lunes, mayo 19, 2014

Una democracia autoritaria y oligárquica. Entrevista con Lorenzo Meyer





Una democracia autoritaria y oligárquica
Entrevista con Lorenzo Meyer*
Por: Ariel Ruiz Mondragón

El trayecto de la democracia mexicana no ha sido lineal, progresivo y puramente positivo, sino que encierra muchas paradojas, déficits y contradicciones que han llevado a algunos estudiosos a hacerle severos cuestionamientos por sus resultados políticos, sociales y económicos, que han sido notoriamente insuficientes para aumentar el bienestar de la población.
Entre quienes han destacado por su labor crítica respecto al proceso democratizador de nuestro país se encuentra Lorenzo Meyer (Ciudad de México, 1942), quien recientemente publicó su libro Nuestra tragedia persistente. La democracia autoritaria en México (Debate, 2013), en el que reúne diversos textos en los que revisa el t´ransito político reciente del país.
Sobre ese volumen Este País conversó con Meyer, quien es doctor en Relaciones Internacionales por El Colegio de México, misma institución de la que es profesor emérito; también es investigador emérito del Sistema Nacional de Investigadores. Ha ganado los premios como el Nacional de Ciencias y Artes, Nacional de Periodismo y de la Investigación Científica, así como la Condecoración de la Orden de Isabel la Católica en Grado de Encomienda, entre otros. Actualmente colabora como comentarista político en Reforma, Once TV y MVS Noticias.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy publicar un libro como el suyo, con una visión tan desencantada del proceso democratizador?
Lorenzo Meyer (LM): Más bien yo haría la pregunta: ¿por qué no publicarlo hoy, que es una coyuntura en la que todos los actores, todos los hilos de la trama política mexicana andan sueltos o, por lo menos, muy laxos? Es justamente, creo yo, el espacio, el momento adecuado para la publicación. Supuestamente el libro va dirigido al ciudadano mexicano; ya sé que supuestamente porque el grueso de los ciudadanos no tiene ni siquiera tiempo para leer libros, pero quiero imaginar a un ciudadano ideal que está viendo el entorno en el que vive políticamente cada vez más complicado, cada vez más enconada la disputa entre los actores políticos, y entonces hago un intento de análisis y explicación. No llego a grandes conclusiones, pero creo que el conocimiento es una herramienta indispensable para poder entender el entramado y quizá resolverlo. Mayor conocimiento puede ser una herramienta para resolver problemas.
Entonces, quizá por malas razones, este es el mejor momento para sacar una discusión como la que está contenida en el libro.

AR: En uno de los textos del libro comenta el libro de Enrique Florescano La función social de la historia. Usted dice que se busca dar desde hoy un sentido al pasado y que no se puede alegar inocencia ni neutralidad; después de todo es un trabajo que es una toma de partido en el presente. En ese sentido, ¿cómo explica su postura política en este libro?
LM: Es una muy simple y que viene de la propia naturaleza de las ciencias sociales: incluso el científico social más conservador, reaccionario y que se niega a aceptar el cambio, tiene que reconocer que el arreglo político en el que vive es imperfecto; no hay posibilidad de arreglo social, político y económico perfecto. Entonces la obligación del científico social es analizar su entorno y ver dónde están sus problemas, sus flaquezas, los puntos en donde se puede mejorar.
En todo arreglo social, incluso en el más perfecto alcanzado hasta ahora (que sería, a mi juicio, el de los países escandinavos), hay problemas a resolver. Así que la toma de posición es la propia de la naturaleza de las ciencias sociales: descubrir y describir los problemas como un paso previo, necesario, a su solución, o por lo menos al intento de solución.
Así que la toma de postura es la de alguien que está inconforme con la sociedad en la que vive.

AR: Desde el título del libro observamos un oxímoron muy claro: la democracia autoritaria. En el volumen describe muchas ambigüedades, contradicciones y paradojas de nuestro proceso político. ¿Cuáles son las principales para llamar al régimen mexicano “democracia autoritaria”?
LM: Tiene usted toda la razón de apuntar a esa aparente contradicción teórica, porque yo digo que en la práctica no, porque si un sistema es democrático no puede ser autoritario y viceversa: si es autoritario ¿qué sentido tiene la democracia como instrumento de análisis? Pero encuentro que el caso mexicano es siempre un híbrido.
Originalmente el término autoritario viene de una observación posterior a la Segunda Guerra Mundial que dividió al mundo en dos grandes estructuras (supuestamente dos, la verdad es que son más): una, los sistemas totalitarios al estilo del nacionalsocialismo primero, y de la Unión Soviética después, y los sistemas democráticos al estilo de la democracia occidental inglesa y norteamericana.
El sistema político mexicano de los años cincuenta, sesenta, setenta y ochenta, no caía en ninguno de los dos; aunque formalmente es una democracia, en realidad no lo es. Es un sistema intermedio, que es el autoritarismo, en el que hay algo de pluralidad política pero está muy limitada; en el sistema totalitario no hay pluralidad posible, y en el sistema democrático, en principio, la pluralidad es ilimitada, es la que la sociedad quiera y dé. De allí salió ese concepto de autoritarismo.
Yo lo revierto un poco: el sistema político mexicano no es ni democrático ni es autoritario: es un híbrido, siempre lo fue. Lo que compagina o hace posible que no sea absurdo, desde una perspectiva teórica y desde una perspectiva empírica, llamarla democracia autoritaria es que tiene de los dos elementos. Los tiene democráticos, y lo podemos ver, por ejemplo, en el hecho de que ahora, a diferencia del pasado, hay movilizaciones sociales y éstas no pueden ser destruidas por la vía en que se hacía en los años cincuenta, sesenta y setenta: la de la fuerza.
Pero, por otro lado, hay elementos muy autoritarios, como se ve en el sistema electoral, que está abierto a todas las fuerzas políticas, pero que en la práctica, y sobre todo a partir de 2004-2005, se vio que las grandes concentraciones de poder dentro y fuera del gobierno tenían un veto. Se puede aceptar el cambio político entre el PRI y el PAN y viceversa, pero no con la izquierda; a ésta, por las buenas o por las malas, se le limita a unos cuantos espacios. No se le puede evitar ya (esa es la parte democrática), pero sí se le puede negar el acceso a la Presidencia manejando los dados políticos y haciendo que, “haiga sido como haiga sido” (para usar la célebre frase de Felipe Calderón), esa izquierda no llegue y el PAN sí, a pesar de que en el sexenio que en 2006 estaba terminando había más elementos de fracaso que de éxito. Pero el sistema electoral se manipula y entonces hay una limitación al pluralismo mexicano: en México a la izquierda no se le permite llegar a tener la responsabilidad de dirigir todo el sistema.
Lo que encontré ya para finales del gobierno de Calderón es una mezcla de elementos del antiguo autoritarismo, que viene desde cuando uno pueda rastrearlo: desde la época prehispánica o la época colonial, desde luego el Porfiriato y el régimen posrevolucionario en el siglo XX. La democracia es la parte más débil porque no tenemos una tradición democrática en el sentido de la democracia política, liberal, occidental basada en elecciones limpias, sistemáticas y con resultados creíbles.
La parte autoritaria es muy fuerte, pero estamos en el siglo XXI, en una sociedad más participativa, que es donde yo pongo la poca esperanza que tengo; pero las herencias que tenemos son enormes y el hecho de que el PRI haya regresado al poder mucho nos dice sobre la capacidad que tiene el autoritarismo para sobrevivir.
Entonces lo que mi libro trata de entender y explicar, aunque no predecir, es esta mezcla de elementos autoritarios y democráticos en el día a día mexicano. ¿Cuál de los dos va a sobreponerse al otro?, ¿la democracia, finalmente, llegará a ser realidad en México? ¿O volveremos a un tipo de autoritarismo distinto al del pasado, pero autoritarismo al fin? No lo sé.

