viernes, octubre 16, 2015

La improvisación musical, una utopía social. Entrevista con Wade Matthews


La improvisación musical, una utopía social
Entrevista con Wade Matthews*
Ariel Ruiz Mondragón
Una de las formas más antiguas de creación musical lo ha sido la improvisación, la cual pone más énfasis en el proceso creativo que en el producto final. Más que un acto íntimo (como suele ocurrir con el compositor), se trata de un proceso compartido con el público; además, el músico tiene que interactuar con sus colegas, por lo cual la creación, más que individual, es colectiva.
Sobre este asunto, sobre el que se ha escrito aún poco, Wade Matthews (La Chapelle-Saint Mesmin, Francia, 1955) ha publicado el libro Improvisando. La libre creación musical (Madrid, Turner, 2012), en el que busca comprender y explicar esta práctica, con especial atención en los casos del jazz y del flamenco.
Sostuvimos una conversación con el autor, quien es doctor en Composición y Electroacústica por la Universidad de Columbia de Nueva York. Como músico se ha presentado en recintos como el Museo de Arte Moderno de Nueva York, en Centro Nacional de las Artes de la Ciudad de México, el Teatro Colón de Buenos Aires, entre otros. Ha realizado grabaciones para la BBC en Londres, para ORTF/France Culture en París y RTVE y RNE en Madrid, ciudad en la que vive desde 1989.

Ariel Ruiz (AR): ¿Cuál es la razón de escribir y publicar hoy un libro sobre la libre improvisación?
Wade Matthews (WM): Hay dos razones fundamentales: primero, como comento en el libro, hay muy pocos volúmenes en español sobre esta forma de hacer música y me parece que, por mi experiencia, puedo hacer una contribución en ese sentido a los lectores hispanohablantes. Segundo, para mí, como para otras muchas personas, escribir es una manera de aclarar ideas. Asumir el desafío de plasmar en palabras mis ideas acerca de la libre improvisación me ha obligado, y ayudado, a pensarlas con más precisión, y a captar algunas de las relaciones entre ellas.
El libro trata muchos temas, y he procurado escribir algo que fuera de interés para una variedad de lectores. Los músicos, claro está, pero también los artistas en general, y todo aquel que se interesa por los procesos creativos y las artes escénicas. Creo que lo que más valoro en él es que puede funcionar como un punto de partida para que cada uno enfoque sus propias reflexiones.

AR: Como usted señala, la improvisación es más antigua que la composición ya que responde a la tradición oral; se trata de música no escrita. ¿Por qué ahora es minoritaria en el campo de la creación?
WM: La composición también es anterior a la escritura, pero, como han observado Patrick Tenoudji y otros, cambió muchísimo cuando pasó a formar parte de la tradición escrita a partir del siglo VI. Nuestra sociedad valora muchísimo lo escrito, así que quizá sea normal que privilegia más la composición que la improvisación.
Por otra parte, vivimos en un sistema de mercado que necesita productos, y es normal que una actividad como la improvisación, que da mucho más importancia al proceso que al producto, no consiga competir con la composición, que está claramente enfocada en el producto.

AR: ¿Qué otras tradiciones musicales, además del free jazz y el flamenco que usted menciona varias veces en su libro, han contado con una fuerte carga de improvisación? Yo recuerdo, por ejemplo, las descargas cubanas.
WM: Casi todas las culturas tienen una o más tradiciones improvisatorias en música. Es más una cuestión del grado de improvisación y de su función en una música determinada que de su presencia o ausencia.

AR: Lo central en la creación del improvisador es el proceso, no el producto. En ese sentido ¿la repetición es imposible para que hablemos de improvisación, a diferencia de la ejecución que implica la composición?
WM: No se puede repetir una improvisación entera, sobre todo cuando se trata de una improvisación colectiva. No obstante, cada improvisador tiene su lenguaje y sus recursos, y los administra lo mejor que puede. No se inventa de la nada.
Por otra parte, hay ideas musicales que no se agotan ni se resuelvan en una sola pieza. ¿Cuántos retratos de Dora Maar pintó Picasso? Es decir que un improvisador puede encontrarse trabajando con las mismas ideas en repetidas ocasiones. Mientras las utiliza para hacer algo coherente con el momento, no tiene nada de malo. El problema puede surgir cuando repite sus recursos porque no tiene ideas, pero eso no es un problema de la libre improvisación sino de la creación artística en su conjunto. Es una cuestión de honestidad y de autoexigencia.

