, entre liberadores de la conciencia y libertadores, bajo la hipótesis de que prácticamente todos los libertadores han terminado en tiranos, en déspotas o en caudillos, que es peor.
Los cuatro que he elegido como liberadores de la conciencia constituyen una prueba fehaciente, real, de un trabajo hacia el pueblo para liberar su conciencia, para establecer nuevos cauces, nuevos derroteros que impliquen al pueblo en su propia liberación. No son ellos los libertadores sino la punta de lanza de la liberación de la conciencia.
Todos están estrechamente vinculados entre sí: Lincoln firmó la ley de liberación de los esclavos en un enorme compromiso político y moral, y su sucesor fue Martin Luther King. Los dos fueron asesinados.

AR: Allí podemos incluir a Gandhi.
JMA: Así es. Tres de los cuatro fueron asesinados. Nelson Mandela todavía vive y no sabemos que ocurra con él.
Pero están vinculados entre sí. Martin Luther King hizo toda su campaña para la lucha por los derechos civiles en el marco de la doctrina gandhiana de la no violencia. A su vez, Nelson Mandela es el heredero de Gandhi durante su etapa de Sudáfrica, porque Gandhi vivió veinte años allí, que es donde ensayó todas las técnicas de la lucha contra el apartheid, contra la discriminación racial. Mandela heredó el mandato conciencial de Gandhi en la lucha contra el régimen del apartheid.
Creo que he hecho unas biografías que en este momento son importantes. No tenemos líderes morales en el mundo ni líderes políticos en el sentido churchilliano del término.
Churchill no engañó a su pueblo: le ofreció sangre, sudor y lágrimas. En ese sentido él se separó de los demagogos del siglo XX y estableció una premisa política conciencial. No estoy de acuerdo con ella, pero es un producto político por lo menos de relativa importancia moral, mientras que los demás están en la demagogia.
Por ejemplo, Chirac está en la demagogia, porque se ha callado que en 1975 firmó con Saddam Hussein el pacto nuclear para convertir a Irak en la primera potencia atómica del Oriente Medio. Eso se calló ahora y se calló en 1981, cuando la aviación israelí bombardeó la central atómica que había construido Francia para Irak. Ya habían cobrado 2 mil 500 millones de francos del contrato. Esos son los políticos no churchillianos.
Otro político no churchilliano es Donald Rumsfeld, en actual secretario de Defensa norteamericano, el casco de hierro de Bush, que en 1983 fue el embajador del presidente Reagan ante Saddam Hussein para ofrecerle armamento y dinero. También eso lo calló.
Subordinemos las palabras a la inteligencia. No hagamos el papel de ignorar lo que hicieron Chirac y Rumsfeld con Saddam. ¿Por qué lo armaron? Porque entonces les convenía. Ahora no les conviene, ¿por qué causa? Eso es lo que tenemos que saber.
Esos son los políticos que nos gobiernan. Frente a esos están estos creadores de conciencia colectiva.
Creo que el libro también tiene un interés de vidas cruzadas que nos ofrecen vidas humanas, vidas con dudas. Yo creo extraordinariamente en la duda, que es una frontera moral indispensable para hacer una obra, para producir un libro, para enseñar en la universidad, para poder ser ciudadano.

AR: ¿Cuál es el principal hilo conductor que une a las cuatro vidas que relata aquí?
JMA: Es justamente la duda: todos dudan, y por ello Gandhi terminó por asumirla como proposición fundamental del proyecto. La no violencia, para Gandhi, es amor: desde el punto de vista político Gandhi creía, frente a los demagogos, en la fuerza de la verdad. Eso es precioso. Me parece que construye con el sánscrito, con el idioma de la cultura, un repertorio de proyectos intelectuales y de formas de dirigirse a su pueblo respetándolo. Nuestros demagogos creen que hay que construir un idioma coloquial, muy sencillo, muy simple, como nuestros locutores de la televisión: cuánto más tontos sean, más posibilidades tienen de comunicarse.
Gandhi extrajo del sánscrito, el idioma de la cultura de la India, las grandes palabras: ahimsa —no violencia, no desear el mal, el amor—, inventa la palabra satyagraha —la fuerza de la verdad— y también sat-chin-ananda —la verdad, el conocimiento y la alegría—. Con ese repertorio elevado se dirigió a su pueblo, creyendo que éste puede entender y saber, contrariamente a la idea de que el pueblo no admite más que el discurso coloquial. Es falso lo de que cuanto más imbécil sea la forma de conocimiento, más posibilidades se tienen de comunicar.
Yo creo en la inteligencia, y estos cuatro son hombres de la inteligencia, y por lo tanto de la duda.