AR: Escribió usted: “La lucha de la democracia política mexicana va a contrapelo de su historia”. ¿Cómo revertir esa tendencia?
LM: Cómo sobreponerse, cómo triunfar sobre nuestra propia historia. No es fácil; la única fuerza que veo capaz de no seguir las inercias del pasado es esa parte de la sociedad mexicana que se ha modernizado, que se ha transformado.
El autoritarismo está basado en una historia en la que México es un país rural, con muy poca educación formal y con enormes dificultades para comunicarse entre sí; la geografía de México creó un montón de minisistemas políticos en los que el caciquismo y la relación clientelar eran el pan nuestro de cada día.
Sin embargo, las comunicaciones y la educación están cambiando esa sociedad, que ahora es fundamentalmente urbana y que tiene una conexión que nunca antes había tenido el mexicano normal, que hoy sabe, más o menos, cómo funciona el mundo externo y tiene un patrón ideal en otras sociedades. En los siglos XVII, XVIII y XIX y buena parte del XX ese mexicano estaba tan aislado y ensimismado que no podía entender el mundo sino como una repetición de su historia pasada; pero ahora surge, por ejemplo, el hashtag #yosoy132, que es una modalidad impensable hace todavía 20 años.
Entonces hay fuerzas externas a México, en su entorno mundial, que favorecen la idea de una formación cultural distinta a la que teníamos. Por allí citó a Fareed Zakaria, quien señala que la democracia es resultado de una evolución muy lenta en las sociedades occidentales, que va del autoritarismo a lo que tienen hoy, que es más o menos una democracia aceptable, siempre con defectos (porque no hay ninguna democracia perfecta). Pero él nos dice: “Pasaron siglos”. Esa es una respuesta que desanima al más entusiasta; es decir, parecería que nosotros también tenemos que seguir esperando siglos.
Yo creo que el tiempo de la historia está acelerándose y es posible quemar etapas, y que México, su sociedad (o al menos algunos sectores) asimilen una nueva visión de una manera muy rápida, y que no sea necesario esperar siglos o generaciones sino transformarnos en una misma generación, muy rápidamente.
Esa es la única parte positiva que encuentro: que la transformación de la sociedad mexicana sea desde abajo y rápida, que cambie su cultura política y que tenga un impacto en las fórmulas de gobierno que finalmente hagan que la promesa democrática sea cada vez más una realidad y cada vez menos una promesa.

AR: Usted destaca su oposición a la idea de una “democracia sin adjetivos”. ¿Cuáles son los principales adjetivos que usted le añadiría en el caso mexicano?
LM: Nunca ha habido una democracia sin adjetivos; el principal que yo le añadiría es el que hemos estado discutiendo: una democracia con muchos elementos autoritarios. Desgraciadamente ese es el adjetivo que más le queda a la mexicana, aunque también le añadiría otro: es una democracia oligárquica. Se da en una sociedad extraordinariamente desigual en lo material, aunque es cierto que puede haber democracias con desigualdad (alguien puede ponernos el caso extremo de la India, que mantiene, pese a todo, su carácter democrático, y vaya que si hay desigualdad: esos ricos de Bombay que tienen casi palacios, viven dentro de construcciones enormes, mientras existe una India mayoritaria que es de una pobreza escalofriante, pero mantiene un sistema razonablemente democrático).
En el caso mexicano, nunca tuvimos realmente la oportunidad de vivir en democracia, pero sí hemos mantenido sistemáticamente la inequidad, la pésima distribución de la riqueza, aunque en el siglo pasado, el XX, vino de la destrucción de un sistema oligárquico. Sin embargo, el inicio del siglo XXI es la construcción acelerada de un nuevo sistema oligárquico. En medio hubo un momento en el que casi parecía que en México no existía la oligarquía, que se había acabado con la porfirista y listo, que ya era una situación más abierta, más fluida, en donde algunos podían pasar de un estrato social a otro con más o menos rapidez. Hoy nos queda claro que si uno no nace en una familia en la que ya se acumuló la riqueza y mucho, es casi imposible salir del ese estatus original, ya sea clase media o la popular.
Entonces también es una democracia con muchos rasgos autoritarios y con una cargada característica oligárquica.

AR: Usted comenta los trabajos de Roderic Ai Camp y otros autores acerca del reclutamiento de las elites políticas, y destaca que siempre han sido las clases altas, blancas, las que han gobernado el país cuando menos desde la Colonia; también resalta el cambio del origen académico de las escuelas públicas a las privadas. En este aspecto,  ¿qué ha pasado con el proceso democratizador?
LM: Es una característica más que va en contra de la democratización. Pongo por allí una frase de que la minoría se “minoriza”: siempre el país ha estado en manos de minorías (esto viene de las teorías elitistas de los italianos, que nos lo pueden explicar muy bien).
Pero creo que ahora se le ha pasado ya la mano a las minorías, y están en un proceso de reclutamiento que no era tan claro en el pasado pero ahora sí: el grueso de los mexicanos ya no pueden pensar en ser reclutados dentro de estas elites: ahora se necesita pasar por escuelas privadas como el ITAM, el ITESM, etcétera. Antes se pasaba por la UNAM, y ésta era, y sigue siendo, una mezcla de clases sociales, pero las universidades privadas ya no lo son.
Enrique Peña Nieto viene de la Universidad Anáhuac; su gabinete, los puestos principales, vienen del ITAM, y un joven que nace en una familia de clase media, de clase media alta que se socializa en su educación universitaria en esos ambientes, ¿cuándo entró en contacto con un México que está más abajo? La posibilidad de convivir de manera sistemática con mexicanos de otras clases sociales y tener empatía con ellos y entenderlos se reduce mucho. Entonces quien toma la responsabilidad de decidir por muchos no los conoce; la decisión la toma en función de una idea abstracta y de los intereses de la minoría, y eso es un círculo vicioso.
Los actuales gobernantes, el secretario de Gobernación o el procurador, vienen de universidades públicas, pero el secretario de Hacienda y los círculos que manejan y toman las decisiones económicas, las que se refieren a la repartición de las cargas y los premios materiales, ya vienen de escuelas privadas muy elitistas. ¿Cómo le van a hacer para tener esa parte indispensable en una clase política que es la empatía, la simpatía por el otro, el que tuvo una vida distinta, más dura, con menos privilegios?
Creo que eso no le hace ningún bien a la democracia mexicana o lo que quede de ella.