AR: En su libro establece que hay tres elementos que hacen posible la creación en la improvisación: el público, el momento y el lugar. ¿Cómo puede preservarse esto (incluso recurriendo a las grabaciones de audio y video, por ejemplo)?, ¿o se trata de una creación efímera?
WM: Se puede grabar una improvisación en audio o video, y el resultado puede ser muy interesante. Será importante, sin embargo, tener claro que se trata de algo distinto a la improvisación original, igual que tener una fotografía de un amigo no es equivalente a tener un amigo. Quizá más importante sea entender que se trata de una música para vivirla en vivo. Hay que levantarse del sofá y salir a escuchar un concierto de libre improvisación. Hay que participar en el proceso para vivirlo de verdad, y eso no se puede conservar.

AR: Hoy otro aspecto relevante en la improvisación: el visual. ¿Qué peso le adjudica en la libre improvisación?
WM: La experiencia visual es fundamental. Hay muchas personas que disfrutan de un concierto de música improvisada pero que no entienden una grabación del mismo concierto. Sin la información visual, no consiguen seguir la música. Es importante poder ver cómo se relacionan entre sí los músicos, captar sus gestos y la relación entre éstos y la intencionalidad musical que revelan. Por otra parte, hay, también, improvisadores visuales. La semana pasada me encontré con un improvisador visual en Tenerife, en las Islas Canarias. Generaba imágenes con un ordenador portátil para dialogar con los músicos y era realmente muy interesante. Y en Madrid, el trabajo de Adam Lubroth con el grupo Intermedia 28 es igualmente fascinante. Y eso sin hablar de la improvisación en danza, por ejemplo.

AR: Es interesante otra distinción que hace: la figura del compositor como una figura solitaria (y, me atrevería a agregar, encerrada en un espacio), y la del improvisador como la de miembro de una comunidad de músicos (en la que habría que incluir al público y, por supuesto, compartir un espacio más amplio, común). En este sentido, ¿cuál es la categoría, el uso social que puede representar la improvisación? ¿Nos señalaría una suerte de utopía colectiva, como expresa Chefa Alonso?
WM: La mayoría de los compositores que conozco son, también, miembros de una comunidad musical, pero no crean sus obras colectivamente. Los improvisadores, sí. ¿Es utópico esto? No creo que lo sea más de lo que pueden ser utópicas todas las artes. En todo caso, la creación colectiva, tal y como se plasma en la libre improvisación musical, es un acto netamente social. Quizá por eso se ha propuesto (especialmente en la década de los setenta) como un posible modelo de organización social a mayor escala. Tristemente, eso sí es utópico, como hemos visto y seguimos viendo hoy en día. No obstante, improvisar libremente supone aprender a gestionar la libertad personal y las responsabilidades que son consustanciales con ese ejercicio. Eso sí es valioso para nuestro desarrollo individual, más allá de la música y, hasta cierto punto, es inevitable que nos lleve a repensar o a cuestionar nuestra relación con la sociedad a la que pertenecemos.

AR: En la parte del libro dedicado a la electroacústica usted menciona varios avances tecnológicos. En este sentido, ¿cómo ha cambiado la libre improvisación con las nuevas tecnologías?
WM: La sociedad cambia y esos cambios son reflejados en su arte. Los cambios tecnológicos suponen el acceso a nuevas herramientas y los músicos se servirán de ellas al igual que todos los demás. En el caso específico de la electroacústica, sorprende hasta qué punto se considera normal en ese contexto la improvisación en solitario, cuando ocurre justo lo contrario con los instrumentistas acústicos. Creo que la separación en dos bandos —los electrónicos y los acústicos— supone perder un montón de oportunidades de crecer musicalmente para ambos grupos y lamento que, en muchos sitios, haya tan poco contacto entre ellos.

