martes, agosto 20, 2013

El camino hacia una democracia germinal. Entrevista con José Woldenberg

 
El camino hacia una democracia germinal
Entrevista con José Woldenberg*
Por Ariel Ruiz Mondragón

La trayectoria que ha seguido la democracia en nuestro país ha sido motivo de las más diversas interpretaciones y periodizaciones por parte de estudiosos del desarrollo de la política mexicana.
José Woldenberg reúne dos facetas muy importantes para el conocimiento de nuestra transición: por una parte es un experimentado estudioso de la política nacional, y por otra un protagonista relevante de la democratización por su actuación como Consejero Presidente del Instituto Federal Electoral (IFE) entre 1996 y 2003.
Con él Este País sostuvo una charla acerca de su libro Historia mínima de la transición democrática en México (El Colegio de México, 2012), en el que resume sus principales tesis acerca de las principales transformaciones políticas que ha vivido México en las últimas décadas.
Woldenberg (Monterrey, 1952) es doctor en Ciencia Política por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, de la que también es profesor. Fue presidente del Instituto de Estudios de la Transición Democrática y director de la revista Nexos. En 2004 recibió el Premio Nacional de Periodismo en la categoría de Reportaje y Periodismo de Investigación, y en 2008 la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica, que otorga el gobierno español. Ha colaborado en publicaciones como Unomásuno, La Jornada, Punto y Reforma. Es autor de al menos 15 libros y coautor de otro número igual.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy escribir y publicar un libro como el suyo?
José Woldenberg (JW): Creo que si hay un fenómeno en México que ha sido mal comprendido en los últimos años es precisamente el de la transición democrática. En la prensa, en la academia y no se diga en la política, el término se usa con una ligereza absoluta: hay quienes dicen que la transición no ha empezado, que se desvió, que está interrumpida y se confunde a la transición con la alternancia.
Lo que hace este libro es tratar de fundamentar una tesis central: la transición democrática es un episodio de la historia de México que transcurrió entre 1977 y 1997. Eso fue lo que hizo posible la alternancia en la Presidencia de la República.
Es una tesis que es controvertible, pero creo que hay suficientes fundamentos en el libro como para sostenerla.

AR: Me interesa este asunto de la periodización: hay quien la data desde 1910, otros desde 1968...
JW: Si es desde 1910 hasta la actualidad, no tiene ningún caso: un periodo de 100 años no puede ser transicional.

AR: Usted estima que en 1997 se acabó y se consolidó la transición democrática. ¿Cuál es el criterio principal para hacer esa afirmación?
JW: Porque en esos 20 años se modificaron las normas, las instituciones y la correlación de fuerzas políticas. Entonces, lo que era un diseño constitucional de una democracia republicana pudo hacerse realidad de manera germinal. ¿Por qué? Lo que yo sostengo es que en México faltaban dos piezas para que la normatividad constitucional se hiciera realidad: un sistema de partidos plural y competitivo, y un sistema electoral capaz de procesar, de manera fiel, equilibrada y equitativa los resultados que emergieran de las urnas.
Creo que las reformas políticas de 1977, 1986, 1989-90, 1993, 1994 y 1996 cumplen un ciclo. No quiero decir que no hubo zigzags a lo largo de esos 20 años, ni tampoco, por supuesto, que no hubo conflictos; por el contrario, estos fueron acicates de las reformas.
Tampoco quiero decir que haya habido una mentalidad que haya delineado de principio a fin lo que iba a pasar. Pero si uno ve al México de antes de 1977 y al de después de 1997 se podrá dar cuenta de los enormes cambios. Al respecto, al final del libro viene una serie de cuadros que, creo yo, resultan muy elocuentes. Los sintetizo: si en 1977 todos los presidentes, todos los gobernadores, todos los senadores y más del 80 por ciento de los diputados eran de un partido, mientras que la oposición gobernaba cuatro municipios de un total de dos mil 500.
Si le damos la vuelta, en 1997 ya había gobernadores de por lo menos tres partidos políticos distintos; en la Cámara de Diputados nadie tenía mayoría absoluta; en la Cámara de Senadores había cierto pluralismo, y cientos de municipios eran gobernados por el PRD o por el PAN. Lo que yo trato de hacer en el libro es explicar este proceso.

AR: También se podrían incluir a la institución organizadora de las elecciones...
JW: Sí, claro. Entre la Comisión Federal Electoral (CFE) y el Instituto Federal Electoral (IFE) hay una enorme diferencia: la CFE era, para todo fin práctico, una extensión de la Secretaría de Gobernación, incluso presidida por el titular de ésta; en 1997 el gobierno salió de la organización de las elecciones.
También, por ejemplo, en 1977 no había ninguna vía jurisdiccional para desahogar las controversias electorales; para 1990 y 1996 se construyó el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que en 20 años tuvo sus dos antecedentes: el Tribunal de lo Contencioso Electoral y el Tribunal Federal Electoral.

AR: Y también conviene recordar cómo funcionaba el Colegio Electoral.
JW: Veníamos de unas elecciones donde los diputados y los senadores calificaban sus propias elecciones, y la elección presidencial la calificaba el Colegio Electoral integrado por los diputados; era una calificación (así se le llamaba) política. Hoy tenemos una calificación absolutamente jurisdiccional, que creo fue una reforma que se hizo muy a tiempo porque era evidente que un cuerpo político (como el Colegio Electoral) seguía una lógica política. Los diputados están agrupados en grupos parlamentarios. ¿Qué hubiera pasado en un Colegio Electoral sin mayoría absoluta? Creo que en buena hora se construyó una vía jurisdiccional para desahogar los conflictos en esta materia.