AR: En los cuatro noto una línea de continuidad en la lucha contra la discriminación.
JMA: La lucha contra la discriminación, por la libertad, por la dignidad, por los derechos humanos, que constituyen prácticas, no retórica. Ellos estuvieron en la práctica. He recogido en el libro documentos relevantes que están dispersos, como el discurso de Martin Luther King al recibir el premio Nobel de la Paz, que es muy importante. También está el discurso “Yo he tenido un sueño”, que es precioso y que hay que leer: “He tenido un sueño de que un día, en las montañas de Georgia, los hijos de los que fueron dueños de los esclavos puedan reunirse con los hijos de los que fueron esclavos, y que juntos puedan estar en una comida de fraternidad”. Eso es realmente maravilloso.
Ese es un proyecto de lucha por la libertad, por la dignidad. Eso es contrario a la hipótesis de los libertadores, que dicen estar por la libertad, pero huyen de la dignidad humana, no plantean el problema de la dignidad: implantan la bandera de la libertad, pero no la de la dignidad. Después crean los colectivos, los espacios totalitarios o mediáticos para imponer una proposición ajena a la dignidad, que es el respeto al otro.
Creo que el libro puede ser, en estos momentos de la crisis de Irak, una recuperación de hombres que no quisieron el poder, sino que quisieron crear las condiciones históricas de la convivencia.

AR: Dos de ellos sí alcanzaron el poder: el primero, Lincoln, y el último, Mandela. Desde allí ¿lograron realizar esos ideales de libertad y dignidad?
JMA: Lincoln creó desde el poder las normas legales del fin de la esclavitud, y muere por ellas y en el poder; es decir, no se afectó. Tuvieron que matarle. Allí hay una densidad filosófica y ética extraordinaria: no engañó. Prueba de ello es que sus enemigos entendieron que no había otro remedio que matarle. No era un demagogo, sino que hay que tener en cuenta que la guerra civil Norte-Sur comenzó en 1861. Lincoln, en la elección de 1860, había luchado contra el senador Douglas por el gran tema del derecho de los estados a tener o no la esclavitud. Douglas mantenía la hipótesis, desde el punto de vista jurídico cierto, de que los estados podían aprobar leyes que incluyeran la esclavitud. Lincoln señaló que no existía ninguna posibilidad de ley que fuera contraria a la Constitución y a la libertad de los ciudadanos. Allí se produjo la gran escisión.
Pero Lincoln entendía muy bien que los intereses del modelo esclavista eran enormes, y que por lo tanto decretar la libertad de los esclavos significaba una crisis económica profunda y la lesión de enormes intereses. Comprendió muy bien que la ley significaba la guerra civil y dudó, cosa realmente importante porque ningún hombre de bien lanza a su país a una guerra civil para quedar bien con la historia.
Dudó e intentó establecer con los estados sudistas un pacto para que se les pagara lo que se debe, se les rescatara económicamente de las pérdidas que tuvieran por los esclavos. Cuando ya vio que era imposible, firmó la ley.
Es decir, hay todo un proceso conciencial importante, y lo pagó con la vida. A mí me parece eso muy relevante.