AR: Hay una parte muy interesante donde usted cita una anécdota de Thelonius Monk que me lleva a la siguiente cuestión: ¿cuál es el papel del error en la creatividad de la improvisación?
WM: Creo que, para ofrecer una respuesta válida a esa pregunta, habría que hablar más de la aceptación que del error. Improvisar es estar en el momento y el lugar, y no se puede hacer nada relevante si no se acepta la situación tal y cómo se da. Una vez que se ha tocado algo, ya ha sonado, es parte del momento. Lamentarlo no sirve de nada, hay que aceptar que ha sonado y obrar en consecuencia. Esto no impide que, después del concierto, uno reflexione sobre las circunstancias que llevaron a ello, pero en el momento, hay que aceptarlo y, en la medida de las posibilidades, aprovecharlo.

AR: ¿Cuáles son los límites de la libertad en la improvisación?
WM: Como dije anteriormente, la libre improvisación es un proceso netamente social. Creo que su práctica requiere mucho más de percepción que de concepción. A medida que el improvisador aprende a percibir, crece su conciencia de su responsabilidad en cada contexto musical. Y al final, será su sentido de responsabilidad lo que define los límites de su libertad. Son, pues, decisiones que dependen de cada individuo y de cada situación. Ni se pueden legislar ni se pueden definir en unas pocas frases.

AR: También señala usted que muchas escuelas de música son conservatorios que forman ejecutantes, músicos que saben interpretar las obras de los compositores. En ese marco, ¿cuáles son las principales dificultades que un improvisador tiene en su formación?
WM: El ejecutante es el que no puede interpretar, o por ignorancia, o por su posición en una música jerarquizada; es decir, no puede aportar una interpretación personal de la música, sino simplemente ejecutarla. Obviamente, el ejecutante absoluto no existe (de no ser un ordenador) ya que todo músico actúa según su entendimiento y sus conocimientos, pero algunos tienen más de ambos que otros, o más oportunidad de aplicarlos. Un alumno de conservatorio que se queja de que su clase de Historia de la música le resta horas de estudio del instrumento nunca será un buen intérprete, ya que tendrá muy poco conocimiento real de la música que va a tocar. ¿Con qué criterios va a interpretar una música si no sabe nada del contexto histórico, cultural, filosófico, artístico o social en el que se compuso? Hace falta, más que saber leer música, recordar las recomendaciones de su profesor de instrumento y afinar…
Para el improvisador, los peligros son varios. Por un lado, si tiene la oportunidad de estudiar esta práctica en un entorno académico, debe cuestionar si está aprendiendo realmente a improvisar libremente, o si está aprendiendo a tocar “música improvisada” con cierta corrección académica. Se trata de una disyuntiva entre los valores y prácticas académicos y lo que realmente se está haciendo profesionalmente en ese campo artístico. Sería fácil culpar a los profesores, o a la actitud de los alumnos, pero no es tan sencillo. A menudo ni los unos ni los otros tienen realmente claras sus ideas en este sentido, y ambos son deformados por el peso de la academia. El otro día, en una clase en una de las escuelas de música del Distrito Federal, un alumno me comentó sus dudas acerca de si estaría improvisando “correctamente.” Eso, como poco, es alarmante.
Por otra parte, si aprende fuera de la academia, necesita tener acceso a otros improvisadores, poder asistir a conciertos de libre improvisación, encontrar grabaciones, cuestionar su relación con su propio instrumento, desarrollar su lenguaje musical, etcétera. Esto es muchísimo más fácil si tiene acceso a una comunidad de improvisadores, y este concepto de comunidad es fundamental. El músico joven debe tener suficiente arrojo como para intentar contactar y tocar con otros improvisadores más experimentados, y estos deben reconocer su posición en la comunidad y compartir sus conocimientos e ideas con los músicos más jóvenes. Igualmente, será necesario que los organizadores de conciertos reconozcan la importancia de los talleres y asuman la responsabilidad de organizarlos, además de intentar fomentar el contacto entre músicos más experimentados —tanto de la escena local como los que vienen de fuera— y los que ansían aprender más. Si no, se estanca la escena.


