viernes, julio 17, 2015

México: la frontera entre el miedo y la esperanza. Entrevista con Alfredo Corchado





México: la frontera entre el miedo y la esperanza
Entrevista con Alfredo Corchado*
Ariel Ruiz Mondragón
Por múltiples razones muchos mexicanos han tenido que abandonar su país e ir a buscar un mejor horizonte de vida en Estados Unidos, el que les ha negado su propio país. Así ocurrió con la familia del periodista Alfredo Corchado, originario de San Luis de Cordero, Durango, cuyo padre trabajaba en los años sesenta en California en los campos de algodón y de tomate.
Tras una tragedia familiar, su madre decidió que su familia tomara el camino rumbo al norte: “Tengo que darles a ti y tus hermanos una oportunidad real de triunfar en la vida. Tengo que darles una vida de oportunidades que yo nunca tuve”, recuerda Corchado en su libro Medianoche en México. El descenso de un periodista a las tinieblas de su país (México, Debate, 2013).
El periodista se educó en Estados Unidos y posteriormente regresó a nuestro país para hacer la cobertura de diversos hechos para la prensa norteamericana, especialmente a partir de 1994. Sobre ellos escribió: “Yo estaba decidido a no enfocarme en el narco ni el crimen sino de escribir de otros temas de la vida real: inmigración, educación, economía, entretenimiento. Trataría de acercar a mis dos países. Pero sin darnos cuenta, todos nos habíamos vuelto reporteros de la nota roja, como le dicen en México”.
En su libro —en el que amalgama su historia familiar con el relato de la trama política del crimen organizado en México— el autor recrea el periodo en el que vivió bajo la amenaza permanente de grupos delictivos debido a su trabajo periodístico, en especial por una nota de 2007 en la que denunciaba un pacto de paz entre las autoridades mexicanas y cárteles del narcotráfico. El libro concluye cuando dio la noticia de la aprehensión de Miguel Ángel Treviño Morales, El Z-40, quien sería el principal responsable de los amagos en su contra.
Replicante platicó sobre el libro con Corchado, quien egresó de la Universidad de Texas en El Paso en 1987. Posteriormente ha trabajado para el Dallas Morning News, El Paso Herald-Post y The Wall Street Journal. Ha recibido varios premios por su labor, entre los que destacan el Maria Moors Cabot de la Universidad de Columbia, y el Elijah Parrish Lovejoy por la Universidad de Colby.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir un libro como el suyo? ¿Por qué estas historias bajo la advertencia de su padre y los reclamos de sus hermanos? ¿Por qué no reportear mejor turismo, como varias personas se lo sugirieron?
Alfredo Corchado (AC): Tengo 20 años en México como corresponsal. Nací en México, soy nativo de Durango, y para mí los últimos 20 años han sido como tener un asiento en la primera fila de, quizá, los tiempos más turbulentos y transformadores de México.
La pregunta es: ¿podía hacer una historia de dos países como un mexicoamericano (aunque me siento muy mexicano)?, ¿podía ayudar a los norteamericanos a entender lo que está pasando en México y hacia dónde va?
Era una manera de sanar, quizá como terapia. Siempre estás entre la esperanza y el miedo; para mí es como ser un migrante más que se fue a otro país. Es el poema de lo trágico y bello de mi México, de nuestro México, de lo bueno y lo malo.
Entonces todo fue un proceso para entenderme a mí pero también para comprender a mi país.

AR: El libro nos presenta un juego muy interesante: cómo relaciona su historia familiar con la historia de México, la de este país que vive “entre la esperanza y el miedo”. ¿Qué problemas y qué posibilidades le abrió este juego para narrar su historia?
AC: Cuando me pidieron el libro, una cosa que les dije fue: “No quiero escribir otro libro sobre el narco”. Se me hacía que el narco no da la altura de lo que es México, y qué mejor que escribir sobre mi familia, la que de alguna manera representa al mexicano que se fue pero que nunca se ha ido porque sigue añorando, sigue con la nostalgia, continúa queriendo y adorando a su país.
Y también creo en la esperanza de que podemos ser mejores como mexicanos, de que no es necesariamente cosa de la cultura o solamente de nuestra historia, sino de que somos una gente todavía en pie de lucha. A pesar de lo que ha pasado, creo que hemos vivido los peores momentos de México, pero también que a través de lo malo, de lo negro, también hemos visto lo mejor de México, y eso, de manera muy personal, lo veo en mi familia, en mis padres. Mi papá, que se fue de bracero, con 25 centavos en la bolsa, con el tiempo pudo tener su propia casa, su propio negocio; mi mamá sacrificó todo lo que adoraba de su país por darnos una vida mejor. Para mí eso es parte del espíritu mexicano.
El narco, el crimen organizado, es el telón de fondo; pero para mí esto siempre ha sido como una historia de familia, una historia de amor, de cómo nos reinventamos como migrantes en la frontera, ni aquí ni allá. Estamos así: constantemente reinventando quiénes somos.

