domingo, noviembre 28, 2010

Una historia para el futuro. Entrevista con Mauricio Tenorio Trillo



Una historia para el futuro
Entrevista con Mauricio Tenorio Trillo*
Ariel Ruiz Mondragón 

La conmemoración por los centenarios de las grandes gestas de nuestra historia ha conducido a algunas reflexiones (no muchas, la verdad sea dicha) sobre el pasado, presente y, sobre todo, el futuro de nuestro país. Perdidos entre celebraciones tan espectaculares como vacías, discusiones anecdóticas, biografías noveladas y procesos telenovelados, así como ataques a la historia oficial, se ha desaprovechado el tiempo para pensar y cimentar un porvenir distinto.

Uno de los intentos más serios proviene de una colección de ensayos reunidos bajo el título de Historia y celebración. México y sus Centenarios (México, Tusquets, 2009) de Mauricio Tenorio Trillo. En este conjunto de textos el autor aborda, con irreverencia, humor y rigor,  diversas aristas de los festejos y sus motivos, así como algunas propuestas de convivencia futura para el país.

Sobre algunos de esos temas conversamos con Tenorio Trillo: el ensayo como forma de conocimiento, el entendimiento del presente y cómo condiciona la comprensión del pasado, la incomodidad del panismo ante la historia celebrada, la importancia vigente del nacionalismo revolucionario y la responsabilidad de los historiadores en la generación de nuevos mitos.

También tocamos cuestiones como la revaloración del pasado, presente  y futuro común con Estados Unidos, el proceso de democratización del país y su relación con la historiografía y la relación de intelectuales con el gobierno, así como propuestas para un nuevo mestizaje y para limitar las carencias de responsabilidad de la clase política.

Tenorio Trillo es doctor en Historia por la Universidad de Stanford y profesor tanto en la Universidad de Chicago como en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Autor de cinco libros, en 2006 también ocupó la cátedra Rosario Castellanos en la Universidad Hebrea de Jerusalén.
  
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar este libro?

Mauricio Tenorio (MT): Hay tres razones fundamentales por las que me decidí a escribir este libro. La primera tiene que ver con mi labor no de historiador profesional que escribe libros complicados y aburridos que sólo leen otros historiadores, sino con la enseñanza. Soy profesor, y lo he sido toda mi vida: he dado clases aquí, en Estados Unidos y en España, por ejemplo.  

La enseñanza es una más de las partes de la historia, la menos valorada del oficio de historiador, pero es muy interesante. Como profesor, una de las cosas que siempre me preguntaban era por qué los muchachos se meten a mis cursos. En realidad ya saben lo que es la historia y eso es lo que me asombraba mucho. Yo les pregunto: ¿qué es la historia? Responden: “La historia la escriben los vencedores; la historia es el pasado y hay que conocerlo porque, si no, repetimos los errores del pasado. Es esencial para tener una identidad, para no traicionarte, para ser tú mismo.” Y yo les decía: “Bueno, entonces cierren la puerta y vámonos. Ya saben qué es la historia. Los datos, fechas y esas chingaderas las sacan de Google.”

Lo que me pasó fue que, tras tantos años de dar Historia, empecé a usar esta manera de escribir, de hablar, de hacer una especie de ensayos para desaprender, primero, antes que aprender. Mi labor de enseñanza me ha llevado a tener cierta preocupación sobre cuestiones básicas sobre la historia que tienen que ver, más que con informar, con tratar de crear dudas, de ver la ironía de las cosas.

La segunda razón por la que me pareció importante escribir este libro es muy coyuntural. Yo soy un historiador de lo que Eric Hobsbawm llamaba “la era de los centenarios”, de 1870 a 1970, y toda mi vida académica ha sido dedicada a ese periodo, sobre el cual he escrito muchas cosas. De repente me he dado cuenta de que me ha alcanzado el Bicentenario, y entonces, a lo mejor pretenciosa e indebidamente, me he creído armado con cierto conocimiento de cuestiones de historia y celebración y para hablar de lo que viene.