AR: ¿Y en el caso de Mandela?
JMA: Es lo mismo. No hay que olvidar que Mandela liquidó el régimen del apartheid después de pasar 27 años y 190 días en la cárcel. Pareciera, cuando salió a los 73 años, que era un hombre muerto. Pero estaba absolutamente vivo, y fue capaz de encontrar un acuerdo con sus adversarios, ¡con los que le habían llevado a la cárcel!
Lo impresionante de Nelson Mandela es que no guardó ningún rencor. Ese es el hombre libre: el que no guarda ningún rencor.
Pudo llegar a un acuerdo con el poder para liquidar el régimen del apartheid. Fue presidente para acabarlo, pero no quiso ni un día más, ¡ni un día más! Podía haberse quedado con el poder, podía haber inventado cualquier argucia para continuar, y nadie se lo hubiera prohibido.
Vida humana: en esos 27 años y 190 días de cárcel, su esposa Winnie tuvo errores, equivocaciones, usó el poder —puesto que él era un poder, incluso prisionero— y lo usó mal. No le hizo ningún reproche; se divorció serenamente, sin elevar la voz, señalando cuánto debía a ese amor anterior.
A los 80 años encontró el amor de nuevo; es una cosa realmente maravillosa. Encontró una mujer extraordinaria, viuda de uno de los líderes africanos, y volvió a reinstalarse en la vida amorosa, de ternura.
Eso me parece asombroso; demuestra que eran hombres de la conciencia que transportaban con ellos un proyecto de amor que no era comprar, arrebatar o secuestrar a la mujer, como ocurre con nuestros caudillos. Aquellos eran el verdadero conducto del amor.
Eso también lo vivió dramáticamente Gandhi, porque le casaron de niño y adquirió esa experiencia terrible y trágica de un niño casado por voluntad de los padres. Allí hay una gran experiencia de las relaciones humanas.
Hice el libro pensando en que en estos momentos es necesario. Vamos a ver si lo es.

AR: Me interesan algunas características que comparten los cuatro personajes. Por una parte tienen una fuerte religiosidad y por la otra tienen una formación de abogados. ¿Qué influencia tuvieron esos aspectos en su obra?
JMA: La búsqueda del derecho. Yo he ido por el camino contrario, por la filosofía. Pero en el fondo es lo mismo encontrar filosofía y derecho, en el sentido del derecho como búsqueda de una nueva legitimidad permanente; es decir, si el derecho es el derecho positivo, si el derecho positivo representa la ley que está —el derecho positum, como se dice en el derecho romano.
Todos ellos buscaron el derecho que no está; es decir, una nueva legitimidad. Por eso yo hablo siempre de dos hombres: el hombre legal, teologal, acorazado por la ley, y el hombre legítimo, que busca una nueva legitimidad. Ellos han buscado una nueva legitimidad pero no por la vía de la violencia sino por vía del convencimiento. Yo estoy en esa proposición.
El elemento religioso tiene una connotación importante en el caso de Lincoln: cuando hizo su declaración presidencial señaló que él no tiene religión, lo que en Estados Unidos era un escándalo gigantesco. Pues ese hombre sin religión fue el que liquidó el modelo esclavista y representó uno de los presidentes con mayor connotación ética de todo el sistema presidencial norteamericano.
En el caso de Gandhi, él fue un hindú, pero murió asesinado por los hindúes bajo el pretexto de que estaba defendiendo más a los musulmanes. Murió al producirse la independencia en 1947, ya que al generarse la guerra civil entre hindúes y musulmanes, Gandhi adoptó la proposición de que hay que vivir en una comunidad, que no hay que perseguir a los musulmanes. Entonces los hindúes le mataron bajo el supuesto de que estaba defendiendo a sus rivales. Pero él decía al contrario: “No estoy defendiendo a los musulmanes, les estoy defendiendo a ustedes contra sí mismos.” Aquí vemos un caso religioso verdaderamente inquietante.
Entonces el caso de Lincoln es el no religioso que hace verdadera religión. El caso de Martin Luther King es que es un pastor baptista; pero este párroco es nieto de esclavos, y su padre era pastor también. Todas las armas que utiliza son las gandhianas. Es un hombre de la religión, pero no es un hombre legal, sino un hombre legítimo, que vive incierto, inseguro, y que encuentra una probabilidad de ser un hombre de la religión legítimo. Por eso, cuando finalmente tuvo que asumir la violencia fue para él un gran dolor, fue una de las grandes dudas que están en su Carta de Birmingham: “¿Hasta cuándo tendré que soportar la violencia del otro? ¿Hasta cuándo tendré que asumir mi propia violencia?”.
Eso es una cosa formidable, ese derrotero entre violencia y no violencia, entre legalidad y legitimidad. Yo estoy abiertamente por la legitimidad. Verdaderamente le tengo horror al hombre legal porque se refugia en la ley aunque sea injusta. La ley tenemos que cambiarla legítimamente, por el ahimsa gandhiano, por la voluntad no violenta de Martin Luther King.