AR: Eso es muy interesante: usted nació en Durango pero se fue muy joven a Estados Unidos. En su labor profesional ¿cómo diría que se expresan esas dos identidades? En el libro dice que es corresponsal extranjero en México, pero también le dicen que se ve muy mexicano. ¿Qué ocurre con esto cuando dice que en nuestro país hay un antinorteamericanismo tan acendrado?
AC: Yo creo que de niño siempre estaba a la búsqueda de la identidad. Obviamente, después de tantos años en Estados Unidos el reto es mantener el lenguaje; cualquier persona en esas condiciones va a perder un poco del lenguaje. Pero yo siempre estaba obsesionado por tratar de recuperar algo que me quitaron. El libro es, de alguna manera, tratar de buscar la identidad de quiénes somos.
Cuando te das cuenta, a través de la escritura de este libro, de que ahora somos 35 millones de mexicanos en Estados Unidos, y que quizá ya no tenemos que buscar lo que es nuestro, nuestra casa, nuestro hogar, sino que hay un México aquí y un México allá. Es algo que he visto en los mexicanos allá: ya son no tan nacionalistas como cuando llegué, ni yo tan idealista o quizá con tanta nostalgia. Como que ya es uno mucho más real aquí y allá, y somos un México, tanto aquí como allá, que está tratando de encontrar nuestro poder político en ambos lados de la frontera.

AR: Expone una inquietud, que es que finalmente buena parte del futuro se comparte entre los dos países…
AC: Es buen punto porque quizá lo que más me ha marcado a mí es el hecho de haberme quedado en la frontera, haberme criado en El Paso, Texas, y ver cómo uno vive en una ciudad que es una de las más seguras no sólo en Estados Unidos sino en el mundo, y estás al lado de Ciudad Juárez, que es la ciudad más violenta de México y de Latinoamérica —y hay gente que dice que del mundo, aunque no lo creo—. Pero esa es la paradoja de que estás entre dos mundos, pero también es como un espejo y una reflexión de quiénes somos y quiénes podemos ser.
Hay una muchacha que entrevisté en Ciudad Juárez que me decía: “Podemos ser mejores; allá está el ejemplo”. No significa necesariamente que el mexicano quiera ser como el gringo, pero también podemos ser un país mucho más tranquilo, donde el Estado de derecho sirva, que pueda jugar un papel muy importante para el futuro de México.
No todo es culpa del gringo; claro, hay una demanda impresionante de droga, y hay armas que mandan de allá para acá que no se deben enviar, no es justo. Pero a través de los años cubriendo este país he conocido bastantes mexicanos, y la situación es mucho más compleja que culpar siempre al norteño; también nosotros tenemos que construir nuestro propio país. Creo que vivir en la frontera te hace reflexionar sobre eso.

AR: El libro comienza y termina con una amenaza de muerte de El Z-40 contra usted. ¿Cómo ha determinado esta situación su trabajo? Hay una parte en donde dice: “Otra vez me había acercado demasiado a la noticia”. Relata otros peligros que ha pasado, como un abuso policiaco, un intento de secuestro y diversas amenazas. ¿Cómo se trabaja así?
AC: Creo que por el hecho de que el crimen organizado nunca ha sido mi pasión —porque a mí me han importado otros temas, como la relación bilateral, la migración, la música y el arte de México, me encantaba cubrir Cuba— no entendía yo lo profundo del problema del narco, y quizás fue por ser tan ingenuo que no marqué mis límites como reportero, de lo que debo y no debo hacer. Por ejemplo, el cubrir Ciudad Juárez y poder identificar que había un grupo que se llamaba La Línea; en ese tiempo hubo gente que me dijo “esa es invención tuya, no hay tal cosa”, y años después se dieron cuenta de que sí la había.
Pero por no entender lo noticioso del momento y cubrirlo me podía dar cuenta después de que quizá mi mamá tenía razón de que había un motivo de por qué había sacrificado todo para, en mi caso, darme un futuro mejor.
Entonces gran parte del libro es este debate entre mamá e hijo, y ver que mi madre vivió una etapa muy diferente, cuando sí pude experimentar los privilegios de México. Pero luego tuvo que sacarnos, y luego regresé y me di cuenta de que estaba poniendo mi vida en riesgo, de que vivía entre el miedo y la esperanza, lo que a final de cuentas me llevó a decir “quizá mi mamá tiene razón”.

AR: Señala que uno de los tres momentos definitivos que vivió acá fue la llegada al poder de Vicente Fox en el año 2000. ¿Cuáles son los resultados y las consecuencias de este proceso democratizador en los temas que aborda, especialmente el narcotráfico y la seguridad? Hay varias opiniones que recoge y que son muy críticas.
AC: Lo han dicho muchos reporteros y analistas mexicanos, pero yo creo que el vacío de poder que dejó la llegada de la democracia a México, ya que el poder por mucho tiempo estuvo centralizado ya sea a través del PRI o del DF, de Los Pinos, etcétera. Era un poder muy centralizado, y fue después del 2000 que entre mientras más débil se volvía el PRI más veías subir lo malo. Pienso que esto empezó en la época del presidente Ernesto Zedillo, cuando empieza a haber el miedo que empezó aquí, en la Ciudad de México, y luego se extendió a otras partes del país.
Pero fue muy evidente después de que entró Fox; me acuerdo que estaba en Nuevo Laredo creo que en 2004 o 2005, y había pleitos entre narcos, con metralletas, con pistolas muy poderosas, y muchos se preguntaban: “¿Y dónde está el gobierno para controlar?”. Veías cómo llegaba el control del narco a municipios, a cuerpos policiacos, a tus colegas periodistas; o sea, ya no era de plata o plomo, era “yo soy el que controla toda esta región y ya”. Ya no había opción, y eso fue en gran parte resultado de la democracia; aunque hay cosas buenas, creo que eso fue lo más negro que vimos.