AR: Saliéndose de las “concertacesiones” que menciona en el libro.
JW: Yo ahí menciono que las “concertacesiones” tenían una cara buena y una mala. La primera: la gente iba y votaba, las autoridades decían normalmente que había ganado el PRI, y luego estallaba un conflicto de enormes dimensiones. No había una vía institucional para resolverlo. La cara buena de la “concertacesión” era que la Presidencia de la República y el líder del partido opositor (normalmente el PAN) y el PRI se ponían de acuerdo, desmontaban el conflicto y seguían adelante. Los dos casos paradigmáticos fueron Guanajuato y San Luis Potosí.
¿Cuál era la cara mala de esa fórmula, y que era la que más pesaba? Que por esa vía se desnaturalizaba y se degradaba la propia actividad política; lo único que se hacía era alimentar el círculo de descrédito en el que estaban inmersas las propias elecciones.
Entonces, creo que haber construido una vía para resolver las controversias electorales fue muy sabio, entre otras cosas porque nadie puede pretender acabar con los conflictos; lo que se requiere es una vía para su solución.

AR: Desde el inicio del libro usted hace algunas anotaciones sobre las peculiaridades de la transición mexicana respecto a las transiciones europeas y sudamericanas. ¿Cuál diría que es la gran peculiaridad del caso mexicano respecto a esas transformaciones? A la vez ¿cuáles similitudes tiene con ellas?
JW: A mí lo que me llamaba mucho la atención es que se reconoce que en el mundo hubo una serie de transiciones democráticas, y en México a nosotros nos ha costado trabajo reconocer la nuestra. Quizá se deba a su peculiaridad porque, a diferencia de lo que sucedió en la Unión Soviética o en sus países satélite, y a diferencia de lo que sucedió en Europa meridional (estoy pensando, sobre todo, en Portugal y España), en nuestro país nunca fue necesario un acto fundacional, es decir, una nueva Constitución. En aquellos países esto era imprescindible porque las dictaduras de izquierda y de derecha establecieron, en sus textos constitucionales, definiciones antipluralistas. En el caso de la Unión Soviética se establecía en la Constitución que el Partido Comunista era la vanguardia del pueblo llamado a gobernar, y punto. No había espacio para el pluralismo. En España y en Portugal sucedía algo similar.
México, entonces, se diferencia de aquellas experiencias en que nosotros, por fortuna, sí teníamos una Constitución democrática, representativa, republicana, federalista; lo que hacía falta era convertir esos preceptos constitucionales en realidad. Y eso fue lo que sucedió en los 20 años que refiero: la construcción del sistema de partidos y del sistema electoral.
Con los países de América Latina también hay diferencias muy marcadas. En los casos de Argentina, Uruguay y Chile, por ejemplo, lo que había sucedido era que dictaduras militares habían interrumpido la vida democrática de esos países. Entonces, la transición, de alguna forma, fue una vuelta a realidades ya vividas: las dictaduras militares habían acabado con las elecciones, habían ilegalizado a los partidos políticos, habían conculcado las libertades y los derechos. Lo que allí sucedió fue una vuelta a las realidades que habían cancelado los militares.
En el caso mexicano no, porque, en primer lugar, nunca fuimos una dictadura sino un régimen autoritario; en segundo lugar, porque en México se inventaron nuevas realidades: el sistema de partidos equilibrados fue una novedad entre nosotros.
Las similitudes: creo que todas estas transiciones tienen un tronco común: fueron capaces de desmontar regímenes autoritarios, dictatoriales o totalitarios por una vía fundamentalmente pacífica, sin el recurso de la violencia. Eso, en su momento y creo que hoy también, debería ser subrayado porque fueron procesos de cambio muy profundos por una vía transicional; es decir, de un cambio gradual y normalmente pactado entre fuerzas políticas diversas. En México sucedió algo similar.

AR: Dice usted que en México que la Constitución que tenemos es una república democrática, federal y representativa. Pero más adelante cita a Jorge Carpizo sobre el presidencialismo exacerbado en el que estaba recargado el autoritarismo mexicano. Pero ¿la Constitución facilitó la transición democrática? Porque en este asunto del presidencialismo, por ejemplo, no ha cambiado mucho.
JW: Yo creo, a diferencia de usted, que el presidencialismo ha cambiado de manera radical en México. Es decir: hay mucha gente que dice que el cambio en México fue solamente electoral; yo lo que les contesto es que eso es no entender la centralidad que tiene lo electoral en el conjunto del régimen político, porque ni sólo pasamos de un sistema de partido hegemónico a un sistema equilibrado de partidos; ni sólo pasamos de elecciones sin competencia a elecciones altamente competidas, ni únicamente pasamos de un mundo de la representación monocolor a un mundo de la representación plural.
Los propios poderes constitucionales se modificaron de manera radical: pasamos de un presidencialismo todopoderoso, o que, por lo menos, tenía capacidad para subordinar al resto de los poderes constitucionales (estoy hablando de la Corte, del Congreso, de los gobernadores, etcétera) a un presidencialismo acotado por los otros poderes constitucionales.
Por ejemplo (estoy pensando en los años sesenta y setenta), si el Presidente de la República enviaba una iniciativa al Congreso, usted o yo podíamos apostar mil a uno a que esa iniciativa iba a prosperar; hoy, si el Presidente no llega a acuerdos con alguna otra fuerza política, simple y sencillamente no puede hacer prosperar sus iniciativas en el Congreso.
También el Congreso se modificó: durante muchos años el Congreso, en lo fundamental, estuvo subordinado a la voluntad presidencial; hoy, como es habitado por un pluralismo equilibrado, su mecánica corresponde a la correlación de fuerzas que allí exista, ya no a los caprichos del titular del Poder Ejecutivo.
Incluso digo que la Suprema Corte de Justicia de la Nación en materia política no jugaba en México, porque el gran árbitro de los asuntos políticos cuando había conflictos era el Presidente. En los últimos años hemos visto conflictos entre la Cámara de Diputados y el Presidente de la República; por ejemplo, cuando una alianza PRD-PRI aprobó un presupuesto y el presidente Vicente Fox no estuvo de acuerdo, el asunto acabó en la Corte. Ésta es hoy un auténtico árbitro entre poderes constitucionales, y todo eso también sucedió en estos 20 años.