AR: Hay muchos movimientos sociales y populares que sienten que por la vía de la no violencia no lograrán alcanzar sus objetivos. Con Gandhi y Luther King hubo manifestaciones con muchos muertos, pero siguieron por la vía pacífica. Pero otros lo hubieran interpretado de manera distinta: que esa vía ya estaba cerrada.
JMA: Yo creo que la no violencia es asimilable a la inteligencia. Una no violencia sin inteligencia, sin un soporte intelectual y moral, no tiene una practicidad verdadera. Creo que los movimientos no violentos han sido fundamentalmente inteligentes.
El movimiento de protesta frente a la globalización de estos momentos olvida eso, porque no tiene siempre una fundamentación inteligente. Este movimiento de antiglobalizadores ¡utiliza la globalización para protestar! Es una cosa fantástica. La protesta ha sido posible por la globalización.
Entonces seamos inteligentes, entendamos que la globalización vino para quedarse, no para marcharse. Hagamos de la globalización un fruto inteligente, maduro, no violento, que implique el reconocimiento de que internet y los movimientos han sido posibles por la globalización. Nunca podría haberse encontrado una protesta universal si no hubiera los instrumentos de la globalización. Pongamos inteligencia sobre esa estructura material.

AR: ¿La lucha armada de movimientos u organizaciones sociales estaría justificada hoy?
JMA: Creo que hay dos formas de lucha contra el poder tiránico: la resistencia civil y la desobediencia civil. Las luchas armadas tienen el problema de secuestrar el poder después. En eso es muy importante evitar que secuestren el poder los libertadores, porque se quedan con él.

AR: Terminan siendo una nueva fuerza opresora.
JMA: Sin duda. Allí tenemos todos los sistemas totalitarios que han terminado en lo mismo.

AR: En ese sentido pueden confrontarse los personajes de este libro con otro biografiado suyo: Lenin.
JMA: Lenin es el esclarecimiento de esa situación. He hecho una biografía muy amorosa de Lenin, y sin embargo muy crítica del poder. Cuando en los últimos días de su vida hizo el famoso testamento contra Stalin, señaló que éste es un hombre demasiado grosero y brutal para tener tanto poder como secretario general del partido. Y yo digo en mi libro: pero él creó ese sistema de poder. ¿Es que quería que fuera un ángel el que le sucediera? Creó un sistema de poder, y lo van a usar como poder. Así pasó, y el hombre más grosero y brutal quedó como secretario general del partido antes de que Lenin muriera.
Entonces, la condena que hizo Lenin de Stalin tendría que ser la condena de su propio sistema de poder: concentración de poder, ausencia de vida democrática y de crítica.
Quizá en mi libro de Lenin hay un tema interesante, que creo que ningún crítico ha visto: hago una biografía paralela a Lenin, que es la de Gorki, el escritor que es un poco su conciencia crítica, y que, según muchos historiadores, fue finalmente asesinado por Stalin.
Sea eso cierto o no respecto a su muerte, Gorki va señalando permanentemente a Lenin este exceso de poder, esta tiranía. Lenin dijo entonces: “Seremos salvados después por la historia, que dirá que no teníamos otro remedio”. Fue cuando Gorki le señaló abiertamente que no va a ser así. Y así ha sido.

AR: Creo que los cuatro personajes de su libro lucharon por hacer universales ciertos derechos. Actualmente hay una gran lucha ya no en ese sentido, sino en el contrario: por particularismos, lo que significa, por ejemplo, que grupos étnicos tengan ciertos derechos especiales. ¿Qué opina usted de esto?
JMA: Nos encontramos otra vez con el hombre legal, el que, para no romper los equilibrios de poder, llega a transigir con las etnias, con los grupos, pero no tiene vocación de universalidad que rompa con el pueblito, que rompa con la legalidad y con los mitos nacionales.
Estos cuatro grandes personajes rompieron con los mitos nacionales, todos se convirtieron en universales. Gandhi intentó establecer una comunidad mayor, es decir la comunidad hindú y musulmana junta. Lincoln intentó destruir el modelo esclavista e intentar la reconstrucción de su país, que no se realizó sino hasta Martin Luther King, porque los vencedores de la guerra civil no quisieron saber nada de la reconstrucción. Es decir, le dieron la libertad a los esclavos pero no les hicieron hombres libres.
Tenemos que romper la estructura de las particularidades para tener una visión universal, hay que romper la coraza del hombre legal que es siempre nacionalista. La coraza del hombre legítimo es la universalidad.