*Entrevista publicada en El Búho, núm. 168, febrero de 2015.

domingo, octubre 04, 2015

La fantasía política de las redes sociales. Entrevista con César Rendueles


La fantasía política de las redes sociales
Entrevista con César Rendueles*
Ariel Ruiz Mondragón
Los grandes progresos en las tecnologías de la información y la comunicación han llenado de esperanzas de progreso material y de bienestar social a vastos e importantes sectores sociales. En aquellas la humanidad encontraría una herramienta ecuménica para solucionar sus problemas casi por sí solas: procurarían desde el entendimiento cultural hasta el desarrollo económico, pasando por la democratización política.
Sin embargo, cuando menos por el momento la realización de esa ciberutopía aún está muy lejana, si es que es realizable. Así, hoy más bien debe ser objeto de análisis y crítica, que es lo que nos ofrece César Rendueles en su libro Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital (México, Debate, 2015), quien llega a afirmar: “El mensaje que no queremos oír es que nuestras esperanzas ciberutópicas han nacido muertas”.
Etcétera conversó sobre ese libro con Rendueles (Gerona, España, 1975), quien es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid; es profesor de esa institución y en la Universidad Carlos III de Madrid. También traductor, fue fundador de la revista Ladinamo y fue el encargado de la Coordinación Cultural y la Dirección de Proyectos del Círculo de Bellas Artes de Madrid. En 2013, los lectores de El País eligieron a Sociofobia como el mejor libro de ensayo del año.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir un libro como Sociofobia?
César Rendueles (CR): Me ha llevado 10 años pensar en las cuestiones que trato en el libro, y la verdad es que lo escribí un poco para mí, para someter a prueba esos asuntos que había ido pensando, sobre todo para saber si tenían coherencia: qué aspecto tenían cuando tuvieran la articulación de un libro, de un texto pensado para que otros lo leyeran.
Ese es un poco el motivo: más que dar a conocer, es una especie de banco de pruebas de cuestiones que había estado pensando durante bastante tiempo.

AR: La sociofobia, como usted la define, es un derivado liberal, capitalista, extremadamente individualista de la sociedad que viene desde antes de la era digital. ¿Cómo se ha logrado imponer esta sociofobia?
CR: Eso es lo que planteo, en efecto. Pienso que su fundamento es la desconfianza en la capacidad que tienen las sociedades democráticas de llegar a consensos y acuerdos. Los liberales, desde el siglo XVIII, han creído que las sociedades complejas, de masas, son incapaces de desarrollar los mecanismos democráticos necesarios para llegar a acuerdos colectivos, que son incapaces de ponerse de acuerdo en qué educación, qué sanidad o qué ejército son preferibles.
Entonces, como les parece que eso es imposible, creen que intentar llegar a esos acuerdos somete a las sociedades a una tensión excesiva, lo que, por lo tanto, nos coloca siempre al borde del conflicto y la guerra. Para evitarlo es mucho mejor privatizar y dejar que el mercado se encargue del máximo de tareas posible, porque en el mercado no necesitamos ponernos de acuerdo porque él nos pone de acuerdo.
Yo creo que eso queda muy bien en el papel, pero no funciona tan bien en la realidad. En esta necesitamos llegar a acuerdos y podemos hacerlo, no es ningún problema.

AR: Usted dice que el mercado libre no ha existido ni puede llegar a existir, sino que es, más bien, una utopía, un proyecto fracasado y contradictorio. ¿Por qué es irrealizable?
CR: Es una utopía porque nunca ha existido. Lo que se ha llamado mercado libre en realidad ha sido una expropiación de las clases medias, de las clases populares. Siempre ha requerido la imposición del mercado, la mercantilización, de la intervención muy activa de los gobiernos, a menudo muy violenta y muy autoritaria.
Nunca ha sido un proceso automático, por el contrario: desde los siglos XVII y XVIII los procesos de mercantilización en todo el mundo han requerido violentísimas intervenciones del Estado. Cuando ese proyecto utópico (en el peor sentido de irrealizable) fracasa, siempre ha requerido de intervenciones gigantescas del Estado: sólo desde 2008 Estados Unidos ha gastado en el rescate de las grandes instituciones financieras el equivalente a varios planes Marshall.
Entonces estamos viendo cómo el mercado libre en el fondo es un proceso completamente tutelado por el Estado, que no tiene nada que ver con la espontaneidad ni nada parecido, y que es más bien resultado de la complicidad entre las elites políticas y las económicas.