La última razón es que yo escribo libros profesionales, monográficos, llenos de citas. Pero me considero por dejado —como se diría— un ensayista en el sentido estricto de la palabra: usar el ensayo como una forma de conocimiento, es decir, utilizar la ironía como una forma de conocimiento.

Yo sé que parte de los profesionales de la historia, incluso en México y mis propios colegas, han dicho que el gran error de nuestra vida académica es el abuso del ensayo. Todo mundo escribe ensayos, se cree con la capacidad para decir cualquier cosa. Yo creo, al contrario, que el ensayo es una forma de conocimiento social, político e historiográfico muy importante. Pero es una forma que requiere un rito de iniciación, un costo de entrada, a mi parecer: me gusta que escriban ensayos históricos aquellos que han escrito historia, investigado en archivos, leído historia, y que pueden decir ahora en voz ensayística, con ironía, con capacidad de provocación, algo. A mí me gusta mucho leer ensayos de ciencia, que, en castellano, desafortunadamente son pocos. ¿Quién escribe el ensayo de economía? El economista, el que ya pagó su costo de entrada y que ha escrito fórmulas matemáticas complicadísimas. Ese es el precio que creo puede tener un ensayismo claro.

AR: Hay un ensayo que me llamó mucho la atención, titulado “La ley de la naturaleza pachanguera de la historia”, en el que establece que el festejo es una decisión política y que lo que se celebra es el presente. Hoy, ¿cuál es la decisión política que ahora lleva a estos festejos, por una parte, y por la otra, cuál es ese presente que es festejado? Sobre todo tomando en cuenta que el gobierno federal es del PAN, que creo que no comparte muchas tesis de la vieja historia oficial.

MT: Contestaría con dos comentarios muy precisos acerca de lo que acabas de decir, que me parece muy interesante. Por una parte señalas: “Te quiero creer, Mauricio; tú dices que celebrar no es una cuestión de historia, sino del presente, y es una cuestión política. ¿Cuál es ese presente que hoy tenemos? Descríbelo.”

Y la segunda es en vistas a un PAN que parece incómodo ante el libro de texto que todos aprendimos, con una historia que a partir de la posrevolución se apropió del relato liberal porfiriana, lo impulsó y que todos aprendemos.

Respecto a lo primero, es curioso: uno cree que lo más difícil de la historia es encontrar esos documentos que nadie ha sacado, o descubrir frases y datos que nos darán la verdad, y que entonces entenderemos completamente. Pero es tan difícil saberlo, porque el pasado ya pasó y está perdido. No; lo más difícil de la historia, dado que es dictada desde el presente, es poder entender éste, lo que es muy difícil porque nunca tienes la distancia pertinente.

El otro día, en una entrevista me preguntaron si estamos en una revolución. Bueno, podemos estarlo y no habernos dado cuenta. La historia siempre funciona como esa especie de galaxia que explota a dos años luz, y apenas hoy nos llega y nos enteramos. En 1911, hasta finales de año se enteraron de que en México había una revolución. ¿Qué hubo? Pues un cambio de gobierno, Porfirio Díaz renunció, la clase política pactó con los Madero, todo estuvieron de acuerdo. Pero nadie se enteró, cuando menos no en la que nosotros sabemos. En 1815, cuando ya habían matado a Hidalgo y el Ejército realista y la Corona española habían derrotado a todos, excepto a uno o dos guerrilleros, y ya había regresado Fernando VII, nadie sabía que México iba a la Independencia, ni siquiera se había hablado de ella. Entonces, el presente es muy difícil de entender.

Pero esto es lo que dicta lo que vemos del pasado, a veces inconcientemente. Visto ahora en nuestro centenario, hay que ver lo que se discute en la prensa sobre cómo celebrar. Se habla, por ejemplo, de que habrá un libro sobre las mujeres en la Independencia. ¿Por qué? Por el presente, porque ahora las mujeres son importantes, porque hemos tenido un movimiento que viene de los años sesenta, el multiculturalismo, la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y en México. Ahora hay que hacer eso, es un mandato del presente. Sin embargo, eso es muy obvio: ¿cómo podemos, cuando uno está metido en el ajo, describirlo? Es muy difícil. Mientras más caótico e inaceptable es el presente, es mucho más difícil organizar el pasado, porque no tenemos una noción de qué queremos, ni siquiera un vislumbre de lo que deseamos o tememos que venga. En el presente vivimos sin una idea de lo que viene, porque hay una sensación de que esto está jodido, de que todos estamos mal, ¿qué más puedes temer?