AR: Me gustaría que ejemplificara con Ciudad Juárez porque, como relata en el libro, en los años ochenta vio una “revolución popular en Juárez”, la elección de gobernador de Chihuahua en la que participó Francisco Barrio en 1986. Sin embargo, 20 años después más bien relata los horrores que allí ha habido, desde las mujeres asesinadas hasta el multihomicidio de Villas de Salvárcar. ¿Qué pasó con aquella esperanza en esa ciudad y ese estado, al que llega a llamar “el laboratorio de la democracia”?
AC: Creo que Juárez refleja mucho el país. Creo que es casi imposible como reportero estar cerca de gente con tanta esperanza, con tanto entusiasmo, con tantos sueños y no poder reflejar eso en lo que uno siente. Pienso que en aquellos momentos había tanto idealismo en Ciudad Juárez acerca de lo que un cambio representa, que a final de cuentas yo creo que también, como ha ocurrido en México, los demonios andaban sueltos.
Pero te digo: Ciudad Juárez quizá sea el peor ejemplo de México, pero también para mí ha sido lo mejor del país porque ves cómo la gente se ha levantado y sigue en pie de lucha. Lo de Villas de Salvárcar creo que a todos nos marcó: fue un punto muy clave en la ciudad y en el país. Muchas personas que perdieron a sus hijos en ese hecho tuvieron la opción de buscar asilo político en El Paso, en Estados Unidos, e incluso hubo gente que lo intentó y pasó la frontera pero que después de reflexionar dijo: “¿Sabes qué? Mejor nos quedamos en México, y con la sangre de nuestros hijos vamos a formar comunidad”.
Hoy Juárez no es perfecto, le falta muchísimo pero ha mejorado bastante. En gran parte hay un debate si es por un pacto que hicieron los narcos o si la sociedad civil de veras ha cambiado; yo creo que ha sido por ambas cosas. Lo veo en la ciudad: veo gente muy comprometida a pesar de los horrores, de las decepciones, del miedo. Sigue allí, en pie de lucha.

AR: Hay otra parte del libro, cuando viene la amenaza que refiere: la medianoche en México, donde justifica el título del libro, cuando sentía que el país le había traicionado. ¿Por qué sentía esto?
AC: Por lo que hablábamos: quizás la influencia norteamericana, la mentalidad gringa que me llevó a la idea de que si México llegaba a una democracia va a ser un país mucho mejor. Quizá a largo plazo lo sea, pero en ese momento me sentí traicionado no solamente por México sino por mí mismo por pensar así, por llegar a esa mentalidad. Y lo digo: hay momentos en que maldigo mi idealismo norteamericano, mi mentalidad gringa, y me hace reflexionar de que no todo pasa de esta manera. Son historias y situaciones muy diferentes.

AR: Quiero volver al aspecto profesional: cuenta varios asuntos, entre ellos, al final, la captura del Z-40 que le reveló su contacto en Estados Unidos y que tuvo que verificar con otras fuentes. ¿Cómo se verifica la información en este contexto de mentiras, filtraciones y manipulaciones? Por allí le dice Ángela: “¿Cómo vas a seguir una historia, cómo esperas llegar a la verdad si no puedes confiar en nadie?”.
AC: Preguntar como reportero y seguir preguntando, tener confianza y tener fe en lo que sientes, en lo que sabes, así como tener fuentes en ambos lados de la frontera. Para mí ha sido clave tener fuentes en Washington, en el Distrito Federal, en la frontera, pero también en ambos gobiernos y seguir checando la información.
Llega un momento —y siempre sucede cuando uno cubre este tema— en que desconfías de ti mismo, de quien te da información, pero al final de cuentas tienes que creer en tus instintos periodísticos y seguir preguntando porque siempre va a haber dudas.
No creo que haya una verdad definitiva, pero siempre estás buscando esa luz que te lleve hacia las respuestas que uno también tiene como reportero.
Te lo voy a decir: Ángela tiene toda la razón.

AR: Y tiene otra clase de contactos, como La Paisana
AC: Fíjate que eso es clave, porque creo que el hecho de haberme criado en El Paso, en la frontera con Ciudad Juárez, me ayudó mucho como reportero porque hubo fuentes que conocía yo desde hacía años y que a final de cuentas me ayudaron después cuando lo necesité. Pero también entendí el mundo de tinieblas, de fantasmas que es, y fue por eso que les prometí a mis padres que nunca iba a cubrir el narco, porque era algo que nunca llegas a entender totalmente y siempre en el que la motivación es el dinero.
Pero gracias a gente como La Paisana o informantes como ella pude entender que pude quizá medir mis pasos mucho más cuidadosamente de lo que antes pensaba.

AR: Otra parte interesante del libro es el reclamo que hizo al investigador de Estados Unidos en el sentido de que lo usó, y su respuestas fue que usted también lo usó a él. ¿Cómo utilizan los diversos bandos (policías, bandas, etcétera) a la prensa? Hace un rato mencionaba que hay periodistas metidos en el narcotráfico.
AC: Al final de cuentas es una guerra de información: quien tiene la mejor información puede tener la ventaja contra su rival, y la prensa puede desempeñar en ello un papel muy importante. Hay reporteros mexicanos con una valentía increíble; yo creo que lo poco que he aprendido ha sido de mis colegas que de veras no tienen protección en México. Hay gente que se la juega; yo, en cambio, tengo la opción de subirme al avión e irme fuera del país. Pero aprendes de tus colegas, y también aprendes de lo malo que hay entre ellos. Imagínate vivir en una oficina donde no puedes confiar completamente en todos tus colegas porque algunos de ellos están vendidos o están promoviendo a un cártel contra otro. Es una realidad que a mí me costó mucho trabajo entender: que había y hay cárteles que utilizan a reporteros como voceros. Eso da escalofrío.