AR: Y en el ámbito electoral igual con el tribunal...
JW: Creo que los cambios todos los tienen a la vista: hoy tenemos un padrón que es vigilado en 333 comisiones de vigilancia, cuando antes el padrón era una fuente de desconfianza absoluta. Antes toda la red electoral se tejía desde la Secretaría de Gobernación; hoy, además del funcionariado del IFE que está en los consejos locales y en los consejos distritales, en cada elección se crean consejos electorales locales y consejos distritales que son, digamos, las máximas autoridades en esos niveles, y además se encargan de vigilar el comportamiento del servicio civil de carrera del IFE.
¿Quién está en las casillas? Antes, en 1988, el secretario de Gobernación nombraba al presidente y al secretario de los consejos distritales y locales, y éstos nombraban al presidente y al secretario de las mesas directivas de casilla. Hoy eso ya no ocurre.
Y por allí me podría seguir, pero creo que eso está muy a la vista.

AR: También se habla del aumento del poder de los gobernadores. En este sentido, ¿en qué medida esta vertiente nacional de la transición democrática se ha reflejado a nivel de los estados? Porque se habla de muchos caso de control de los Ejecutivos de los estados sobre los otros poderes. A nivel subnacional, ¿cómo ha sido el proceso democratizador?
JW: Tiene usted toda la razón en apuntar en esa dirección porque, en efecto, aunque el libro hace alusión a algunos conflictos locales, en lo fundamental sigue el hilo federal. Y es cierto: México es un mosaico muy desigual.
Yo creo que este proceso transicional ha tocado al país de norte a sur, de este a oeste. Si uno se asoma a los estados de la República, también la situación ha cambiado pero en diferentes grados. Éstas son realidades que no siempre cambian en un solo sentido.
Si se dice que en muchos estados de la República hoy muchos gobernadores tienen más poder que en el pasado, puede ser cierto, entre otras cosas porque tienen márgenes de autonomía mucho mayores en relación al Presidente de la República. Por desgracia, en muchos estados los contrapesos diseñados no están funcionando como a nivel federal.
¿A qué me refiero? Al Congreso local, al comportamiento de los presidentes municipales y al instituto electoral, a la comisión de derechos humanos, al instituto de transparencia de una entidad. Allí sigue habiendo una tensión: muchos gobernadores y muchos congresos locales —incluso a veces también la Presidencia o el Congreso federal— no se acostumbran a vivir con entidades autónomas, y entonces quisieran que, más bien, fueran correas de transmisión de la voluntad del gobernador, en algunos casos del congreso y en otros de los partidos.
Entonces sí hemos vivido experiencias en las que la comisión de derechos humanos de un estado es encabezada por un amigo o incondicional del gobernador, y por esa vía se atrofian las facultades de vigilancia que debería tener aquel organismo. En muchos casos hemos visto institutos electorales donde las fuerzas políticas se reparten los integrantes de su consejo.
Son procesos contradictorios, y uno de los asuntos, como usted bien lo señala, es voltear los ojos a muchas entidades del país donde ha habido una especie de concentración del poder por parte de muchos gobernadores.

AR: En sentido contrario, ¿cómo el proceso democratizador vino del poder local? Al final usted toma un cuadro tomado del libro de Alonso Lujambio, El poder compartido, que hace referencia a cómo fue creciendo la representación de los partidos en los municipios. ¿Cómo fue esa influencia de los cambios locales en los federales?
JW: El cambio vino de abajo hacia arriba, y de la periferia al centro, entre otras cosas porque en el Distrito Federal no había elecciones propias. A finales de los años setenta y principios de los ochenta, partidos diferentes al PRI empezaron a ganar ayuntamientos y a tener una presencia mayor en los congresos locales. A partir de 1989, en Baja California, y en los noventa, comenzaron a ganar gubernaturas. Después fue la primera elección para nombrar Jefe de Gobierno del Distrito Federal en 1997, y yo la coloco al fin de la transición como uno de los elementos que, incluso, nos permiten hablar del término de ella.
Por eso, cuando en el año 2000 se da la alternancia en la Presidencia de la República, es una realidad que ya se había vivido en muchísimos municipios en un buen número de estados de la República; no era algo absolutamente inédito.