Entonces, el presente es difícil de descifrar, y creo que es una cosa a vislumbrar. Pero si uno piensa en el gran momento de la transición en España, en 1980 todavía nadie sabía qué iba a pasar con la democracia española, y es a posteriori que hemos reconstruido, y con buenas razones, la figura de Adolfo Suárez, quien sí sabía lo que quería. A lo mejor no es cierto, pero es importante tener esos mitos, porque al menos mantuvo la noción de futuro y de Estado en esos difíciles momentos, cuando unos se pusieron debajo de la mesa y otros conspiraban o estaban en el todo por el todo.

Creo que tenemos muchas nociones de gobierno de cómo celebrar, pero pocas de Estado y del futuro que sigue. Es normal, y no es culpa sólo de malos políticos. Los intelectuales tenemos mucha culpa.

También en sentido contrario hay algunos intelectuales: Jorge Cuesta en los años veinte, quien tenía idea de lo que estaba pasando y supo describir críticamente su presente; el mejor Octavio Paz, en la época de los setenta, quien supo cuál era el presente, hacia dónde íbamos, que el comunismo y el marxismo que se estaban haciendo no eran presentables. Es Gabriel Zaid en la misma década, oponiéndose a la guerrilla. Se necesita una clarividencia no del todo presente, y yo no la veo aquí, entre nosotros —me incluyo.

Respecto al segundo tema, creo que le das al clavo, y es una cosa que no menciono en el libro: creo que el panismo —no Vicente Fox, quien no es un panista; el primero de los presidentes en toda la tradición del PAN es Felipe Calderón— se encuentra muy incómodo con esa historia que, cuando voy a dar una clase y me burlo de ella, se levantan para protestar en Los Ángeles o Chicago. Los blanquiazules se encuentran muy incómodos con esa historia jacobina, liberalona, socialistoide y populachera. Sin embargo, lo curioso es que no se atreven a sacar del clóset a nuestros próceres de conciencia católica —que ya estaría bien, ¿por qué no hablar de ellos? — ni la importancia del pensamiento católico para el constitucionalismo mexicano. Podrían haberlo hecho, y con toda justicia; pero tienen miedo de que se les venga encima el populismo de la izquierda, derecha y centro del PRI y del PRD.

¿Qué es lo que tenemos? Un panismo incómodo con la historia oficial, pero la comparte con López Obrador; si le preguntas sus héroes, dice los mismos que éste. ¿Qué es lo que esto produce? Atrofia de la imaginación.

AR: Otro asunto que me llamó la atención es la mención, en un par de ensayos, al nacionalismo revolucionario, que pese a todo, incluida la democratización, “permanece como la única forma accesible del nosotros”. ¿Qué se puede construir para sustituir al nacionalismo revolucionario, con sus rémoras de autoritarismo, de atraso? ¿Hay opción?

MT: Yo sí lo creo. Es como una vaca de ubres enormes que nos sigue alimentando, pero ya nadie la alimenta a ella. Nos daba nuestro orgullo en el mestizaje, en los héroes de la Revolución, en el pasado azteca, en todo eso que aprendimos en nuestros libros de texto. Es una construcción complejísima, ya que ni siquiera hubo una voluntad que la haya hecho, sino fue un ensayo y error: fue apropiarse del liberalismo y el indigenismo porfiriano, reconstruirlo y utilizar lo que más o menos iba funcionando. A esa vaca luego se le metió atrás un ejército de profesores del sindicato, y ¡puta madre!, aquello creció como no tienes idea. Pero sobre todo era un Estado de Bienestar, corrupto, cochino, pero también era el IMSS, el Infonavit, la CTM, todo aquello sin lo cual la vaca no tiene qué comer.