AR: En el libro expone cómo se mandan mensajes a través de la prensa. Después de la transición democrática, ¿cuáles son los márgenes de la libertad de prensa en México? Ramón, de El Mañana, dice que “con el PRI estábamos censurados pero teníamos suficiente libertad para creernos que estábamos practicando periodismo de verdad”. ¿Se ha avanzado en ello con la transición política?
AC: Es muy interesante Nuevo Laredo y todo Tamaulipas, porque en las últimas elecciones a mí me impresionó mucho el hecho de que ciudades como Nuevo Laredo, quizá Ciudad Alemán y otras en la frontera cambiaron de partido, del PRI al PAN. Hablé después con Ramón después, y le dije: “¿Qué representa esto para Tamaulipas, para la creencia en la democracia?”. Y me decía (cuando hablamos de esto fue hace un año, más o menos): “Mira, la gente ya está harta de la censura; estamos hartos de vivir bajo el control, y quizá es tiempo de cambiar de partido, a ver si esto cambia la situación”. Nosotros ya pasamos ese proceso en 1986, en los noventa con el cambio en la Ciudad de México y en 2000 con la llegada de Fox, pero hay gente que aún cree que quizá un cambio de partido puede cambiar la situación.
Para mí eso es impresionante, y nuevamente dice muchísimo del mexicano el tratar de crear competencia política entre partidos. Eso también refleja mucho a la sociedad civil. El hecho de que no tengan miedo de votar a otro partido yo creo que dice muchísimo del mexicano que se la está jugando.
Lo último que tengo de El Mañana es que estaban tratando de, poco a poco, dejar la censura, de reintegrarse a la sociedad, como dicen ellos, y poder reportar en los noticieros de Nuevo Laredo. También eso nos da un poco de esperanza como periodistas.

AR: En las historias que relata hay aspectos muy oscuros; pero ¿dónde encuentra la esperanza de México? ¿Por ejemplo, en los padres a los que les mataron a sus hijos en Ciudad Juárez y se quedaron a construir comunidad?
AC: Creo que hay muchos lugares como Ciudad Juárez: en Coahuila, en Nuevo Laredo, en la Ciudad de México. Yo creo que lo importante es ver cómo en muchas comunidades están dejando el paternalismo, el de “el partido todo resuelve” y están exigiendo cuentas.
También en mis colegas periodistas, el hecho de que cuestionan, preguntan; ya no es como cuando llegué a México hace 20 años, de que lo que decía la versión oficial era la verdad. Ahora hay periodistas que siguen cuestionando a la autoridad; los medios sociales, Twitter, veo Milenio, Reforma o El Universal, y traen un video de un oficial haciendo algo malo, y mientras más expones eso, mejor.

AR: Es lo que hizo usted, como relata en el libro…
AC: Exacto, y no funciona en todos los casos: con mi amigo Samuel tenía mucho miedo; pero digo, ves esto y te sigue dando esperanza.

AR: ¿Cómo observan los medios de Estados Unidos el problema del narcotráfico en México?
AC: Yo creo que durante mucho tiempo entre los norteamericanos había poco interés, mucha apatía. Pero con el paso de los años, por ejemplo, yo creo que en el norte de Texas las personas están mucho más informadas del peligro que el narcotráfico es no sólo para México sino también para ellas. Pero creo que tenemos que hacer algo que no hemos hecho bien como corresponsales en Estados Unidos: no hemos explicado bien las estructuras de cómo funciona el narco en ese país. Nos hemos dedicado quizá demasiado a México, y obviamente una ciudad como Dallas tiene más drogadictos, muchas más armas, mucha más demanda para la droga, pero no hay las consecuencias que hemos visto en México; por ejemplo, no hemos visto cabezas en las autopistas. Pero eso nos deja un espacio mucho más grande para tratar de explicar cómo es que funciona el narco allá, quiénes son los líderes, cómo se conecta un cártel de Sinaloa con el de Chicago. Poco a poco estamos sacando más información, pero creo que nos falta mucho más para educar a la población norteamericana.