AR: Por otra parte, se ha construido una impresionante maquinaria electoral que funciona, como usted dice, como reloj suizo para organizar la elección, realizar la jornada y contar los votos. Pero creo que atraviesa su libro la inquietud por la inequidad en la competencia, por los recursos con que cuentan los partidos. ¿Cuál ha sido la trayectoria de esta inequidad en la democratización del país?, ¿que nos falta por hacer al respecto?
JW: Creo que en este terreno también el cambio es abismal: de una absoluta inequidad a una relativa equidad. Hablo de equidad, no de igualdad, porque por esa vía podemos nunca acabar. No va a haber igualdad; se trataba, entendía yo, desde el inicio, de crear un piso de equidad. ¿A qué se refería esto? A los recursos económicos con los que iban a contar los partidos y a su acceso a los grandes medios masivos de comunicación. Veamos si fue o no equitativa en esos términos la última elección.
El financiamiento que recibieron PRI, Verde, PRD, PAN, Movimiento Ciudadano, PT y Panal fue tal y como lo señala la ley, y como fue pactado por ellos mismos. Todos recibieron recursos enormes; no hubo queja en ese terreno. Esto quiere decir que uno de los basamentos de la equidad, que es el financiamiento hacia los partidos políticos, se cumplió.
El otro es el tema de los medios; dividámoslo en dos momentos: precampañas y campañas. Allí hay dos grandes esferas: los tiempos oficiales, los spots que todos vimos, y el comportamiento de los noticiarios de radio y televisión.
¿Qué sucedió en términos de la catarata de spots que vimos tanto en la precampaña como en la campaña? Pues que se transmitieron tal y como dice la ley, con altos grados de cumplimiento por parte de las televisoras y radiodifusoras, monitoreadas por el IFE, y no hubo queja. El tiempo se reparte 70 por ciento proporcional al número de votos obtenidos en la última elección, y 30 por ciento de manera igualitaria. Y los partidos no reclamaron en ese periodo.
Paso a la otra esfera: ¿qué pasó con el comportamiento de los noticiarios de radio y televisión, que el IFE también monitorea? Según los informes del IFE, en la precampaña y en la campaña la cobertura fue equilibrada, fue equitativa; eso está medido. Esto se dio los cinco meses antes de la elección.
Lo anterior quiere decir que en materia de medios y dinero el asunto funcionó.
¿Cuál es, sin embargo, el tema que sigue vivo? El de una presunta connivencia entre las televisoras y un candidato, Enrique Peña Nieto, postulado por el PRI, que sucedió antes de esos meses. Creo que esto refleja un problema al que hay que entrarle, y para atenderlo la legislación electoral queda corta.
Hay que pensar en serio en una legislación moderna para los medios masivos de comunicación. En México seguimos con una Ley Federal de Radio y Televisión, por un lado, y con una Ley de Telecomunicaciones por otra. Es absurdo; hay que integrarlas, hay que generar un órgano regulador, hay que abrir puertas para que haya más emisores (es decir, inyectarle pluralismo) y, eventualmente, construir también una cadena pública de televisión y radio que pueda hacer contrapeso a las privadas.
¿Qué es lo que quiero decir con esto? Sin negar que hubo una especie de sobreexposición de un candidato antes de la precampaña, yo creo que si uno lo ve fríamente, los dos pilares de la equidad, el dinero y los medios masivos, en la etapa de la campaña fueron bastante equilibrados.

AR: Hablemos de los medios de comunicación: ¿qué papel han desempeñado en esta historia de la transición democrática mexicana? Efectivamente, antes la cobertura del ciento por ciento era para el PRI y hoy ya hay equidad. Pero también se señala la gran concentración de la propiedad de los medios electrónicos.
JW: En una primera etapa los medios fueron usufructuarios, beneficiarios y acicate del cambio político. La irrupción del pluralismo les benefició, ampliaron los márgenes de su libertad, sin duda alguna, y ellos mismos fueron capaces de reproducir mejor esa coexistencia de la diversidad.
Pero tenemos un problema: que, sobre todo si hablamos de las televisoras, son muy poderosas, y se ha dado un fenómeno (quizá esté caricaturizando) en donde pasamos de una subordinación de esos medios a la voluntad presidencial, a una soberbia de los medios, que en muchos casos han presionado y chantajeado a partidos políticos y hasta a competidores de los medios de una manera muy alevosa.
Es por eso que yo creo que los medios seguirán siendo importantes, pero necesitamos un marco regulador que fomente la responsabilidad de los medios y que nos ayude a aclimatar las relaciones políticas plurales en México.
En este tema hay que recordar lo siguiente: en el año 2006, si mal no recuerdo, se aprobaron reformas a la Ley Federal de Telecomunicaciones y a la Ley Federal de Radio y Televisión. Más de un tercio de los senadores se inconformaron y fueron a la Corte señalando que eran reformas inconstitucionales. En el año 2007 la Corte dijo que ambas leyes federales contenían artículos anticonstitucionales, y los dio de baja.
Han pasado más de cinco años, y el Congreso no ha sido capaz de llenar esos huecos que dejó la Corte. Algo nos está diciendo eso: que ha habido negligencia, temor o falta de visión para generar una legislación de medios a la altura de las necesidades de un país complejo, diverso y moderno como es México.