AR: Usted señala que “la posmodernidad ha acelerado la destrucción de los vínculos sociales tradicionales que van desde las carreras laborales, las relaciones afectivas incluso familiares, y las lealtades políticas. A cambio se ofrecen nuevas formas de sociabilidad”. ¿Cuáles son éstas y cuál es el papel que en ellas desempeñan las tecnologías de la información y la comunicación?
CR: Todo el auge de las redes sociales, de internet, tiene que ver con cierta fantasía: que la tecnología va a solucionar una parte importante de nuestras vidas que estaba muy dañada y que echábamos en falta, que es la posibilidad de tener vidas plenas en común, de tener una vida política y social rica que no esté supeditada a las dinámicas del mercado.
Me parece que, efectivamente, en el ámbito laboral nunca más tendremos solidaridades de clase, sindicales; que estamos obligados a emigrar constantemente para dejar atrás a nuestra familia y nuestros amigos; que tenemos que cambiar de trabajo cada dos por tres, y reinventarnos constantemente. Además nos dicen que eso es bueno, que es una vida mejor que la que llevábamos antes.
Considero que lo que hacen las tecnologías de la comunicación es que toda esa vida devastada, horrible y aterradora a la que nos lleva el capitalismo global contemporáneo nos parezca más aceptable. Dulcifica ese proceso de destrucción social y hace que lo vivamos como un proceso de reinvención sofisticada, como si estuviéramos constantemente llegando a nuevas fronteras de sofisticación cultural y simbólica, con nuevas relaciones sociales mucho más amplias.
Yo creo que es una farsa. A veces comparo las tecnologías de la comunicación contemporáneas con los psicofármacos, con el Prozac, por ejemplo, que nos ayudan un poco a sobrellevar la carga de estas vidas duras y dañadas. Pero nadie confundirá una vida buena con una vida medicada. Lo mismo pasa con esto: nadie puede confundir una vida social plena en todos los sentidos (políticos, afectivos) con esto que nos ofrecen Facebook y Twitter.

AR: Al final del libro hay una anotación que usted hace sobre el movimiento 15-M de España y que va contra la opinión corriente que dice que lo que provocó este fenómeno fue la convocatoria en las redes sociales. Usted se opone y dice que es exactamente al contrario. ¿Cómo explica esto?
CR: Eso creo yo y no sólo por el 15-M sino también por las revoluciones del mundo árabe. Pienso que se han interpretado exactamente al revés. Las tecnologías de la comunicación llevan existiendo muchísimo tiempo y no han tenido el menor efecto político. Esa es la realidad, lo que demuestran todos los estudios empíricos: no han tenido efectos ni políticos ni económicos ni educativos. Se dice a veces que la revolución digital está en todas partes, excepto en los datos. Los estudios muestran que esos efectos son meramente publicitarios: no existen.
En cambio, lo que pasó con el 15-M, al igual que en otros movimientos políticos a los que estamos asistiendo, es que cuando la gente rompe con la apatía política, cuando decide movilizarse y desea salir a la calle, entonces las tecnologías de la comunicación, que servían para compartir pornografía, videos de gatos y, básicamente, insultos en los foros políticos, de repente tienen otra significación y otra utilidad. Cuando la gente sale a la calle, se moviliza y se encuentra en asambleas, entonces sí los Smartphones, las computadoras sirven para cosas insospechadas, como realizar comunicación alternativa a la oficial, convocatorias y toda clase de asuntos.
Pero el proceso causal es el inverso al que se nos ha dicho: lo primero que tenemos que recuperar es la política que nos ha arrebatado el mercado para concebir que toda esta tecnología que está a nuestra disposición se convierta en una fuente de soluciones y no de problemas.
El 15-M fue un movimiento, y lo sigue siendo ahora mismo: Podemos y todo lo que está pasando en España es muy físico, muy tradicional, muy asambleario en un sentido del siglo XIX: la gente que se encontraba en las plazas para levantar la mano, literalmente. No había votaciones digitales: la gente se encontraba en plazas y levantaba la mano, ese era el mecanismo de votación y discusión. Se hablaba durante horas, se hacían manifestaciones de miles y miles de personas. Entonces la tecnología sirvió para algo. Es así como lo veo yo.