*Entrevista publicada en Replicante, 3 de enero de 2015.

miércoles, julio 01, 2015

La escritura no es cuestión de recetas. Entrevista con Sandro Cohen




La escritura no es cuestión de recetas
Entrevista con Sandro Cohen*
Ariel Ruiz Mondragón
Uno de los grandes problemas del sistema educativo mexicano es el de la lectoescritura. Al llegar al nivel universitario, muchos estudiantes carecen de los conocimientos e instrumentos suficientes para manifestarse apropiadamente a través de la escritura, la cual es muy distinta de la expresión oral. Y en no pocas ocasiones, terminan una carrera en esas condiciones.
Como una forma de resarcir ese grave déficit y como un recurso auxiliar para sus clases, Sandro Cohen (Newark, Nueva Jersey, 1953) concibió hace 20 años su libro Redacción sin dolor, que ahora llega a su sexta edición (México, Planeta, 2014). En él, lo que el autor pretende, según explica en la introducción del volumen, “no es la corrección sino la precisión y la claridad en el lenguaje escrito”.
Sobre esa obra —cuyo éxito es innegable: ha vendido más de 150 mil ejemplares— conversamos con Cohen, quien realizó la maestría en Letras Hispánicas en la Universidad de Rutgers y es doctor por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco; además, fue director editorial de Grupo Planeta, gerente de interés general de Grupo Editorial Patria y fundador de Editorial Colibrí.
Además de la academia y la edición, Cohen se ha dedicado a la poesía, la novela, la crónica, el ensayo y la traducción. Ha publicado una veintena de libros y ha colaborado en los principales diarios y revista culturales del país.

Ariel Ruiz (AR): ¿Cómo surgió la idea de publicar un libro como el suyo, en el ya lejano año de 1994, y ahora de sacar esta sexta edición?
Sandro Cohen (SC): Originalmente había pensado Redacción sin dolor como un libro muy modesto que fuera para mí un auxilio al dar clases de redacción. Yo había buscado afanosamente en todas las librerías un buen libro que me ayudara en la impartición de la materia de Redacción en la UAM Azcapotzalco. No encontraba ninguno bueno que me sirviera. Había muchos, pero de ortografía, de cosas que no me ayudaban mucho, que ponían listas de cosas que no había que hacer y qué es lo que sí había que hacer, pero no enseñaban cómo escribir.
A mí no me interesaban esas listas, porque yo sabía que la escritura no es una cuestión de recetas y que lo difícil es enseñar a escribir. Es muy fácil poner reglitas y eso se hace pasar por un libro de redacción, pero el trabajo difícil es explicar cómo funciona el lenguaje por escrito (porque una cosa es el lenguaje oral, que no nos cuesta ningún trabajo, y otra es el lenguaje escrito, que sí nos cuesta mucho trabajo).
Entonces yo necesitaba un libro que me ayudara a explicar a mis alumnos cómo funciona el lenguaje escrito, cuáles son sus estructuras, cómo se llaman sus partes, cómo puntuar lo que escribimos, cómo usar los acentos. Ese fue mi propósito original, y así salió la primera edición de Redacción sin dolor. En comparación con la sexta edición, pues fue un buen esfuerzo, pero fue algo muy modesto que he tratado de ir enriqueciendo y mejorando a lo largo de todos estos años.

AR: En el libro dice que lo que se pretende no es la corrección, sino la precisión y la claridad. ¿Cuál es la relación entre la una y las otras?
SC: Depende de cómo entiendas qué es correcto y qué es incorrecto. Si a la corrección la entendemos como lo que prescribe la Academia, eso no me interesa tanto como la claridad del mensaje: que el lector entienda lo que el escritor quiso dar a entender. Eso para mí es escribir de manera correcta.
Esto depende mucho del contexto, de quién escribe y quién lee. En la universidad, en mis clases abiertas e incluso en mis clases a empresas, lo que ofrezco es un curso de redacción que maneja la norma culta, no las normas regionales. El problema está en que la gente que siempre ha vivido donde ha nacido y nunca ha salido, ni tampoco lee libros de otro países o de otras regiones dentro de su propio país, no reconoce su propio dialecto. Piensa que lo que ella habla es lo que todo mundo habla, y no es cierto: cada ciudad, cada pueblo, tienen su habla, sus palabras, sus localismos. Además, la gente piensa que no tiene acento, que acento tienen los otros, los de otros países, de otras regiones. En la Ciudad de México dicen que los del norte y los de Tabasco tienen acento, pero los del Distrito Federal también lo tienen, como los de Puebla u Oaxaca.
Como hay acentos también hay palabras que se usan exclusivamente en ciertas partes, mientras que en otras no, o se usan de otra manera. Entonces es muy importante que el redactor se dé cuenta de que hay palabras, frases y giros que no son de la norma culta, entendida como la que se comprende en cualquier parte.
No es necesario privilegiar el español peninsular porque también es regional: se maneja en España, y también allí tiene sus variantes dialectales, ya que el del norte es diferente al del sur.
En todas partes se cuecen habas, pero, por un lado, hay una norma culta que nos ayuda a establecer cuál es la buena literatura, y, por otro, los diccionarios, que son la única otra manera de vivir simultáneamente en todos los países. Viajar ayuda mucho, porque nos sensibilizan en cuanto al idioma (claro, me refiero a viajes a otros países de habla española, en los cuales uno se da cuenta de las diferencias que enriquecen tanto el idioma castellano).