AR: Usted pone el acento en los factores institucionales, especialmente en los partidos. Pero también menciona algunos movimientos sociales, ciudadanos, sindicales y hasta la guerrilla. ¿Cómo han influido en la transición democrática?
JW: En el libro se señala que conforme las elecciones se fueron convirtiendo cada vez en más competidas, muchas organizaciones civiles empezaron a demandar procesos electorales imparciales, limpios, transparentes y equilibrados; e incluso hubo una ola de observación electoral que mucho contribuyó a los cambios que se vivieron a lo largo de esos años.
Es decir, las elecciones dejaron de ser un asunto sólo de los políticos y de las constelaciones partidistas; le importaron, y mucho, a grupos de la sociedad organizada que pelearon por procesos electorales limpios —para decirlo en una palabra—, y creo que sin esa contribución tampoco se entiende el proceso de transición democrática.

AR: Para concluir: ¿dónde estamos hoy en materia democrática? ¿cómo podemos mejorar nuestra democracia?
JW: Yo creo que México vive en una germinal democracia, pero ésta tiene el peligro de desgastarse. No lo digo yo, lo dicen el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal): estamos detectando un malestar en la democracia. Tememos que se pueda convertir en un malestar con la democracia, y yo creo que eso hay que tomárselo muy en serio.
Yo llamo a valorar lo que hemos construido en esta materia, pero no a cerrar los ojos a que hay muchísimas realidades que están adelgazando el aprecio hacia la misma.
Yo diría que hay cinco grandes terrenos para reflexionar sobre nuestra democracia, dos que tienen que ver con la comprensión y tres que son los más difíciles.
El primero es que desgasta el aprecio por la democracia el no comprender lo que hemos vivido, y en esa vertiente está escrito este libro. Sintámonos orgullosos de lo que construimos y de lo que fuimos capaces de deconstruir: pasamos de un régimen autoritario a una germinal democracia.
Segundo, también en ese terreno: según diferentes estudios, no hemos entendido lo que es la democracia. Por ejemplo, encuestas como el Latinobarómetro, cuando se nos pregunta a los mexicanos si puede haber democracia sin partidos o sin Congreso, la mitad de los encuestados dicen que sí. Quiere decir que no se ha entendido que la democracia es una forma de gobierno que requiere de partidos, de políticos y de parlamentos para ser tal.
Pero quizá las anteriores no sean los problemas más importantes sino los siguientes tres: primero, tenemos problemas de crecimiento económico suficiente, y eso lo que genera es que no crece el trabajo formal sino el informal; que muchos jóvenes no encuentren colocación en el mercado laboral formal y tampoco en el sistema educativo a nivel superior, y que hayamos vivido migraciones millonarias. Al no crecer nuestra economía, las condiciones materiales de vida de la gente no mejoran, y eso por supuesto genera un malestar.
Segundo, como bien lo ha dicho la Cepal, somos un continente, no sólo un país, con una escasa cohesión social, marcado por desigualdades abismales; no hay un sentimiento de pertenencia a una comunidad sino al revés: son grupos, pandillas, clases que no se reconocen en los otros. También dice la Cepal, creo que con razón, que en ese marco de una frágil cohesión social es difícil la reproducción democrática.
Tercero, los problemas de gobernabilidad: por supuesto que es más difícil gobernar en democracia que en autoritarismo; en éste una voz manda y ordena, y los demás a callar. Aquí no: la democracia es un laberinto donde hay que construir mayorías a partir de que existen diagnósticos, propuestas, ideologías y sensibilidades distintas.
Entonces, creo que estos tres problemas: la falta de crecimiento económico, el déficit de cohesión social y los problemas de gobernabilidad, pueden estar influyendo en el malestar con el que se vive la germinal democracia mexicana.



*Entrevista publicada en Este País, núm. 256, mayo de 2013.

jueves, agosto 01, 2013

Los paraísos artificiales en la modernidad. Entrevista con Juan Cajas

  
Los paraísos artificiales en la modernidad
Entrevista con Juan Cajas*
Por Ariel Ruiz Mondragón
Desde que Estados Unidos procedió a la prohibición de ciertas sustancias el mundo entró en un severo conflicto debido a la persecución que ello implicó. Con el paso del tiempo, personas y luego bandas perfectamente organizadas se dedicaron al trasiego de las drogas, lo que se convirtió en un gran negocio para esos grupos, que también aumentaron su poder incluso en los ámbitos internacionales.
Esa interdicción ha tenido profundas repercusiones culturales, mismas que han implicado un profundo rompimiento con el uso que anteriormente se le daba a las drogas, especialmente el de autoconocimiento. Con ello se han difundido grandes prejuicios sociales que sólo han profundizado “una crisis de cultura y civilización” cuya superación no llegará si se insiste en el modelo prohibicionista.
Tras una espléndida investigación de campo en la que indagó sobre las vivencias y supervivencias de los narcos colombianos avecindados en Nueva York en busca del sudamerican dream —dejar la pobreza y hacer fortuna en Estados Unidos mediante el tráfico de estupefacientes—, Juan Cajas ha realizado un estudio antropológico sobre el tráfico y consumo de sustancias ilícitas. Es, también, una reflexión sobre las drogas y el alivio que proporcionan los paraísos artificiales a la incertidumbre generada por la modernidad. El libro que recoge lo anterior se titula El truquito y la maroma, cocaína, traquetos y pistolocos en Nueva York. Un antropología de la incertidumbre y lo prohibido (México, Conaculta, INAH, Miguel Ángel Porrúa, 2004, y que acaba de ser reeditado en Colombia por la Universidad del Cauca).
Sobre este original e imprescindible trabajo sostuvimos una charla con el autor, en el que se trataron temas como los riesgos que corrió en su investigación, los efectos de la cultura del miedo generada por el narco sobre la democracia, la economía del trasiego y, en general, de los encuentros y desavenencias entre la modernidad y las drogas ilícitas.
Cajas es profesor-investigador del Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Con El truquito y la maroma… obtuvo el Premio Fray Bernardino de Sahagún, otorgado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia.
 