AR: Otra anotación importante es que usted dice que el libre acceso a internet no sólo no conduce inmediatamente a la crítica política y a la intervención ciudadana, sino que en todo caso las mitiga. Ejemplifica con el caso de Psiphone. ¿Por qué ocurre este fenómeno?
CR: No digo que sea en todo caso sino a veces, en ciertos contextos, cualquier tecnología de la comunicación, y no sólo internet, es una herramienta extraordinariamente útil en política. En los orígenes del movimiento obrero los periódicos fueron una herramienta de comunicación muy interesante que se leía en las tabernas.
Lo que digo es que a menudo las tecnologías de la comunicación tienen un efecto desmovilizador porque generan un simulacro de participación. Muchas veces parece que sencillamente interviniendo en un foro, votando a través de una herramienta de participación política, participando en alguna campaña de crítica de algún gobierno o de alguna empresa, pues ya se está participando en política.
La verdad es que no es así, para nada. Yo digo que internet nos permite hacer varias cosas a la vez, pero la intervención política es, más bien, hacer cosas juntos, lo cual es mucho más complicado, que requiere de condiciones sociales muy determinadas, de confianza, por ejemplo.
Yo creo que ese es el auténtico problema: muchas veces las redes sociales nos generan una especie de simulacro de intervención política. No tiene por qué ser siempre así, no soy un ludita; a veces es al contrario, pero muchas veces es así.

AR: Por allí recuerda usted a Kierkegaard, quien decía que el desarrollo de la prensa, de las revistas, iba más bien en detrimento de la vida política. ¿Este señalamiento se ha exacerbado con las redes sociales?
CR: Sí. Yo no creo que la tecnología deteriore por sí misma la vida política, no creo que tenga ese efecto. No tengo mucha confianza en el poder de la tecnología, ese poder mágico que le da todo el mundo. Yo creo que la tecnología, al menos la de la comunicación, es menos importante de lo que pensamos.
Considero que se debe más bien a un síntoma de otro fenómeno, ese sí muchísimo más importante: hay un deterioro de nuestra vida civil, de nuestra capacidad de intervención política, que tiene que ver, básicamente, con el auge de los mercados: le hemos entregado nuestra capacidad de intervención política, lo que ha destruido nuestros vínculos sociales.
Eso se ha reflejado, efectivamente, en una exacerbación de la capacidad de las tecnologías de la comunicación para limitar nuestra capacidad de intervención. Porque estamos como desconcertados, hay demasiadas posibilidades, y no nos dedicamos a lo auténticamente importante, que son las condiciones sociales de la intervención política.
Lo que necesitamos no es muchísima información, no son redes extremadamente complejas, sino alguien en quien confiar, que sintamos que nos apoya para así ganar en capacidad de negociación contra quienes tienen más poder.
De alguna forma, lo que muchas veces provoca esa sobreabundancia de información es que esas solidaridades más primarias, más sencillas y más complejas a la vez, quedan un poco desmontadas.

AR: También destaca usted cierto ciberutopismo que se basa en que la revolución digital disolvería los problemas económicos de libre mercado. Añade que es cierta forma de autoengaño, y que incluso hay una ideología de la red. ¿Cuál es la relación de este ciberutopismo con el mercado?
CR: Es muy llamativo, y creo que en América Latina se ha vivido con intensidad en las últimas décadas. Muchos partidos políticos que no tienen prácticamente nada en común y que en cualquier otra cuestión están en total desacuerdo, en lo único que coinciden es en la importancia enorme que supuestamente tienen las tecnologías para solucionar una enorme cantidad de problemas, desde desafíos ecológicos hasta los relacionados con la delincuencia, la educación y con la participación política. Es increíble: parece una piedra filosofal que todo lo arregla.
En ese sentido lo que ha pasado es que la tecnología de la comunicación a veces ha venido a sustituir la fe que se tenía antes en el mercado para que solucionara todos esos problemas. Hoy, en la era de Lehman Brothers y de la crisis capitalista global nadie tiene mucha fe en que el mercado vaya a solucionar grandes problemas; más bien, lo toleramos porque no se nos ocurre nada mejor que organizar. Y las tecnologías de la comunicación han venido un poco al rescate, y parece que ahora son la nueva piedra filosofal que nos va a resolver todos los problemas.
Yo creo que nos enfrentamos a inmensos problemas que requieren de grandes acuerdos políticos y sociales, y depende de nosotros ser capaces de alcanzarlos. Pero ningún artefacto los va a resolver por nosotros.