AR: ¿Cómo ha cambiado la lengua española en los 20 años desde la primera edición de Redacción sin dolor? Por ejemplo, la versión más reciente del Diccionario de la Real Academia Española ya incluye algunos regionalismos.
SC: La lengua en sí no ha cambiado nada: es la misma, con la misma gramática y la misma sintaxis, e incluso las reglas de ortografía han cambiado muy poco.
Lo que sí ha cambiado mucho es el léxico: hay nuevas palabras y nuevas frases, y muchas palabras han caído en desuso (por ejemplo, ya nadie habla de floppy, que estaba de moda hace 20 años, y el CD-ROM es cada vez de menor importancia).
Palabras van y palabras vienen, y siempre han venido y se han ido. Esto no es novedad en ningún idioma. Tenemos que acostumbrarnos a la idea de que el idioma es un blanco móvil: nunca se está quieto.
El trabajo de personas como yo, a quienes nos interesa escribir sobre el idioma y enseñar cómo utilizarlo bien, es siempre tener la oreja parada para detectar los cambios. Claro, como uno vive en cierto lugar pues se da cuenta a lo largo del tiempo cómo algunas palabras se transforman. Voy a poner un par de ejemplos: hace 30 o 40 años en México nadie usaba la palabra “chico” para referirse a personas jóvenes, sino que eran “chavos” o “muchachos”. Decir “es un chico” causaba hilaridad, literalmente. Hoy en día, todo el mundo habla de chicos y chicas como sinónimo de chavo, que ahora ya casi no se usa.
El segundo: hace 30 o 40 años la palabra “güey” era muy ofensiva. Si alguien se la decía a otro, era para armas tomar, muy agresiva, pero ahora todo el mundo la dice, y al mejor amigo le llamamos así, e incluso ya tiene su propia grafía: “wey”. Además, su pronunciación se ha suavizado mucho.
En cuanto a la norma culta, el peligro radica no en palabras como “wey”, sino en las palabras de todos los días que tienen sentidos diferentes en diversas partes, de lo que no se da cuenta la gente. Por ejemplo, el verbo “ocupar”: ocupamos el departamento en diciembre, lo vamos a desocupar en enero, me ocupo en esto, me ocupo de lo otro, etcétera. Pero en el Valle de México ocupar es sinónimo también de usar: “¿Vas a ocupar el vaso?”. Yo me río: ¿cómo voy a ocupar un vaso si está muy chiquito? Entre las acepciones de ocupar en el diccionario no está la de usar. Además, en el norte de Guadalajara ocupar también es sinónimo de necesitar: ocupo ir al banco, ocupo ir al súper. Recuerdo que una vez hablé a un call center, me contestaron y resultó que estaba en Monterrey. Me dijeron: “¿Qué ocupa saber?”. Al principio no entendí lo que me estaban preguntando, y ya luego me aclararon: “¿Qué necesita saber?”. Fue allí donde me cayó el veinte de este cambio de léxico: es la misma palabra pero con otro sentido.
Y la gente no se da cuenta de que su manera de usar la palabra es local. Pero si uno está escribiendo y sus lectores van a estar en internet, uno no escribe solamente para el vecindario sino para todo el mundo. Entonces tiene que saber que sus palabras tienen sentidos universalmente reconocidos.
Todo depende de qué se trate: si es un poema, no viene al caso lo que estoy diciendo, ya que viene de lo más íntimo y no se aplica en estas cuestiones de corrección y de la norma culta. Pero si es un cuento o una novela, que debe ser real, comprensible, debe tener el sabor de la realidad local. Entonces se requiere cierto tino de parte del novelista o del cuentista para dar este sabor local sin hacer que sea incomprensible para alguien de fuera.

AR: Allí también aparece el problema de las traducciones…
SC: Sí, exacto: si se traduce local, solo sirve la traducción para esa parte. En la medida en la que se pretenda que la traducción pertenezca a la norma culta, tendrá más aceptación, pero no existe un español completamente neutro. ¿Quién dice qué es lo neutro? Es un estira y afloja.

AR: En el libro hay un debate y diálogo con la Real Academia Española y con la Asociación de Academias, porque a veces, efectivamente, sí sigue sus recomendaciones, pero en otros casos no.
SC: Tengo menos divergencias ahora que antes. Eso significa que para mí la Academia ha mejorado en relación con cómo estaba hace 30 años. Creo que se ha querido modernizar, a volverse más descriptiva que esencialmente normativa.
Por naturaleza, los diccionarios son normativos, pero también son descriptivos. Tienen que recoger las palabras con las acepciones que la gente usa, no sólo de España sino de América. Es importante que refleje cómo una palabra, por ejemplo “ocupar”, se usa en España, en diferentes regiones de ese país y de México, y cuáles son las acepciones de norma culta. Ese sería el diccionario ideal, pero al diccionario académico, con todo y que se ha modernizado un poco, le falta muchísimo, ser más imparcial y más científico.
Al de la Real Academia le ha costado mucho trabajo dejar de ser un diccionario peninsular, porque es un punto de partida y un enfoque. Se le ha querido agregar lo panhispánico, lo cual se agradece, pero no deja de ser una protuberancia cuando, de origen, el diccionario debe ser neutro.
Entonces, la primera acepción debe ser universal, y luego poner en la lista todas las acepciones locales, y no las que mandaron de alguna academia sino hay que investigar cómo se usa una palabra en todos los países. Pero esto requiere dinero e implica un esfuerzo no sólo en horas-hombre sino dinero para pagar y financiar esas investigaciones.
Afortunadamente mucho ya se puede hacer por internet y por correo, y yo mismo hago investigación por Facebook, donde tengo más de 33 mil lectores en la página Redacción sin dolor.