AR: Otro tema en su severa evaluación de los resultados del proceso político en México es el de las condiciones socioeconómicas. Al respecto ¿cuáles han sido los resultados de la democratización?
LM: Que van por caminos diferentes y, en cierto sentido, opuestos. La democracia viene a ser tan simple y tan complicada porque todo vale igual, todos votan, y vale lo mismo el voto de Carlos Slim que el mío o el de un chofer de taxi; pero la realidad es que valen muy distinto. Entonces la democracia requiere un proceso de imaginación porque los mexicanos somos todos distintos, y necesita que en algunos momentos nos veamos como iguales. Sin embargo, esos raros momentos en que somos convocados al ejercicio primario de la democracia ya están viciados: en la vida cotidiana el grueso de nosotros ya no tomamos ninguna decisión; en cambio, los más poderosos toman decisiones todos los días a todas horas, y no fueron electos. Slim  y Azcárraga no fueron electos por nadie, pero están en la punta de la pirámide del poder, y yo no encuentro muy fácil que, convocados de vez en vez, muy de tarde en tarde a las urnas y que, además, éstas estén manipuladas, pueda contrabalancear la distribución tan desigual de uno de los dos grandes recursos políticos: uno son los números y otro son los dineros, y estos ejercen su poder día a día.
En última instancia las fuerzas populares pueden no aceptar nada más participar en el momento de ir a las urnas, sino que hay que ir a las calles y que hay que manifestarse, que hay que usar los números para intentar balancear el enorme peso de los dineros. Pero eso también cuesta mucho esfuerzo y sólo se puede hacer de tarde en tarde.
Entonces no puedo ser muy optimista en una situación como la mexicana. En Estados Unidos también el ingreso se está concentrando de una manera escandalosa, absurda; ellos tienen cifras que nos dicen que el uno por ciento de la población tiene el 30 por ciento de los recursos, pero, por otro lado, tienen una tradición democrática. Nosotros tenemos una concentración similar a la norteamericana en cuanto a recursos económicos, pero sin tradición democrática.
Así que no soy muy optimista, pero hay que hacer la lucha; por lo menos que cuando la historia juzgue a este tiempo mexicano y alguien vuelva la mirada al pasado diga “no todos se chuparon el dedo; no tuvieron éxito pero sabían dónde estaban metidos, que la distribución de poder en México no tiene la legitimidad que debería tener.”

AR: En el libro usted pone el acento en el fracaso transformador de nuestra clase política, y especial énfasis en los gobiernos federales panistas. Pero también dice usted que para consolidar y avanzar en lo ganado se debe movilizar a la sociedad misma. ¿Qué ha pasado con la sociedad en estos años? ¿No debió haber actuado y participado más para, como usted dice, con su número intentar balancear el poder?
LM: Es que es muy difícil; a la sociedad le toca el papel del salmón y a los poderes fácticos les toca el papel de la corriente: el salmón que tiene que estar saltando para sobreponerse a los obstáculos y se le está pidiendo una enorme cantidad de energía y, sobre todo, una cultura cívica que no tiene. En los Méxicos colonial, del XIX y del XX la política clientelar funciona: por un lado estaba el cacique y por otro un grupo mayoritario de clientes; el cacique les da algo, les promete y a veces les da y hasta los protege, pero a cambio de una lealtad absoluta, no en los términos de la democracia ni de la ley sino de una relación personal. Eso tiene una lógica y, además, una ética, pero hay que destruirlas para que la democracia avance, y no es posible hacerlo de tajo. El grueso de las clases sometidas, populares, subordinadas, ha aprendido, al paso de las generaciones, que ponerse al brinco con el sistema político puede llevar a represalias muy duras, y también, en cambio, a seguirle la corriente e incluso a desobedecerlo cuando no hay posibilidades de castigo.
Entonces, si Televisa dice “No a la piratería”, el grueso manda por un tubo ese consejo y sigue comprando objetos pirata porque son los que están a su alcance. La sociedad mexicana tiene una lección histórica que es, en el mejor de los casos, un sabotaje silencioso al marco legal que le impuso la clase dominante, pero otro sentido es simplemente apechugar, obedecer y no desafiar.
Son muy pocos los momentos en que la sociedad mexicana desafía a su estructura de autoridad, son muy costosos. Sería responsabilidad de la sociedad movilizarse si tuviera la cultura cívica y entonces uno pudiera hacerla responsable y decirles a sus miembros: “Oigan, ustedes saben exactamente qué es lo que hay que hacer y no lo han hecho”. Es algo que es moralmente reprochable, pero hay una parte de la sociedad que no lo sabe, y si le prometen una tarjeta Monex a cambio del voto (éste nunca ha cambiado nada y esa prebenda puede, de alguna manera, cambiar por unos días su situación) es racional que sus sectores más populares la reciban.
En realidad, por razones de clase y de educación es que una parte de la clase media y una parte de las clases populares se toman en serio sus obligaciones cívicas; pero el que los otros no lo hagan, que acepten la tarjeta, el tinaco, que vayan de acarreados es muy deplorable, pero muy comprensible.

AR: Una idea que recorre el libro es la de que necesitamos un proyecto nacional, un conjunto de grandes ideas que guíen la acción de la comunidad nacional. Dice usted que hoy simplemente no existe. ¿Qué pasó con el proyecto nacional? ¿Cómo imaginarlo y construirlo hoy?
LM: Ese es uno de los temas que más me preocupa porque crear una idea de futuro que sea aceptable no para todos los mexicanos (nunca ha sido el caso) pero sí para una buena parte de ellos, el imaginar un futuro digno, mejor que el presente, es una manera de crear energía política, aunque no haya cambiado nada en la realidad. Simplemente el lograr inyectar una cierta dosis de utopía puede hacer varias cosas: soportables las miserias del presente y condensar la poca o mucha energía que tengamos en un proyecto constructivo en aras de un futuro que no existe, que no va a verse materializado inmediatamente, pero que consideramos que sí puede llegar a ser y que vale la pena hacer.
La Revolución Mexicana fue ese proyecto nacional; muchos mexicanos en un principio la vieron como una desgracia, y luego más o menos fueron viendo que sí había reforma agraria y que la riqueza de ese momento, la más importante, que era la tierra, sí se repartió y que la oligarquía terrateniente sí recibió un golpe durísimo, y que la resistencia a las imposiciones norteamericanas sí se pudo hacer, y que el petróleo se pudo rescatar y Pemex se pudo crear, por ejemplo. Allí está un proyecto de una sociedad más justa, más próspera y con mayor dosis de soberanía.
El último proyecto, que yo ya no compartí, fue el de Carlos Salinas y el del neoliberalismo, que fue decir: “Si ahora tiramos todas las barreras proteccionistas, si nos abrimos al capital y al mundo, si privatizamos, vamos a entrar al grupo de los países prósperos y ricos”. Por eso México hizo su solicitud y fue aceptado en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (el club de ricos), donde ahora estamos  nada más haciendo el ridículo.
Este proyecto se vino abajo, aunque hay que ver que Salinas logró despertar la imaginación de una parte de México con su Pronasol y gastando inmediatamente lo que le llegó de las privatizaciones. Por un momento tuvo aceptación de una buena parte de la sociedad mexicana, pero se desinfló de una manera dramática; quizá los pinchazos que lo reventaron fueron el EZLN en enero de 1994, luego el espectáculo de ver asesinado a un candidato que ya se consideraba prácticamente el siguiente presidente, y luego la caída estrepitosa de la economía del “error de diciembre” del mismo año, y que fue el desastre de 1995.
Después hubo un intento, ya no tanto económico sino político: la entrada a la democracia en 2000, pero Vicente Fox no fue capaz de hacer siquiera lo de Salinas.
Entonces venimos de grandes proyectos nacionales como el de la Revolución, encarnado, sobre todo, por el cardenismo, cuando sí se hicieron cosas, a uno más chico, más infame, que fue el de Salinas, y un proyecto final, que ni siquiera pasó de la etapa de los primeros momentos de su nacimiento: la democracia política del panismo. Ahora no hay.
A mi juicio, lo que México vive es la administración del día a día: estamos reaccionando a lo que la realidad nos pone y nosotros no estamos tratando de modificarla realmente.