AR: Al final del libro señala al ciberfetichismo y a la sociofobia como fases terminales de una profunda degeneración en la forma de entender la sociabilidad, lo que afecta nuestra comprensión de la política. En este sentido, ¿cómo se vincula este ciberfetichismo con el consumismo?
CR: Esa razón se ha estudiado poco porque hay un gran tabú en torno a la relación entre la tecnología y el consumo. Es muy curioso porque parece como que consumimos tecnología desesperadamente: hacemos y compramos constantemente Smartphones, tabletas y computadoras porque tenemos una necesidad comunicativa urgentísima. Yo creo que eso no es verdad: que consumimos tecnología por la misma razón que consumimos autos, ropa, etcétera: porque es un fin en sí mismo. Vivimos el consumismo como una forma de realización personal a través del mercado. Vivimos muy alienados por el mercado, y eso afecta también al consumo tecnológico.
Pero es algo de lo que no se habla: cuando se trata de la tecnología cualquier referencia al consumismo parece una obscenidad. Creo que no, que la tecnología es la última fase de una transformación en los hábitos de consumo que se remonta en sus inicios a los años sesenta, y que tiene que ver con el modo en que los consumidores y las empresas se fueron transformando para generar una cierta sensación de consumo creativo, un tipo de consumo que potencia la individualidad, la sensación de autorrealización, de expresión personal, de reinvención. Toda la publicidad de las últimas décadas apunta en ese sentido. El consumo ya no es como en los años cuarenta o cincuenta, de masas, que nos hacía a todos iguales, sino que es una forma de manifestar tu propia individualidad y de ser diferente.
Es también lo que pasa con la tecnología, que forma parte de ese ciclo de consumismo sofisticado a través del cual tratamos, desesperada y erróneamente, de profundizar en esa individualidad, en esa creatividad. Yo pienso que es como un viaje a ninguna parte.

AR: Usted también habla del fetichismo de las redes de comunicación: dice que éstas han reducido nuestras expectativas políticas. Tendemos a pensar lo contrario: que las redes sociales dan una gran expresión a diversos actores de la política, pero usted dice que reducen nuestras expectativas. ¿Cómo es este fenómeno?
CR: La intervención política tradicional no tenía que ver con la expresión sino con el compromiso. Participar en política es tener un compromiso con otras personas de un modo constante, en el cual están en juego las propias maneras de vivir, lo que uno es, y no sencillamente un conjunto de preferencias más o menos episódicas.
Lo que yo critico de las redes sociales es que reducen nuestros compromisos políticos a preferencias: participo en la red social, y si no, pues no pasa nada. Eso no tiene ninguna repercusión en mi vida.
El compromiso político tradicional tenía otras características: formaba parte de lo que uno era, que tenía que ver con compromisos de largo recorrido, con la forma en que uno se entendía a sí mismo.
Yo muchas veces lo comparo con la relación que mantenemos los padres con nuestros hijos: uno no se levanta por la noche a las tres de la madrugada a darle un biberón a su hijo porque lo prefiera, sino porque es algo que ni siquiera eliges: estás comprometido con cuidar de alguien y todo lo demás viene rodado, sin posibilidad de preferencia o elección. Algo así es el compromiso político: uno toma ciertas decisiones acerca del tipo de persona que quiere ser, y eso le ata, en cierto sentido, a ciertos comportamientos.
En las redes sociales ese tipo de compromisos duros y estables desaparecen; todo se convierte en preferencias episódicas similares a las que tenemos en el mercado. Eso es lo que critico de las redes sociales, no tanto su capacidad expresiva, que, por supuesto, reconozco.

AR: Usted hace la distinción entre el altruismo y el compromiso. Del compromiso cooperativo del que usted habla como norma social dice que no existe ni puede existir en internet. ¿Por qué?
CR: Tal debería haber matizado un poco más. Creo que el compromiso cooperativo pertenece a nuestra vida analógica, que tiene que ver con el día a día. Lo que pienso es que no puede existir primariamente en internet como un momento de espontaneidad. Creo que el compromiso necesita mediaciones institucionales, tiene que ver con cierto tipo de relaciones estables a lo largo del tiempo, y que internet, en cambio, es el reino de la espontaneidad, en donde individuos que no se conocen (porque no tienen por qué conocerse) coinciden a través de una herramienta de coordinación y de relación automática que permite que se reúnan sin necesidad de complejos aparatos institucionales o de llegar a acuerdos más o menos estables. Igual que hace el mercado, que nos coordina espontáneamente sin necesidad de llegar a acuerdos. En ese sentido no creo que internet pueda ser una fuente primaria de esa clase de cooperación.
Ahora bien, una vez que se da esa cooperación fuera de internet me parece que sí puede ser una herramienta muy útil. Lo que no creo es que la espontaneidad sea un sustituto de la cooperación analógica tradicional. Creo que los recursos digitales, en todo caso, podrían servir como herramienta para facilitar e incluso para potenciar esa cooperación tradicional.