AR: En el libro también habla de un fenómeno que se ha extendido en las últimas décadas, al que llama “la edición de escritorio”, que casi ha jubilado a tipógrafos, editores y, yo añadiría, a correctores de estilo. ¿Cuáles han sido las consecuencias de esta edición prácticamente indiscriminada?
SC: Hay mucha gente que no se acuerda —o no estaba viva— de cuando no había edición de escritorio. Antes las publicaciones se hacían en imprentas que tenían un equipo de preproducción que incluía formadores, diseñadores de edición, fotógrafos, correctores, aparte de un proceso que era más robusto de lo que es ahora. Hoy ponen a una secretaria y le dicen: “Haz el libro”. ¿Y qué sabe? Lo mínimo, muchas veces más que su jefe, pero no para hacer un libro.
Hacer un libro es un oficio noble desde hace siglos, y de repente desaparecieron saberes muy importantes: los del diseñador, del tipógrafo, del corrector, del formador… Ahora no hay tipógrafos, los linotipistas no sé qué se hicieron (desaparecieron, yo creo), quienes eran el corazón del asunto ya que sabían todas las reglas y eran trabajadores altamente calificados. No creo que les hayan pagado de acuerdo con su alto grado de conocimiento, porque sí sabían dónde iba el punto en relación con los paréntesis, las comillas, si era una cita textual con dos puntos, etcétera.
También los editores de antes sabían esto y sabían marcar los libros correctamente. Eran una comunidad reducida, pero que tenía el encargo del cuidado de las ediciones. Había especialistas en la rama y hacían sus manuales de estilo. Pero llegó la computadora personal y la posibilidad de diseñar y diagramar libros en ella, y jubilaron a los tipógrafos y a los diseñadores, y todo este trabajo recayó en personas que no saben lo que están haciendo, lo cual provocó un caos.
Yo viví ese caos, y fue desastroso. Por ejemplo, la regla de la colocación del punto en relación con comillas y paréntesis tuvo que rehacerse, porque no había manera de que todo el mundo entendiera cómo se hacía antes porque era una regla compleja y había que tomar en cuenta varias cosas para saber dónde iba el punto. El editor se aprendía la regla, e incluso los tipógrafos, con mucho gusto, siempre la explicaban porque era su momento de brillar como catedráticos en la formación de libros.
Pero luego uno se dio cuenta de que nadie pela ya esa regla, nadie la conoce y entonces hacen las cosas como se les ocurre, sin ninguna consistencia. Me imagino la discusión al interior de la Academia antes de la Ortografía de 1999, que fue cuando empezó a poner orden: “Va a estar imposible que todo el mundo entienda la regla como venía antes porque es demasiado compleja. Tenemos que simplificar”.
¿Cómo lo hicieron? Si es el final del enunciado o de la proposición, y termina con comillas o paréntesis, el punto va a ir fuera; si hay signo de interrogación y no viene ni paréntesis ni comillas, no hay punto; pero si cierra con comillas ahora sí va el punto. Signo de paréntesis: si no hay, no va segundo punto porque está incluido en el signo, pero si viene el signo y después paréntesis vamos a agregar otro punto. Esa es la nueva norma, que es muy sencilla y muy fácil de explicar y de enseñar.
Hay inconformidad de parte de los puristas conservadores, pero cuando yo vi la regla en 1999 dije: “Dios bendito”, porque era un caos, y era preferible una regla sencilla. Pero hay gente que hasta la fecha ni idea tiene de esto y ponen el punto como sea. Ahora este tema está tipificado ya en la ortografía, y la autoridad se impone y si uno no quiere seguir eso es que se declara en rebeldía, pero ya no puede ser por ignorancia. Y hay más, pero no importa porque no afecta el contenido, el mensaje es el mismo. Lo único que se gana es claridad y consistencia, porque la gente se confunde.

AR: ¿Cuáles son los mayores problemas que encuentra en los periódicos respecto a su escritura?
SC: Se reflejan los mismos problemas en la prensa que en el resto de la población, tal vez en menor medida, pero allí están. Y hay problemas específicos del periodismo que no existen en la población en general, como, por ejemplo, la percibida necesidad de utilizar, a ultranza, la sinonimia cuando no hace falta. Si yo estoy hablando de problemas de agua, la palabra “agua” se va a repetir, no tengo que decir “el vital líquido”. Es sumamente chocante que hablen así porque es antinatural y mamón, lo cual no tiene por qué estar en un periódico (además, no es el único vital líquido, porque también está la sangre, que tiene el mismo mote).
Por otro lado, hay un desconocimiento bárbaro de la sintaxis. No es que haya una sola sintaxis correcta: según el sapo es la pedrada. A mí me desquicia, por ejemplo, el periódico Reforma: uno de sus encabezados se refería a la Casa Blanca del presidente Enrique Peña Nieto, y decía algo así como “Critican mansión en el extranjero”. Yo pensé que ahora Peña Nieto tenía una mansión en el extranjero, pero no: en el extranjero critican su mansión. Ellos, no sé por qué (nadie me ha podido dar una respuesta lógica), siempre quieren iniciar sus encabezados con un verbo conjugado. No lo entiendo, porque tampoco está en su manual de estilo, el que he leído de pe a pa y es respetable. Es una regla inamovible en Reforma y causa un sinfín de problemas.
Pero no se entiende de sintaxis no sólo en los encabezados sino en los escritos: la ampulosidad periodística es sólo comparable con la de la burocracia. En el periodismo hay que escribir claro y directo. Esa es la meta: claridad, precisión y decir las cosas con la menor cantidad de palabras posible, no preocuparse por una sinonimia cuando no viene al caso (aunque, claro, hay otras palabras que se pueden sustituir fácilmente sin llega a los extremos del “vital líquido”).
Otra cosa que no dominan los periodistas es la puntuación: usan grabadora, llegan a la redacción o a su casa, y ponen textualmente lo que dijo la figura pública. Muy bien, no tergiversaron su mensaje, pero, ¡momento! Sí lo tergiversaron porque no supieron puntuar y el lector tiene que interpretar lo que quiso decir el personaje porque no pudo ser lo que se escribió, porque no tiene sentido. La gente, para empezar, cuando habla no usa punto y coma. Este es un recurso muy antiguo, pero es del lenguaje escrito, y las citas textuales son del lenguaje oral. Entonces, en las citas textuales no veo por qué debemos usar punto y coma, para empezar. Debemos usar comas y puntos, y si somos muy abusados, podemos usar dos puntos, que son muy diferentes del punto y coma, pero son muy útiles en las declaraciones.
Hay que conocer para qué sirve cada signo, cuál es su propósito y cómo usarlos, y los periodistas actuales no tienen la menor idea ni siquiera de cómo usar una coma: desconocen la coma del vocativo, la elíptica y apenas conocen la serial, y eso porque Dios es grande. A veces usan correctamente las comas parentéticas, para aislar información incidental, pero muchas veces no: ponen la primera coma o la segunda, pero no las dos. Entonces no se entiende.