Entonces, nosotros vamos a la leche, pero ésta ya no tiene proteína. Pero no hay nada más que eso, no hay nada que la sustituya. Incluso ni la derecha se ha atrevido a proponer algo al respecto.

Como yo he estudiado la historia en los centenarios y las conciencias históricas, encuentro algunos ejemplos: en España, en 1980 la educación franquista impulsaba el orgullo en una España grande y única; eso está enormemente vivo, pese a que se están haciendo grandes transformaciones en la educación, incluida la noción de centralidad, de que el catalán se puede hablar, de que el vasco se publique, de la democracia, de la libertad de culto, de pasar el divorcio. Sin embargo, hay una grandísima resistencia: hoy, hay una España profunda que todavía se cree imperial. Eso todavía vive aunque nadie lo alimente a diario.

Pero, ¿cómo logras sustituir eso? No se sustituyen este tipo de estructuras, de conciencia histórica, con un “la quito y pongo otra cinta”, no. Tienes que habitarla, conocerla, incluso compartirla

No soy un crítico del nacionalismo porque crea que es una creencia de ignorantes e imbéciles, y que la gente muy culta, como yo, que estudia en Estados Unidos y que opina, considere que esas son cosas de bárbaros. Es un sentimiento de pertenencia importante, y yo lo respeto. Ayer alguien me preguntaba: “¿Por qué en Estados Unidos esos tontos van a celebrar el 5 de mayo?” ¡Que lo celebren! ¿Quién soy yo, historiador imbécil, que no les ha dado nada, ni el Estado mexicano, que ahora les quiere enseñar historia cuando tampoco les dio nada? Que celebren lo que se les dé la gana, y no soy yo quién para decirles que no lo hagan.

Dado que el nacionalismo es importante, a partir de entenderlo y habitarlo, empezar, como en España, a construir desde el fondo. Estuvo al borde del colapso, pero tenía dos ideas centrales: democracia y Europa. A las dos las llenó de contenido, no espiritual ni discursivo, sino de dinero y de oportunidades. Democracia significaba: “Vas a tener acceso a un sistema de pensiones, de seguridad social, y sobre todo a una gran inversión en educación”. Europa quiso decir: “Aquí están los recursos para la infraestructura, aquí está el dinero para que construyan”.

Nosotros estamos en la época  de la palabra “transición” —odio decirlo, porque me burlo de ella en una de las leyes de la historia que postulo en el libro—, que es lo que los historiadores decimos cuando no sabemos qué está pasando. Entonces, estamos en transición porque no sabemos qué va a pasar: ni la derecha, ni la izquierda se atreven a pensarlo. La izquierda, en gran parte, comparte este nacionalismo revolucionario, y la derecha no se atreve a desafiarlo y no tiene nada qué poner a cambio.

Pero, ¿cómo podríamos llenar el nacionalismo revolucionario? Mejor educar, dar elementos críticos. Yo propongo un poco burlarnos de la historia, habitar, discutir y reírse, y entonces,  a través de educación, inversión, oportunidades, empezar a moverlo hacia otro lado.

AR: Usted comenta que José Vasconcelos mismo reconocía que se dedicaba a hacer mitos. Pero se ha asumido que una de las tareas de los historiadores es desmontar los mitos; pero usted dice que también hay que habitar estos mitos, compartir los objetivos de convivencia nacional  y redefinirlos. A partir de esto, ¿usted considera que una de las tareas que deberían estar haciendo los historiadores sería también la de fabricar mitos?

MT: No lo puse tan claro; pero ahora que me lo preguntas, me pones contra la pared. Creo que debo contestarte que, para ser congruente conmigo mismo, efectivamente los historiadores debemos participar de los mitos, porque de todas maneras los hacemos. ¿Cuál es el problema? Ver cuáles mitos. Esto no significa que estoy renunciando a mi labor “científica”, entre comillas: yo estoy en mis congresos, con mis estudiantes en sus disertaciones y tesis, en la investigación. Los historiadores tenemos una casi tradicional visión de la historia de “vamos a discutir, qué quieres decir con esto, esto de dónde lo sacaste”, etcétera.