AR: En su texto recupera un fundamento ético, especialmente para la izquierda: la codependencia. Usted llega a decir que el ciberfetichismo es incompatible con ese cuidado mutuo que usted destaca. ¿Cómo se expresa esto hoy en la política?, ¿cómo este fundamento ético ha sido afectado por el ciberfetichismo?
CR: Es curioso porque es algo que he vivido personalmente con muchas personas. Toda la imagen que tenemos de nosotros mismos como consumidores sofisticados que tienen toda clase de relaciones complejas en las redes digitales como consumidores cosmopolitas, que están en contacto con toda clase de corrientes culturales e intelectuales, se desmorona tan pronto como tenemos un hijo que atender, un padre al que cuidar, un amigo que nos necesita, y al revés: cuando somos nosotros los que necesitamos esos cuidados.
Hay un fundamento antropológico: somos animales que necesitamos cuidados y seguramente los volveremos a necesitar. Eso es inevitable.
En cambio, en las redes sociales y en el mercado parece como si fuéramos dioses inmortales: a final de cuentas son nuestras preferencias, lo que queremos y deseamos en cada momento, y no es aquella clase de necesidades profundamente incrustadas en nuestros cuerpos que estructuran, en alguna medida, nuestras vidas.
Entonces me parece que una buena base para reconstruir formas de vínculos sociales más reales y menos ficticios, menos complacientes con el mercado que nos ofrece el ciberfetichismo, podría partir de esa codependencia, de ese cuidado mutuo. Eso es reconstruir el trayecto que realizó la izquierda desde su fundación con las organizaciones de trabajadores desde el siglo XIX. Los partidos políticos surgieron entonces básicamente de asociaciones de apoyo mutuo, de codependencia. Los primeros sindicatos fueron creaciones institucionales sofisticadas que surgieron de experiencias de apoyo mutuo de comunidades de trabajadores, de gente que se ayudaba cuando nacía un niño, cuando alguien estaba enfermo, cuando a alguien lo despedían. De allí surgieron las organizaciones políticas de izquierda.
Entonces creo que deberíamos volver un poco la vista atrás y rehacer ese camino en otro contexto completamente diferente, como es el de las sociedades democráticas contemporáneas, pero teniendo en cuenta ese fundamento.

AR: En esa dirección, ¿cuál sería, entonces, un programa ético posible para internet?
CR: No soy un ludita, no le tengo ninguna antipatía especial a internet ni a ninguna tecnología. Al revés: me interesan mucho las tecnologías de la comunicación, y les he dedicado buena parte de mi vida intelectual. Lo que pienso es que no las estamos aprovechando adecuadamente. Pienso que precisamente, para sacar partido de ellas para que den todo lo que pueden dar —que es mucho—, necesitamos acometer ciertos cambios éticos y políticos en nuestras sociedades analógicas, y sólo entonces las tecnologías de la comunicación podrán dar de sí todo lo que nos prometen.
Así que, extrañamente, lo que pienso es que el mejor programa ético y político para internet es uno para nuestras sociedades analógicas, uno de democratización política y desmercantilización. Esto es de hecho lo que está pasando. Los países en los que yo creo que se está haciendo un mejor uso educativo de las tecnologías, como Uruguay, son los que están poniendo en marcha programas de educación pública muy ambiciosos pero muy tradicionales. Cuando se ponen en marcha esos programas, las tecnologías de la comunicación tienen potencialidades insospechadas.
Así es que yo creo que el mejor programa ético y político para internet es apostar por la democratización política en nuestro mundo analógico.
Asimismo, un poco de humildad tampoco vendría mal.


*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 174, mayo de 2015.