AR: Usted se ha dedicado a la enseñanza de la redacción durante más de 30 años. En el libro anota que la política educativa no le ha dado el valor suficiente a la escritura. ¿Cómo ve la situación en estos años?
SC: Las escuelas son un desastre. Lo sé porque doy primer año de universidad, y sé cómo llegan los alumnos a ella: muy mal. La mayoría no sabe qué es un adjetivo, qué es un adverbio, y mucho menos sabe cuál es la diferencia entre sujeto y predicado. El núcleo del predicado, ¿qué es eso? ¿Es un animal exótico? Si hablo de oraciones subordinadas les da urticaria, no saben de qué estoy hablando.
Yo pregunto: ¿cómo quieren que alguien escriba bien si no sabe lo que está haciendo? No es cuestión de hablar: el habla es natural en todo ser humano, pero la escritura no es natural, no es parte del ser humano: se puede ser perfectamente humano sin saber leer y escribir. No quiere decir que uno sea culto, pero es humano. Seamos honestos: yo puedo ser analfabeto y ser muy humano, incluso puedo tocar instrumentos musicales sin saber leer y escribir. Claro, tampoco podré leer partitura y entonces mi repertorio será limitado a lo que me han enseñado en carne propia y por imitación, porque la partitura es otro lenguaje.
Entonces la lectura y la escritura, como formas antinaturales de expresión, requieren un proceso de aprendizaje. No es “enchílame otra”, como las escuelas piensan que lo es, que es tan natural escribir como hablar. Es un error de pensamiento muy grave porque los maestros terminan diciéndoles a los niños que escriban como hablan. Pero son dos lenguajes diferentes, que lo único que tienen en común son las palabras y la gramática, y todo lo demás es diferente.

AR: ¿Cuál es la relación de la lectura con el aprendizaje de la escritura?
SC: Uno puede aprender a escribir leyendo lo que está bien escrito porque uno deduce las reglas. Si uno pone atención, deduce con el tiempo las reglas de la puntuación y de la sintaxis. ¿Por qué la gente “encabalga” tanto? Porque no se fija en lo que lee y entonces pone como, coma y coma, y es una pausa, ¿no?
¿Cuál es el problema? Porque los maestros de la escuela dicen: “La coma es una pausa”. Lo primero que digo a mis alumnos es “olvídense de que la coma es una pausa: no lo es. Puede coincidir o no”. El origen de la coma, en efecto, era la vírgula, que usaba la raya diagonal para indicar, a los que leían los sermones, los mensajes bíblicos, dónde debían hacer pausa, porque la escritura era muy nueva, y entonces había que llevarlos de la mano. Eso después se convirtió en coma, pero esta adquirió muchos usos gramaticales y sintácticos que nada tenían que ver con la pausa per se, y pueden coincidir con la pausa o no.
Entonces, si enseñan estas reglas idiotas, ¿cómo quieren que los chavos escriban bien? Pero no saben que son reglas idiotas porque nunca aprendieron: no leen.
Si uno lee a los buenos escritores (claro que habrá discrepancias), uno más o menos va a dominar el uso del punto y de la coma, que son los más importantes. Es el 90 por ciento del boleto, y el otro 10 por ciento va entre dos puntos y punto y coma y, si quieres agregarlas, las comillas, los paréntesis, las rayas. Pero yo doy brincos cuando los alumnos ya dominan la coma y el punto y cuando no encabalgan.
Yo les digo a mis alumnos: con una cuartilla sé si la persona sabe escribir o no. No necesito más, porque si no ha encabalgado en 250 o 300 palabras, es que no lo va a hacer. Sabe cuándo termina una idea gramatical, y cuando se inicia la siguiente porque puso el punto y seguido. Si no hace eso, no sabe escribir. No importa lo demás: si la mayúscula, si la minúscula, que la cursiva, que la redonda, que la bastardilla y que la tía que lo parió. No me interesa: si no encabalga, va bien. Con eso ya está del otro lado porque lo demás cae en su lugar. Pero si salen encabalgando no sólo habla mal de ellos sino de mí también.


*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 171, febrero de 2015.