Pero tenemos otro rol, y siempre lo hemos cumplido: fue con historiadores y con historia que creamos esta nación. ¿Por qué vamos a renunciar ahora a eso?, ¿por qué no empezar a escoger esos mitos que podemos crear, como otros ya han hecho en otros países, y que vayan más allá de un héroe? Necesitamos cambiar de dimensión, no de historia; asumirla, habitarla y redimensionarla, hacer que la democracia pueda ser un orgullo, que pertenecemos a un lugar que me permite ser lo que yo quiera ser, en el que las leyes me otorgan justicia, entre otras cosas. Los historiadores tenemos que empezar a crear eso.

Por eso, aunque yo como historiador y como conocedor de la historia española sé que el Rey no es el mito que se dice, me parece que está bien creado. Como respondía Caetano Veloso cuando los antropólogos norteamericanos y mucha gente le decían: “En Brasil esto de la democracia racial es un mito, no hay tal”. “Claro que es un mito, pero para serlo no está tan mal. No estoy diciendo que exista, pero no es malo tenerlo. Es un buen mito.”

Mito no quiere decir engañar; nadie engaña, no voy a mentir con la historia. Más bien, es empezar a crear una forma en la que todo es memoria y olvido, y empezar a jugar con esto para estar orgullosos, a pesar de los pesares. Por ejemplo, de estructuras democráticas que nos den pertenencia, o empezar a crear una idea conjunta entre Estados Unidos y México, un mito que nos permita a los americanos, a los estadounidenses y a los mexicanos convivir de una manera más allá del Tom y Jerry, de una manera en que asuma que en el pasado, por lo que quieras, hicimos la historia juntos. En el presente la estamos haciendo, y si va a haber futuro, será juntos.

Entonces, hay que crear los mitos necesarios. Yo proponía que el Bicentenario era el momento de sentarse a hacerlos, lo que va a ser una construcción dificilísima. Estas cosas no se hacen de la noche a la mañana, pero efectivamente sí estamos para crear mitos; pero un buen historiador no es el que no los hace, sino el que hace buenos mitos.

AR: Usted hace ejercicios de imaginación histórica; por ejemplo, convoca a estudiar esa otra parte de México que es Estados Unidos, con la idea de que nuestro futuro está destinado hacia Norteamérica, que sería integrado por los dos países y Canadá. ¿Es una buena idea para fabricar mitos? ¿Sería el equivalente de la idea de Europa?

MT: Soy víctima y prisionero de mi presente, y no puedo alcanzar a ver. Pero en efecto, quiero lanzar una botella al agua diciendo algo: Norteamérica, la región de los grandes lagos y los grandes desiertos, debe dar una dimensión a nuestras conciencias históricas, para que empecemos a fabricar allí algo que nos dé cierto orgullo. No quiere decir que se tenga que dejar de ser mexicano o estadounidense, o lo que esto quiera decir, porque allá hay 13 millones de mexicanos, y Estados Unidos se ha mexicanizado y nosotros nos hemos agringado.

En ambos países noto una nostalgia por la mano dura: en México a partir de la llegada de la democracia y, sobre todo, del destape de la violencia y de la inseguridad, y también una preocupación de Estados Unidos por el terrorismo. Antes de que algo pase, ¿por qué no empezamos a sembrar las semillas de esos mitos que nos permitan decir: “estamos juntos”? No se trata de si México es seguro o no, sino de que lo que pasa aquí pasa en Estados Unidos, y es nuestra responsabilidad hacer algo. No quiere decir que vamos a seguir el modelo europeo, porque nuestro vecino es un imperio.

Habría que poner ciertas condiciones: tú te metes a tus guerras, yo te doy soldados. Ayer me preguntaba una persona: “¿Quieres decir que los mexicanos van a pelear las guerras norteamericanas?” Las han peleado todas, ¿cuál es el problema? Desde las Primera y Segunda Mundiales, en Corea y Vietnam, en todos lados los mexicanos han peleado por los americanos. Tú puedes decir: “Son unos cabrones los americanos”. Pero yo he hablado con los descendientes de aquellos mexicanos, y están orgullosos de haber peleado por Estados Unidos. ¿Quién soy yo para decirles: “Te equivocaste. Falsa conciencia.” No: este país no les dio nada. Aquel les dio ciudadanía, a los que pelearon la guerra de Corea les dio educación y retiro, están orgullosos; tanto, que ya son cuatro o cinco generaciones de soldados.