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar un libro sobre el narcotráfico y las drogas?
Juan Cajas (JC): Pienso que reflexionar acerca del narcotráfico es una necesidad de nuestro tiempo. Te diré por qué: primero, porque es una forma de tomar partido frente a uno de los problemas más importantes de la agenda pública del mundo actual, y donde la opinión de los antropólogos debe ser tomada en cuenta, pues contribuye a eliminar la narcofobia a que nos someten las autoridades, permitiendo ubicar el problema en una dimensión más clara, sobre todo por el énfasis que se hace en el papel de la cultura.
La antropología nos permite desconstruir desde los escenarios de formación de violencia, los procesos culturales concretos que coadyuvan en la formación de los grupos delictivos en las distintas regiones del orbe. Los antropólogos pueden ayudar a dar luz sobre los mecanismos culturales que permiten configurar a las empresas red del crimen organizado, desbrozando el camino de lecturas apresuradas, basadas en modelos obsoletos, tanto médico sanitarios como penológicos y represivos.

AR: Su trabajo de campo en las calles de Nueva York es extraordinario. ¿Qué riesgos corrió durante su investigación? Incluso en algunas partes del libro, como al final, se habla de prisas por abandonar la urbe, de frecuentes cambios de domicilio, por ejemplo.
JC: Siempre me preguntan por los riesgos, que fueron muchos, desde luego. El más grave, quizá, fue trabajar en situación de clandestinidad, asumiendo la cotidianidad de mis informantes durante largos nueve meses, sin más respaldo que las medidas de seguridad que puse en marcha para proteger la realización del trabajo de campo, mi integridad y la de mis informantes.
Aunque disponía de credenciales académicas, no sé hasta qué punto podría haber librado mi condición de cómplice pasivo en caso de haber sido detenido en algún operativo policíaco en Estados Unidos. Ésas son posibilidades que los antropólogos calculamos. Si hubiera hecho caso de las advertencias de mis maestros o amigos, seguramente no hubiera realizado el trabajo, y tal vez habría terminado haciendo antropología de gabinete, lo que no es mi caso, afortunadamente.
Recuerdo que William Thomas, uno de los precursores de la sociología de Chicago, señalaba: “Si los hombres definen las situaciones como reales, sus consecuencias son reales”. En ese sentido, una forma de eliminar el riesgo fue definiendo estrategias de seguridad, prescindiendo de recursos tradicionales, como el uso de cuestionarios y grabadoras, privilegiando la recuperación rápida de la información en forma escrita y poniéndola a buen recaudo. El oficio del antropólogo evoca, en algunos casos, al peligro como vocación. Obviamente no recomiendo a nadie la realización de este tipo de trabajos.
En mi caso lo hago por convicción propia; escribía Lévi-Strauss que la antropología era el arte de danzar al borde del abismo.

AR: Usted señala que el narcotráfico y la prohibición generada por el Estado instalan al ciudadano en una cultura del miedo. ¿Cómo afecta esto a la democracia?
JC: Un ciudadano temeroso deviene en un ciudadano apático, distante de los procesos participativos; cede con facilidad ante la amenaza. A raíz de la ejecución del candidato priísta a la gubernatura de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, por ejemplo, en un estado donde la disputa de los cárteles es feroz, es casi normal prever la ausencia de los ciudadanos en las mesas de votación, temerosos a un ataque sorpresivo del crimen organizado.
El chantaje a través del miedo funge como una amenaza a la libertad de expresión, y a la libertad de decidir. A reserva de lo que investiguen las autoridades, uno podría plantear hipotéticamente que detrás del crimen se ocultan intereses que buscan desestabilizar las instituciones en Tamaulipas. Recordemos que en Cuernavaca, hace cosa de algunas semanas, las amenazas del narco a través de narcomantas y mensajes en las redes sociales obligaron a un “toque de queda” de la población. Estos hechos suponen una fractura del contrato social, toda vez que rebasan el papel de las instituciones.
Es en este sentido que considero que el crimen organizado afecta el normal desenvolvimiento de la democracia en México. No es que el narco busque instaurar un narco Estado, hipótesis que me parece descabellada, pero acciones como la de Tamaulipas exhiben la capacidad del narcotráfico para intervenir en las campañas y modificar mediante el chantaje el escrutinio popular, sin que el gobierno federal intervenga o resuelva el problema.