AR: ¿Dónde deposita usted las posibilidades, las esperanzas de que avance nuestra democracia y que se logre generar mayor bienestar social?
LM: Hubo un tiempo en que algunos colegas académicos decían que la transformación de México era una democracia otorgada, que había sido decisión de las elites irse abriendo con gran inteligencia para hacer la reforma política de Jesús Reyes Heroles, y luego ir abriendo lentamente más y más el sistema, y que esa era la naturaleza, nos gustara o no, de la transformación política mexicana: lo otorgado desde arriba.
Yo creo que eso no dio para mucho, y ahora la posibilidad real es la conquistada desde abajo, que es la única que tiene realmente un sustento fuerte, porque la otorgada desde arriba, desde arriba también la quitan. Es la lenta conciencia dentro de capas cada vez mayores de la sociedad mexicana donde está nuestro destino, que está escrito por una lucha de nosotros contra los obstáculos, los poderes fácticos, los intereses creados, y es allí, en el enfrentamiento cotidiano (con mayor o menor intensidad y que espero que siga siendo básicamente pacífico), en el cambio de la visión que el grueso de los mexicanos tienen de sí mismos y de su país en donde reside la posibilidad de una transformación efectiva, que tenga base, que no vaya a ser derribada por un cambio sexenal o por una idea en la cúpula. Que tenga un sustento que no pueda ser manipulado de una manera tan vil, en la que la generación de opinión del grueso de los mexicanos la sigue teniendo la televisión.

*Entrevista publicada en Este País, núm. 273, enero de 2014. 
                                                             
                                                                                                        

jueves, mayo 01, 2014

Enfrentar el horror del anonimato y el silencio. Entrevista con John Gibler




Enfrentar el horror del anonimato y el silencio
Entrevista con John Gibler*
Por Ariel Ruiz Mondragón
Ante las numeralias fúnebres, la explotación descontextualizada del morbo y el silencio cómplice, es necesario que el periodismo relate no sólo las historias de las víctimas sino también los orígenes políticos, sociales y económicos de la actual situación de violencia y de delincuencia que padece el país, y que muchas veces rebasan sus fronteras.
En un pequeño pero intenso y revelador libro titulado Morir en México (Oaxaca, Sur + Ediciones, 2012), el periodista estadounidense John Gibler reúne cinco reportajes en los que presenta un variado panorama de una sociedad que ha sido asaltada por el crimen organizado y el narcotráfico, y defraudada por el gobierno. Además, presenta cómo se originó en Estados Unidos la estrategia de la “guerras contra las drogas”.
El año pasado Replicante charló con Gibler, quien es un reportero independiente que vive en México desde 2006. Estudió en la London School of Economics y ha colaborado en diversos medios impresos estadounidenses y mexicanos, como Left Turn, Z Magazine, In These Times, Common Dreams, Yes! Magazine, ColoLines, Democracy Now!, Milenio Semanal y Contralínea.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy publicar un libro como el tuyo?
John Gibler (JG): Yo empecé a reportear el libro en 2010, pero tuve la idea de hacerlo en 2008, cuando estaba terminando otro libro, México rebelde, que es de ensayos y crónicas sobre movimientos sociales, historia, migración y rebelión. Mientras yo estaba reporteando ese libro el país estaba sufriendo todas las consecuencias de una mal planteada guerra contra el narcotráfico. Viajando por el país veía los periódicos, escuchaba las historias de una nueva ola de violencia e impunidad, y me dije: “¿Cómo enfrento eso como reportero? ¿Cómo lo cuento?”.
Primero fue el horror, el asombro, lo cual también es importante: no acostumbrarnos a tanta muerte, saña, crueldad e impunidad. La capacidad de asombrarnos o, como dice Cristina Rivera Garza, sentir el dolor, es importante. Duele este país que sufre una política fracasada.
Entonces empecé a escribir el libro como un esfuerzo para enfrentar el horror, mirarlo a la cara, buscar sus raíces históricas y políticas. En un libro puedes hacer lo que no puedes en una columna o una nota periodística de tres mil caracteres: puedes tomar el tiempo de leer 20 libros sobre la historia de la política antinarco de Estados Unidos, de antropología, de sociología, de ciencia política e ir tejiendo ese contexto histórico-político en un trabajo para que tenga una profundidad más allá de una simple mirada al presente.
Si ves toda esa violencia, toda esa saña, parece imposible, absurda: ¿de dónde viene? Hay unas tendencias peligrosas de pensar que la respuesta se encuentra únicamente en la historia de este país, por lo que uno de los propósitos del libro es argumentar que no. México tiene una posición en la geopolítica de una guerra contra el narcotráfico que empezó en Estados Unidos, y hay que ir al nacimiento de esa política y ver dónde y por qué surgió, y cómo los políticos estadounidenses la han ido sustentando tras 40 años de fracaso rotundo.
Entonces uno de los propósitos del libro fue ofrecer al lector mexicano una mirada crítica desde el lado estadounidense escrito por un estadounidense. A lo mejor los mexicanos no saben tanto el contexto racista de la guerra contra las drogas dentro de Estados Unidos, cómo ha sido un arma para oprimir pueblos afroamericanos, chicanos y asiáticos, y cómo a nivel regional ha sido un arma de control imperialista para meterse en los asuntos de países como Colombia, Panamá y ahora México.
Eso es: enfrentar el horror, buscar y elaborar una visión histórica de dónde vienen esa política y esa violencia, y su relación con las fracasadas guerras contra insurgentes de la Guerra Fría. Allí empieza mucha de la violencia que vemos, de la que nos preguntamos: “¿Por qué son tan crueles?, ¿por qué tan teatrales en su manera de ejecutar a alguien?”. Eso tiene una historia concreta, y viene de los entrenamientos de cuerpos contrainsurgentes en los años de las dictaduras militares. Y no es accidente que las fuerzas del crimen organizado se nutran principalmente de policías y soldados que han tenido un entrenamiento que viene de esa cultura de la Guerra Fría.
Por otro lado, como muchos de mis colegas los compañeros periodistas mexicanos, me atrevo a decir: quisimos enfrentar el anonimato de las víctimas, las que en esos largos años 2008, 2009 y 2010 constantemente veías en las portadas de revistas y periódicos, en las pantallas de televisión, como simples bultos de muerte, sin nombres, sin biografías, sin historias. Ya no eran seres humanos, sino colgados, enlonados, encajuelados, encobijados; hasta el lenguaje violento les robaba su propia humanidad, y yo veía que ese anonimato de las víctimas de cierta manera protegía la impunidad del gobierno.
Cuando Felipe Calderón salió diciendo que el 90 por ciento de las víctimas estaban involucradas en la delincuencia, ¿cómo obtuvo esa información? ¿De dónde viene esa cifra, si los datos del Senado dicen que 95 por ciento de los homicidios relacionados con el crimen organizado ni siquiera se investigan?
Entonces es obvio que se está culpando a los muertos de su propia muerte. Es el anonimato de esa violencia lo que se tiene que combatir también. Cuando yo estaba reporteando este libro no había pasado todavía la desgracia de Morelos cuando mataron a siete personas, entre ellas el hijo del poeta Javier Sicilia, que convirtió su dolor profundo de padre en una expresión de dolor nacional, social, y fue uno de los momentos yo creo que más fuertes para romper ese anonimato de las víctimas.
Y justamente de un trabajo periodístico mexicano excelente saco el título, que viene de un cartón de Antonio Helguera publicado en La Jornada que reproducimos en el libro como una especie de epígrafe: hay un dibujo de un panteón, y en todas las tumbas, en lugar de tener nombres y fechas de vida y muerte de las personas enterradas, está escrito: “Quién sabe en qué estaba metido”, “¿Qué hacía a esas horas?”, “Ya la debía”, “Fue un pleito de pandillas”, “Era puta”, “Vestía provocativamente”. Es esa lógica nefasta de culpar al muerto de su propia muerte.
Yo quise hacer un trabajo de crónica, de elaborar historias que derrumban esa tendencia insidiosa del anonimato, de la muerte, de la culpabilidad de la víctima. Entonces, ese era el propósito principal: enfrentar el horror, no acostumbrarnos a esa violencia, buscar poner las historias de vidas reales de las víctimas en un contexto histórico-político de análisis y combatir el anonimato de la muerte.
También es un trabajo que busca ser una especie de homenaje a los periodistas mexicanos que están viviendo y sufriendo esa violencia, porque mi mirada principal en los trabajos de reporteo fue justamente ir y acompañar a periodistas mexicanos, citarlos largamente en su propios pensamientos, reflexiones y análisis, y retratar cómo es su vida intentando informar en ese contexto de impunidad y violencia. Entonces vienen perfiles de Ríodoce, de Javier Valdez e Ismael Bojórquez; de Primera Hora, un periódico de nota roja de Culiacán; de Ernesto Martínez, el fotógrafo del Diario de Juárez, y dos reporteros de Milenio que sufrieron un “levantón” en Reynosa y afortunadamente sobrevivieron.