AR: Los cuatro vivieron en países sumamente divididos, hasta enfrentados interna y racialmente, aunque en diferente grado. ¿Qué tanto lograron integrarlos?
JMA: Creo que tenemos que ser humildes en ese planteamiento. Las transformaciones sociales, es decir la lucha contra los prejuicios, no se realizan por decreto. La idea del decreto es absolutamente totalitaria; las grandes transformaciones sociales se realizan por una gran labor pedagógica de libertad, de cambio conciencial. Nosotros, al contrario, estamos ahora acentuando los prejuicios: los nacionalistas, los internos. Los prejuicios son categorías históricas; todos los hombres los tenemos. Pero el conocimiento es la batalla contra ellos: solamente se pueden abatir con el conocimiento, con la verdad, con la satyagraha gandhiana. Eso significa la liquidación de los mitos.
Los mitos nacionales son de una perversión extrema, porque paralizan el desarrollo de un pueblo. Una gran cultura tiene valores intrínsecos en sí, pero solamente son valores reales cuando se convierten en valores universales. Si se estratifican en valores nacionales, la perversión de los mitos nacionales imposibilita que los hombres puedan acceder a un nivel superior, que puedan ver los problemas del mundo. Es importante que la experiencia de un pueblo sea una experiencia universal, cuando la palabra se hace universal, cuando todos los hombres la entienden, cuando abandonamos la aldea —que era el pronóstico de McLuhan.
El pueblo que mitifica su historia no puede vivir en la expansión universal de los conflictos y entenderlos. Es indispensable romper el aparato mitológico. La mitología es una prisión.

AR: Después del 11 de septiembre del 2001, de la amenaza norteamericana sobre Irak, ¿cuál considera qué es la principal enseñanza que podemos extraer de su libro?
JMA: El 11 de septiembre nos deja una categoría excepcional: ese día de la barbarie —de eso no hay duda— el mundo entendió, ligeramente, que había otra barbarie de fondo. Esta es que no sabíamos nada, ni una sola palabra, de mil 200 millones de personas que se llaman musulmanes o islámicos. Esa barbarie etnocéntrica occidental era intolerable, pues el mismo día los 19 autores del crimen representaban, de todas maneras, una idea del mundo que desconocíamos, una proposición religiosa que no entendíamos, y una actitud frente a la vida que habíamos simplemente desechado y arrojado al cesto de la basura.
Esa lección es mortal, porque ahora nos encontramos con la guerra, y tenemos que aprender qué es el mundo islámico, cuáles son sus vocaciones —no todos son integristas o fundamentalistas—, que hay un espacio enorme que fueron la civilización árabe y la civilización islámica. Bagdad fue la capital de un imperio colosal que también fue un imperio cultural. Los árabes fueron los traductores del mundo griego, no los occidentales. Nosotros aprendimos a Sócrates, Aristóteles y Platón por las traducciones árabes.
Ese modelo de civilización lo habíamos ignorado por nuestro etnocentrismo occidental; es decir, por una visión de pueblito. De pronto, el 11 de septiembre el mundo occidental descubrió que hay mil 200 millones de personas que creen de otra manera, y que mientras el mundo cristiano se había hecho laico, aquellos vivían su religión como una actitud vital con todas sus consecuencias.
Mientras todo eso no pase por nuestra imaginación, por nuestra inteligencia, el mundo será el de las etnias y de las guerras fratricidas.


*Entrevista publicada en La Insignia, 23 de abril de 2003. Nos permitimos recuperarla como un pequeño homenaje, porque el profesor Enrique Ruiz García el verdadero nombre de Juan María Alponte falleció el 3 de diciembre de 2015.