AR: En el viaje por el mundo del narco en Nueva York tuvo un Virgilio que lo guió, “Garfield”. ¿Cómo lo conoció?
JC: ¿Qué te digo? Garfield es un personaje único, diría que irrepetible. Tanto así que en algunas entrevistas siempre me preguntan si es real o ficticio. El año pasado fui a visitar su tumba con el objeto de constatar si en efecto, como me habían dicho, se había transformado en un hacedor de milagros. Con sorpresa descubrí la existencia de placas en bronce sobre su tumba donde personas anónimas le agradecían por los favores recibidos. No sé si esté en camino de la santidad. En Colombia todo es posible.
A Garfield lo conocí en Colombia; por aquel entonces ambos militábamos en la izquierda, generacionalmente nos identificábamos en la idea de cambiar el mundo. Años después lo reencontré involucrado en actividades ilegales, y dada la camaradería que nos unía, surgió la posibilidad de investigar el submundo de sus negocios clandestinos. Gracias a él pude acceder a diversos informantes y conocer de cerca la parte humana, por así decirlo, de quienes habían apostado por lo que llamo el sudamerican dream: el ganarle a la vida a través del truquito y la maroma.

AR: ¿Por qué el país decano en la búsqueda de la felicidad y en la defensa de la libertad, Estados Unidos, terminó prohibiéndolas a través de la invención jurídica que da origen al narcotráfico?
JC: La prohibición tiene que ver con el puritanismo norteamericano; y aunque el país tiene una larga tradición en materia de luchas por los derechos civiles, las autoridades legislan inspiradas en los recursos de la moral, la cual no siempre es buena consejera. El modelo represivo penal que acompaña la prohibición responde a un ideario religioso de pensamiento único, bajo el cual se condena a los ciudadanos a vivir lejos de las tentaciones del mundo, es decir, en estado de purificación o santidad, lo cual es, desde luego, un absurdo.
Escribía Octavio Paz que no es humano quien no haya experimentado la tentación del viaje. Frente a la tentación, la moral culpígena sacrifica el misterio y obliga a los sujetos a la santidad, al camino recto. Ahora bien, no olvidemos que temas como el bien o el mal, tienen que ver con aspectos de orden cultural que varían de un lugar a otro, y sobre los cuales la antropología ofrece abundantes relatos etnográficos. Vistas así las cosas, la guerra contra las drogas no deja de emular a las antiguas cruzadas en su lucha por recuperar las tierras santas. En nuestro caso, la prohibición busca ingenuamente la salvación de las almas.

AR: Efectivamente, el problema de las drogas depende en lo fundamental de las formas como la sociedad incorpora a su cultura. ¿Cuál sería una forma adecuada de incorporarlas a la sociedad?
JC: Pienso que hay que desmitificar el famoso “problema de las drogas” y plantearlo desde parámetros más objetivos, es decir, alejados de la doble moral. Legales o prohibidas las drogas seguirán siendo consumidas con fines recreativos, pues es una constante en la historia humana. Considero que es obligación del Estado poner al alcance de los ciudadanos información adecuada sobre las drogas, de la misma manera en que debe instruirse sobre educación sexual a los jóvenes, advirtiendo sobre los riesgos y beneficios de prácticas protegidas.
Una política pública basada en la prevención del riesgo puede facilitar que nos familiaricemos con las drogas, sus efectos, riesgos y consecuencias. No olvidemos que el consumo de drogas tiene que ver con la soberanía del yo, es decir, con el usufructo de nuestro ego territorial, el cuerpo. Lo que hagamos con nuestro cuerpo pasa por una decisión estrictamente individual, en la cual el Estado no debe tener injerencia. Sería absurdo, por ejemplo, que el Estado nos prohibiera el uso de tatuajes o perforaciones.

AR: Usted dice: “El negocio del narcotráfico requiere de la prohibición”. Entonces, ¿cuáles serían los probables efectos económicos que tendría la legalización?, ¿en la insistencia en la interdicción no hay más razones económicas que morales o de salud?
JC: Digamos que la legalización contribuye a romper el negocio de grupos que lucran con mercancías prohibidas, en condiciones de gran ventaja frente a empresarios que lucran también, pero desde la legalidad y realizan sus contribuciones al fisco. La opinión de los especialistas en el tema es que el Estado ejerza el monopolio sobre el ciclo de producción, distribución y consumo de drogas. De esta forma se rompería el negocio, pues los traficantes de lo ilícito perderían el control sobre el comercio de las drogas. El modelo es, claro está, el mismo que el Estado aplica sobre drogas legales como el alcohol y el tabaco.
Pero esto no elimina en absoluto la producción de drogas ilícitas, pues en el caso del alcohol sabemos que existe producción en alambiques clandestinos. Sin embargo, se desconoce la existencia de cárteles dedicados a la producción de alcohol. La legalización probablemente dispare el consumo en un principio, pero luego las cosas regresan a la normalidad. Quienes trabajamos estos temas sabemos que no es tarea fácil volverse dependiente de las drogas. Existe mucho mito en torno a las adicciones instantáneas, y una de nuestras tareas es justamente desmitificar el asunto.