AR: En el libro dices que las narcoguerras actuales datan del periodo de la transición democrática, entre 1994 y 2006. En este sentido, ¿cuál ha sido el efecto del proceso democratizador en la delincuencia organizada, especialmente en el narcotráfico?
JG: Excelente pregunta. Vemos que también hay transiciones que coinciden con la época de la “transición democrática” (entre comillas, porque la vamos a cuestionar), y también viene el Tratado de Libre Comercio (TLC). O sea, en los mismos años en que empieza la transición democrática, se firma y entra en vigor el TLC, se levanta en armas el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y se cambian las relaciones entre los grupos del crimen organizado y del narcotráfico. Esas cosas van de la mano: hay un esfuerzo de la clase política por cambiar la estructura de poder político y la estructura de la economía, y contra las corrientes de rebelión que son los zapatistas.
Vemos que en estos años cambió la economía formal de este país de manera increíble: la economía rural desalojó a millones de mexicanos, campesinos y trabajadores hacia la creación de un ejército de mano de obra barata “ilegal” en Estados Unidos (en el otro libro cito a unos excelentes académicos mexicanos, Raúl Delgado Wise y Rodolfo García Zamora, de Zacatecas, que han hecho unos estudios excelentes de todo ese cambio económico y el impacto que tuvo en el campo en la fuerza laboral tanto en México como en Estados Unidos).
Entonces me parece que va un proceso paralelo en la economía informal, y no sólo de ella: en el caso concreto de las sustancias ilícitas, cambian de la misma manera en que Wal Mart entra a México y Carlos Slim se convierte en el hombre más rico del mundo. Ahora hablamos del Chapo Guzmán: el cártel de Sinaloa es como un Wal Mart del tráfico de drogas, porque lo que estamos viendo es una impresionante concentración de riqueza. También la parte de la supuesta guerra entre grupos del crimen organizado, según cuentan varios analistas con quienes he hablado y entrevistado, empieza porque el cártel de Sinaloa va de conquista: se lanzó a Acapulco en 2006, cuando mandó a los Beltrán Leyva (cuando eran todavía sus aliados) a enfrentar a los del cártel del Golfo, que en ese entonces todavía estaba aliado con Los Zetas; va a Juárez a conquistarla y a quitársela al cártel de Juárez o La Línea.
Yo creo que esos son procesos paralelos a los cambios económicos. Y justamente en esos años, de 1994 a 2006, también vemos un crecimiento impresionante en los movimientos sociales. Uno pensaría que viene 2000 y ya se manifiesta la transición, que ya está hecha. Yo me acuerdo que en este año yo estuve aquí como observador electoral, y había trabajado antes en algunas asociaciones de derechos humanos, y la mayoría de los extranjeros que llegaban aquí decían: “Ya llegó la democracia, ya estuvo; bienvenido México”. Yo recuerdo, por ejemplo, personas en Guerrero que decían: “Pero están bien idiotas. ¿Cómo piensan que van a desterrar 71 años de una cultura política en un día? No, eso es una cosa muy bien construida que no se va a ir de un día para otro”.
Justamente en ese primer sexenio de la transición democrática ya plena, de Vicente Fox, 2006 fue un año de rebelión: Oaxaca, La Otra Campaña, Atenco, Pasta de Conchos, Sicartsa y, obviamente, el proceso electoral y después todas las movilizaciones en contra del fraude.
Entró Calderón a la presidencia durante una profunda crisis política, con una legitimidad muy débil, y sus primeras acciones fueron mandar el Ejército a la calle a una supuesta guerra. Yo lo veo como un esfuerzo por fabricar en los medios, con las imágenes de la guerra y un Ejército en las calles, una percepción de legitimidad y, a la vez, de manera preventiva apagar los movimientos rebeldes, de organización política.
Con esa guerra tenemos que el consumo de drogas en este país ha aumentado; la violencia relacionada con el crimen organizado explotó: secuestros, trata de blancas, extorsión y asesinatos. También hubo violencia política: defensores de derechos humanos enterrados en las noticias de los muertos diarios, y el asqueroso “ejecutómetro” de los periódicos de nota roja.
Entonces, con un supuesto esfuerzo por endurecer el estado de Derecho, vemos una impunidad desbordada, que no nació en 2006 con Felipe Calderón, sino que es algo que lleva todo el siglo XX en su construcción, pero que se profundiza y se expande de una forma brutal. Hablamos ahora de 80 mil asesinatos relacionados con el crimen organizado en los últimos seis años y, otra vez según cifras oficiales, no se investigan el 95 por ciento. Es una tasa de impunidad con calidad de excelencia.
Yo creo que toda esa brutalidad de la guerra nos muestra el fracaso de la supuesta transición. Dice Diego Osorno en un texto que se llama “Generación Zeta” que él empezó como reportero en el 2000, reporteando sobre política, sobre corrupción, o sea, cosas de que sí se iba a concretar una transición democrática; pero a los dos sexenios él dice que es una “necropolítica”: el tema es la muerte, una violencia desbordada que no viene de la nada, y ni siquiera es una violencia que tenga que ver con unos cuantos “malos”, no: es una violencia político-económica que va de la mano con el TLC.
O sea, toda esa violencia de los llamados “cárteles”, los miles de mexicanos desplazados hacia la explotación laboral en Estados Unidos, los golpes económicos en el campo y en la ciudad, el fracaso del sistema electoral con tanta denuncia de fraude, muestran que no era todavía una transición democrática sino más bien un reacomodo del poder político, unas luchas internas feroces de la mafia política, y afortunadamente todavía hay una viva cultura de rebeldía. Hay muchas historias (aunque no se habla tanto de ellas) de gente que no se deja y que se sigue organizando, desde Cherán en Michoacán hasta los zapatistas, que siguen construyendo la autonomía en Chiapas. Va un dato curioso: en estos años de tanta ejecución, tanta violencia criminal e impunidad, creo que tal vez el único territorio íntegro que no las ha sufrido es el zapatista. En seis años no ha habido una sola noticia de un colgado en los Altos de Chiapas, de un encajuelado en la Selva Lacandona. Es decir, donde existe una construcción de autonomía indígena, de una búsqueda real de otra manera de manejar el poder político, no ha pasado esa violencia.