AR: Por una parte, usted señala que con la prohibición hubo una ruptura con la tradición de las plantas como medios de autorreflexión y autoconocimiento, que da lugar a la prohibición y abuso de las drogas; pero, por otra parte, también señala que el consumo de drogas es un acto moderno en tanto se realiza en el ámbito de las decisiones individuales. ¿A qué se debe la ambivalencia de la posición de la modernidad frente a la droga?, ¿hay forma de conciliarlas?
JC: La “sobria ebriedad”, de la que habla el filósofo español Antonio Escohotado, rigió durante varios siglos el consumo de drogas, sin que se convirtiera en problema de salud pública. A través de las drogas se potenciaban los dones superiores del ser humano; sobre este tema existe información etnográfica en los cinco continentes. No es un secreto.
La tradición de la “sobria ebriedad” es interrumpida por la retórica salvacional y de buena conducta que introdujo el cristianismo monoteísta. El Renacimiento permite recuperar el ideario de la “sobria ebriedad” y proyectarlo sobre el escenario de la modernidad, sobre todo en el siglo XIX, que es importante ya que estructura el imaginario de los placeres artificiales y los discursos sobre la ebriedad narcótica, superando, a su vez, el tormento de los escrúpulos morales o religiosos. La muerte de Dios abre el camino a la curiosidad sublime, pero al mismo tiempo inaugura las políticas prohibicionistas norteamericanas, basadas en el control del opio, primero en Filipinas, y luego en la instauración de un modelo represivo o penal a escala mundial.
Me preguntas si hay forma de conciliar la modernidad y el consumo: pienso que sí. Una salida es la legalización gradual de las drogas a nivel internacional. Asimismo, eliminar el papel de guardián moral que Estados Unidos ejerce sobre el mundo.

AR: ¿Cuál es el papel de la salsa en la formación identitaria de los creyentes en el Sudamerican Dream? (Por cierto: ¿no le parece que una canción como “Vámonos pa’l monte”, de Eddie Palmieri, puede expresar muy bien buena parte de su libro?).
JC: Respecto de la salsa, pienso que esta expresa una fusión identitaria, surgida de la melancolía neoyorquina de los migrantes; un híbrido de soledades, ausencias, pérdidas, registro de dolores y deseos que se sumergen en el asfalto e intersticios de la gran ciudad.
En ese sentido, la salsa reivindica lo que Anderson llama “comunidad imaginada”. Los temas aluden a viñetas del campo, los amigos, la familia utópica, el bienestar campirano. El imaginario del sueño sudamericano de la droga mitifica y sacraliza, no la vida americana, pero si el consumo hedonista que facilitan los dólares.
Los dólares alimentan el sueño de la prosperidad, el acceso a lo que Palmieri señala musicalmente en esta canción que nombras: “Vámonos pal’monte,/ pa'l monte pa’ guarachar./ Aquí en las grandes ciudades/ se ve mucha congestión./ Pero allá en el monte mío hay espacio y fascinación”. La antítesis, pues, de la vida americana centrada en la ética protestante del trabajo y en el ahorro.
La salsa es una apuesta por el truquito, la maroma y el vacilón, una triada que encontramos ampliamente recreada no sólo en la música sino también en la literatura. No es casual que en Colombia la celebración de la llegada de cargamentos de droga a Estados Unidos se celebre con grandes bacanales, donde la reina de la fiesta es justamente la salsa.
Rubén Blades resume bien en una frase el ejercicio circular del sudamerican dream: “Maestra vida camará, te da y te quita, te quita y te da”. La salsa registra el éxito de los que “coronan” pero también de los que fracasan con su “mercancía”. El dinero de la droga da, pero también quita. La felicidad es instantánea. Se logra a través del dinero que fluye hacia las comunidades de origen. Los narcos sudamericanos sacan el dinero de la droga hacia sus países de origen. Los chinos o coreanos, no, ya que lo invierten en Estados Unidos. Esto cambia, desde luego, el patrón de represión.

AR: La modernidad ha llevado a la “fría noche polar” anunciada por Max Weber, el tiempo de la indigencia de Heidegger, el “desgarramiento doloroso de la conciencia infeliz” de Hegel, a la anomia durkheimiana. ¿Cómo salir de esa condición? ¿Optamos por el pasado, una suerte de melancolía reaccionaria en la que “el futuro es el pasado que vendrá”, incluyendo a las drogas?
JC: No la melancolía reaccionaria, desde luego, donde todo pasado fue mejor, y al que acuden con reiterada insistencia los predicadores o ex misioneros para alertar sobre los perjuicios de la civilización en las comunidades indígenas, ni la de autores como Fukuyama y el épico fin de la historia. Pienso en el futuro, de cara al sol, con todo y sus riesgos, incluyendo la despenalización de las drogas. La interdicción, en lugar de liberar, condena al individuo al consumo de sustancias adulteradas y sin control alguno. Las preocupaciones que suscita el consumo de drogas, me parecen exageradas.
Terrible, en cambio, me parecen las operaciones de limpieza social que grupos paramilitares ejercen sobre los Centros de Rehabilitación de adictos en el norte del país. Un debate a fondo sobre el tema de la despenalización puede habilitar un discurso en el que el consumo deje de ser visto como algo pernicioso y ruin.
Señalemos que en épocas pasadas tanto el té como el mate o el café fueron objetos de prohibición. Hoy en día degustamos, sin reparo alguno, humeantes tazas de café para empezar el día. No dejo de pensar, para el futuro que vendrá, en los efectos positivos que para las arcas del Estado y el orden público tenga una política basada en la despenalización del consumo de drogas. Podríamos, por ejemplo, ahorrarnos los miles de muertos de una guerra fallida.
Recuperar el placer de lo misterioso es una tarea cultural. Pese a la alarma y el pánico moral de los medios de comunicación, el consumo de drogas no opera como se muestra en los spots de televisión. Parafraseando a Jünger, bien podemos decir que el adolescente se encuentra con su primer carrujo de marihuana al igual que con su primera aventura amorosa: por azar, y la mayoría de las veces, sin condón. Tales encuentros no están previstos en el plan romántico e ingenuo de la familia tradicional, sino en la cartografía de lo prohibido.

*Entrevista publicada en Replicante, julio de 2010.