AR: Hay un juego que haces, un poco metafórico, sobre el ruido y el silencio. ¿Cómo están imbricados el ruido, esta conversión de un cuerpo lastimado, destrozado, en los medios, con el silencio generado en la sociedad por el miedo que genera la guerra contra el crimen organizado?
JG: Menciono el caso de Reynosa en 2010: yo estaba en el Distrito Federal, y todos los colegas, de repente, estaban hablando de aquella ciudad: “Parece que hay balaceras diarias, que los niños ya no van a la escuela, que una mujer subió a YouTube un video de cuerpos en la calle y después la fueron a sacar y la mataron”. Historias, pero de vox pópuli. Es un ruido donde hay un montón de gente hablando pero no de una forma pública: ningún periódico, ningún canal de televisión transmitió qué estaba pasando en esas calles en esos momentos, y había un montón de gente hablando en la casa, en la cantina, en la calle, pero a escondidas. Pero en los medios de comunicación no había discusión; ibas a ver los periódicos de Tamaulipas y nada; veías la televisión nacional, y nada.
Entonces justamente van dos reporteros de televisión para ver qué pasa allí, y en cuestión de días los “levantan” en la calle. Afortunadamente sobreviven, los sueltan, y en horas se van. Es un ejemplo concreto de cómo el silencio es una acción para proteger la impunidad.
El silencio es una obligación cuando una empresa multinacional lleva negocios de una mercancía ilegal: si vendes coca, no puedes andar por las carreteras de cuota con un supertráiler que diga “La coca del Chapo, 100% calidad”. Esto tiene que ser invisible ante los ojos del Estado. Eso quiere decir que no puede haber un debate, una información, un seguimiento de ese mercado. Se puede dar un seguimiento de, por ejemplo, dónde está comprando acciones Carlos Slim, y lo puedes debatir en los espacios públicos porque es todavía la economía pública; pero cuando el mercado es ilegal, no hay nada de discusión, no puedes decir dónde es mejor pasar la droga.
Entonces el silencio es un requisito del mercado, del negocio y también de la política, porque ésta es parte de ese mismo mercado. ¿Quiénes son los mayores capos de la historia? Son generales, policías federales, unos cuantos judiciales, que vienen de adentro del Estado porque ¿quién tiene el poder de controlar esos flujos de mercancía de manera “invisible” ante los ojos del Estado? Pues el mismo Estado.
El silencio también es urgente para proteger la impunidad: cuando tu objetivo es no buscar justicia, tienes que apagar toda investigación. Cuando matan a alguien no puedes ni preguntar quién era, qué hacía, porque el objetivo es silenciar.
Tomemos el caso de Humberto Márquez Compeán, que es una persona que fue fotografiada custodiada por marinos, esposado, ileso, sin una sola herida, sin un rasguño en la cara; a las 12 horas el mismo fotógrafo, también de Multimedios en Monterrey, lo capta muerto, tirado en un terreno baldío, encobijado. La típica “narcoejecución”, el teatro de la muerte. Pero ¿quiénes lo mataron? Si 12 horas antes estaba bajo la custodia de la Marina, ésta tiene que responder; hasta la Comisión Nacional de los Derechos Humanos salió mucho tiempo después responsabilizándola. Pero la impunidad es: “No hacemos nada, a ellos se los llevó la policía municipal y no hay papel ni registro de nada”. No importa porque son instituciones que están protegiendo la impunidad y el silencio es necesario.
El caso de Compeán no creo que sea un caso tan aislado; lo extraño de ese caso es que de repente hay una voz, la del reportero de Multimedios, que rompe el silencio con las dos fotos cuando él ve que ese es el mismo compa detenido antes. Ese ser humano estaba aquí, detenido, y aquí está encobijado y muerto a seis kilómetros de la base naval. ¿Qué onda?
Yo, jugando con esas metáforas en el libro, también parto del homenaje a los reporteros que no se han rendido ante esa brutalidad, violencia e impunidad; es contrastar la voz con el silencio. Éste es un actuar de quienes quieren proteger la impunidad y esa economía ilegal y violenta.
Pero cuando hablas en un espacio público se rompe el silencio oficial, y esa voz es, creo, urgente para toda esa cadena de acciones necesarias para asombrarnos, sentir el dolor, entender de dónde viene y buscar alguna respuesta, algún tipo de acción de resistencia, de ir en contra de esa ola de impunidad.

AR: En este sentido ¿qué te parece la cobertura que los medios han hecho de estos hechos delictivos? Por ejemplo, hay una parte donde citas que “muchos de los muertos terminarán en portadas de periódicos amarillistas, junto a deportistas y frondosas mujeres”.
JG: Ha habido de todo: lo clásico de la nota roja que existe desde hace décadas, desde los grabados, una cultura que se ve obligada a reportear esa realidad pero sin la capacidad de investigar o de profundizar más allá de la muerte o del asesinato por las mismas condiciones de inseguridad. También hay casos como el esfuerzo, hace dos años, de Televisa y TV Azteca de hacer un pacto, que también es otro error para mí: es buscar no discutir qué está pasando en este país.
Entonces, por un lado extremo tienes las fotos de cuerpos destrozados, fotografiados a todo color, que es un horror sin contexto, sin biografía, sin humanidad sino simplemente muerte, y por el otro hay medios que dicen “ya no vamos a hablar de eso”, como si ya no existiera; es como decir a la ciudadanía: “Ya no se preocupen de esto; sigan comprando, sigan yendo a su chamba y no hay bronca”.
También hay perspectivas como la de Calderón, quien en algunas pláticas hasta dio a entender que estaba culpando a los medios de la existencia de la violencia, como si los medios la hicieran en lugar de reportearla. En algún momento dijo que si él fuera periodista nombraría a su periódico Balance, con todas las noticias malas de un lado y las buenas del otro. Para mí esa es una visión muy simplista: no se trata de “buenos” y “malos” sino de profundizar en qué está pasando, de denunciar cosas injustas, además de celebrar cosas que dan aliento, que dan esperanza.
Pero, a la vez, hay toda una generación de reporteros mexicanos que sí se han enfrentado a esa realidad de forma muy digna: menciono a Marcela Turati, quien tiene un enfoque impresionante sobre el impacto de la violencia en quienes la sufren; en Ciudad Juárez también hay reporteras como Sandra Rodríguez y todo el equipo de nota roja del Diario; en Sinaloa están los compañeros que entrevisto en el libro, como Javier Valdez, Ismael Bojórquez, Ernesto Martínez, Marcos Santos; basados en el Distrito Federal Diego Osorno, Alejandro Almazán y Alejandro Sánchez. Es toda una generación de reporteros que yo creo que sí han asumido la responsabilidad, la necesidad y la urgencia de echar otra mirada distinta a esa violencia a través de la crónica, la que muchas veces te da otro tipo de espacio que el de la nota diaria, que es mucho más corto y escrito con prisas.
Hablamos de la realidad; para citar otra vez a Cristina Rivera Garza, “nos tenemos que doler por esa realidad”, enfrentarla, no simplemente reproducir la sangre y la violencia, buscar contar qué está pasando y por qué. Hay ejemplos de reporteros que sí se han enfrentado de manera muy digna y fuerte a esta situación.

AR: Hay una parte del libro en donde describes el gran éxito de la economía del narco, e incluso hay una afirmación de que ha contribuido de forma importante a salvar al capitalismo global en la crisis actual. ¿Se puede combatir a esa economía cuando parece ser hasta necesaria para la reproducción del sistema?
JG: Subvertirla. Esa lógica del combate es una farsa, un teatro, porque el Estado no lo está haciendo sino que la está sosteniendo. La ilegalidad es la que hace a la mercancía tan lucrativa. Si en verdad quieres combatir la violencia relacionada con el crimen organizado y el narcotráfico, tienes que cambiar la estructura del mercado.
Ya dejemos de hablar como moralistas, de “buenos” y “malos”, de que si fumas tal cosa eres un malvado y si te colocas una placa de policía eres un bendito de Dios. No, las cosas no son en blanco y negro; hablamos en términos duros de política económica. Esta situación es un mercado multinacional muy lucrativo que, según la Organización de las Naciones Unidas, genera entre 300 y 500 mil millones de dólares cada año. La industria global de los refrescos genera unos 180 mil millones, y en este país no hay una tienda que no los tenga. La droga es más del doble, y entonces es un mercado muy fuerte y que trabaja con dinero en efectivo: cuando el capital especulativo está en crisis, el dinero líquido es vital.
Entonces, si queremos subvertir la violencia hay dos pasos básicos: primero, cambiar la estructura del mercado, legalizar, regularizar y poner el presupuesto del Estado no en fracasados esfuerzos policiacos y militares, sino en iniciativas de salud pública, de educación ante los daños reales de ciertas sustancias que sí son desastrosas y muy dañinas (las metanfetaminas, la piedra, la cocaína, aunque el alcohol y el cigarrillo siguen matando más que todas las drogas ilícitas).
Lo segundo es que pienso que los problemas más fuertes son los más profundos de nuestra estructura económica y política: lo que estamos viendo del narcotráfico es una parte normal del capitalismo, en lugar de ser una falla dentro de éste. Veamos que los cambios en el mercado ilegal de las drogas son totalmente paralelos, corresponden a los cambios del mercado legal de agricultura, construcción, venta en tiendas. Entonces, creo que tenemos que ir más a fondo de por qué hay tantos seres humanos que quieren consumir esas sustancias (no porque son unos flojos, unos malos o porque las sustancias son tan buenísimas; no, es porque viven en condiciones de miseria, de trauma, de violencia, que viene de una economía política que no ha podido velar por el bienestar de la mayoría de los seres humanos).
Vivimos en una cultura económica y política violenta de por sí, y los cambios que necesitamos yo creo que sí son mucho más profundos que simplemente legalizar las sustancias, que es un primer paso, pero luego vas a ver que Carlos Slim va a ser el dueño de todas las licencias de importación y exportación de marihuana de este país, y va a haber campesinos pizcando la hoja por salarios de miseria. Entonces esto no cambia.
Lo que es brutal es que en un mismo país existan Polanco y Metlatónoc. Esa es la violencia profunda. Si queremos hacer deveras cambios profundos tenemos todos que cambiar cosas básicas de la estructura de nuestra política económica.

AR: Para retornar a la violencia: en el libro presentas testimonios como el de El Pepis, que da una idea de cómo se ha ido normalizando y arraigando la violencia, y se menciona que ya es un estilo de vida convivir con la delincuencia. ¿Qué hacer ante esta adaptación al fenómeno, de comenzar a verlo como algo cotidiano e insalvable?
JG: Esto nos lleva, otra vez, a considerar cuáles son los problemas más profundos. Por un lado nos muestra qué tan difícil va a ser cambiar, pero yo creo que si los morros, los chavos, los plebes (como les dicen en Sinaloa) se síenten tan atraídos por el fajo de billetes, la imagen del AK-47 o la fusca, la camionetota, es porque no existe una cultura, otra, de un camino de vida. Sus caminos son ser jodido, migrante (y jodido allá) o narco. Si dices: “Sufro en una casa de cartón, arriesgo el pellejo cruzando el desierto para que me maten narcos, la migra o los pinches rancheros racistas gabachos, y si no es ninguno de ellos va a ser el sol pizcando naranjas a 47 grados. ¿Esa es la vida, ese es el camino? ¿O vivo cinco o 10 años de rey, con mi fajo de billetes, morra, camionetota, bla, bla, bla?”.
Yo creo que esa cultura se puede arraigar tanto, y otra vez nos muestra una enfermedad social, una ausencia de otros caminos. Lo que urge son programas de educación sobre los peligros reales de esas sustancias, de todo el mercado del narcotráfico. Pero si a un morro de 13 años le dices: “Mira, aquí hay un centro de deporte, hay un financiamiento de fondos públicos para que tú puedas estudiar artes marciales, beis, basquet, lucha, ping pong o lo que sea”, ¿para qué va a ir buscando que lo maten en tres años? Si hay un ofrecimiento, una fuente de opciones de otras cosas, yo creo que sería muy distinta la cultura. Algo así pasó en barrios negros de Estados Unidos, donde se habían cerrado todas las puertas y había políticas funcionalmente racistas que llevan décadas o siglos. Entonces ¿qué vas a hacer?, ¿simplemente quedarte con los brazos cruzados y que los blancos te discriminen?, ¿o vas a agarrar la piedra de cocaína, venderla y juntar más lana que los pinche blancos, y andar con tu cultura del gánster, del hip hop? La lógica racista es pensar que los negros o los mexicanos son así, lo que para mí es una cosa nefasta.
La reflexión creo que más urgente y que nos puede llevar a una salida de toda esa violencia es decir: “¿Por qué existen esas culturas de glorificar la violencia donde no hay otras opciones?”. O sea, es una cultura de desesperación porque ¿qué otra cosa hay? Es, de cierta forma, también terrible y con algo de resistencia, porque dices: “Pues no voy a dejar que simplemente me discriminen, me excluyan; voy a buscar mi propio camino”.
Por eso digo que las respuestas más profundas a los problemas que enfrentamos van a ser largas, lentas y de transformación profunda de la sociedad, de la economía, de la política.

AR: Sobre la sociedad: destacas algunas experiencias de la sociedad civil en busca de justicia y de seguridad, como la del Frente Cívico Sinaloense. ¿Qué resultados han dado esas organizaciones?
JG: Primero, hay muchas experiencias de esas resistencias que son urgentes. Yo creo que todas esas luchas han servido muchísimo para combatir, primero, esa lógica violenta de culpar al muerto de su propia muerte. Está Alma Trinidad, en Culiacán, Sinaloa, quien sale a las calles a exigir justicia por una matanza donde cayó su hijo; está Luz María Dávila, que se enfrenta al presidente Calderón en Ciudad Juárez (“usted no es bienvenido aquí, no le doy la mano”) después de la masacre de Villas de Salvárcar, cuando éste dijo que eran unos pandilleros y sucede que nada que ver, que eran deportistas; está la lucha de Javier Sicilia, y todos los familiares de víctimas que se juntan y se suman a ella, uno de cuyos resultados ha sido justamente provocar un cambio de conciencia entre la gente de que no todos los muertos son narcos, y que, aun si lo fueran, no merecen la muerte violenta que sufrieron, eso no merece la impunidad que cubre todo.
No existe pena de muerte en México oficialmente, pero la lógica subconsciente del sexenio de Calderón ha sido pena de muerte por la sospecha de estar involucrado en el narcotráfico.
En muchos casos los logros son más cotidianos, de sobrevivir con ese dolor, de hacer algo público con ese dolor personal tan profundo —que yo ni siquiera puedo imaginar— de perder un hijo, de los familiares de los desaparecidos, lo que debe ser simplemente un dolor desgarrador, diario, de cada minuto.
Los logros a veces son muy pequeños, pero también a veces muy grandes: provocar un cambio de conciencia, y ojalá de veras surja un movimiento o muchos para combatir y enfrentar toda esa máquina de impunidad.

AR: Mercedes Mouriño, del FCS, te hizo una pregunta que ahora te hago yo: ¿quién es responsable de lo que está pasando en México?
JG: Hay muchos responsables. Yo empiezo y ubico una primera responsabilidad en el gobierno de Estados Unidos por ser el principal motor de la política de prohibición total y moralista de las sustancias ilícitas, y también por ser el país que lanzó y sigue aferrado al fracaso rotundo de una llamada “guerra contra el narcotráfico”, mientras es el país que más consume esas sustancias, y donde los consumidores son menos protegidos: se tienen menos recursos de servicios de salud para enfrentar lo que debe de ser un asunto de salud pública, y nomás lanzan una política policiaca-militar. Esto ocurre no por accidente ni porque son unos idiotas sino porque es a propósito para que así el mercado sea más fuerte, y así también la policía se puede usar como pretexto de control social racializado en Estados Unidos y neoimperialista a nivel internacional.
Una segunda responsabilidad recae sobre la clase política mexicana, muy concretamente sobre la administración de Felipe Calderón por mandar al Ejército y la Policía Federal a las calles pero sin ningún plan; y no importa si lo tuvieran porque desde la llegada de Estados Unidos esa política de guerra está fracasada, es absurda. Entonces, reproducirla aquí es simplemente entrarle a ese mismo juego estadounidense de enmascarar un asunto de salud pública como un asunto militar, y usar esa máscara para todo tipo de represión política, económica, mientras la economía de las drogas sigue funcionando a madres.
En otro nivel, más difícil de discutir y elaborar, una cierta responsabilidad la tenemos todos, que es la de acostumbrarnos a esa violencia e impunidad.

AR: Concluyo: en la elaboración de este libro ¿te has sentido en peligro, has corrido riesgos?
JG: La verdad, los que más corren riesgos entre los periodistas son los que viven, reportan, publican y llevan sus niños a la escuela y que viven en la misma ciudad o zona donde reportean. Sabemos de la terrible lista de periodistas asesinados en los últimos años, y la gran mayoría son de los periódicos regionales y que publicaban sobre asuntos de gobierno: corrupción y participación en secuestros por parte de policías, de funcionarios relacionados con el narcotráfico. Esos son los que corren los riesgos mayores.
Más allá de eso, en una crónica que escribió Alejandro Almazán dijo: “Es un peligro estar vivo”. En este contexto no sabes de dónde puede venir un atentado. Cuantísimos de los que han sufrido esa violencia no estaban metidos en nada; llevas el coche de tu mamá al taller mecánico para que le arreglen el freno de mano y terminas acribillado, o vas a una fiesta con tus compañeros de la escuela a celebrar una victoria de tu equipo de futbol, y resultan 17 asesinados.
Entonces el peligro es estar vivo. Tristemente creo que los peligros son sociales, son algo que nos ha tocado a todos, pero en el ámbito periodístico los que corren los mayores peligros son los compañeros de las regiones, no las personas que viven en el DF, aunque también hay casos, y mucho menos personas como yo, que venimos de otros países.

*Entrevista publicada en Replicante, junio de 2013.