Entonces, yo creo que habría que sentarse y discutir, y no sólo incluiría una nueva noción de historia, sino también de inseguridad, subdesarrollo y pobreza. Sería el momento de que los ricos tomen responsabilidades, las que entre México y Estados Unidos nunca han existido. Aquí no hubo un Plan Marshall, pero no estaría mal que nos dijeran: “Aquí está la inversión, pero tienes que llegar a esto.” Nuestro país no va a ser nunca como la Unión Americana, ni lo queremos, pero tiene que llegar a cierto grado de desarrollo, de distribución del ingreso y de inflación, con tal sistema judicial, etcétera. Que nos dijeran: “Aquí están los fondos; no te los estoy dando de gratis, y a la larga vamos a tener que tener algún convenio.” Los gringos y los mexicanos han convivido todo el tiempo, se gustan y se disgustan, y no hay ningún problema. Yo creo que Norteamérica es una de esas ideas que puede redimensionar nuestro nacionalismo revolucionario, proyectarlo. Pero no es nada fácil vender tal idea aquí y allá.

Pero los historiadores estamos en el dilema de seguir haciendo lo que siempre hacemos, o al menos lanzar un mensajito para el historiador del futuro: “Mira, yo ya me daba cuenta de que esto era muy peligroso y quise hacer algo, pero no voló. No había más imaginación”.
¿Por qué eso sí pasó en Europa? ¿Porque eran mucho más inteligentes los historiadores y los intelectuales? No, porque allá ya se habían matado lo suficiente, y ya no les quedaba de otra. ¿Cuánto más tenemos que ver en la destrucción de nuestras instituciones por el narcotráfico? ¿Cuántos más se tienen que ir a Estados Unidos, cuántas remesas más, cuántas matanzas más tiene que haber para pensar de otra manera? No lo sé.

AR: En México, ¿qué efectos ha tenido el proceso democratizador mexicano sobre la historiografía?, ¿ésta ha aportado algo a ese proceso?

MT: Creo que el proceso de democratización ha traído buenas y malas noticias para quienes creamos conciencias históricas. Uno, creo que indudablemente la democracia ha hecho más insegura la grilla, lo cual ha provocado que menos gente deje la academia, y ha creado estímulos para que ésta sea más estable, más profesional en, al menos, todos los campos de las ciencias sociales. Aunque falta muchísima inversión y es un desastre la educación superior, hay mucha mejor academia, y son buenas noticias.

Segunda noticia buena, y que no se dice públicamente porque son secretos entre nosotros: la democracia ha traído, para los intelectuales, historiadores, los creadores de opinión que pensamos mitos e ideas, más dinero. Si antes nuestro gran patrocinador era el Estado —y lo sigue siendo, nunca hemos dejado a nuestro patrón—, las fuentes de ingresos se han diversificado de tal forma que la mayoría de nosotros doblamos nuestros ingresos y hemos entrado a la elite de opinadores y a los medios. Y como la democracia trajo también la libertad de prensa de forma relativamente rápida, más que crear una masa de bien pagados periodistas que hagan investigación, entonces nosotros  ocupamos los espacios.

Prende la radio o la televisión, en cualquier canal, y allí estamos, cualquiera de nosotros. Eso es una noticia, nadie va a decir que no. Muchos de nosotros vivimos muy bien de eso, lo cual es una buena noticia, lo cual se reduciría en que nosotros estamos participando. Al principio de esta transición democrática, antes de la elección de Fox, yo veía gente como Enrique Krauze, Roger Bartra o incluso las acciones y discursos de una persona como Cuauhtémoc Cárdenas, y después José Woldenberg y otros, quienes estaban pensando que estaban participando y creando estos mitos democráticos que después íbamos a necesitar.
Algo pasó en el proceso, y algunos se sintieron traicionados porque no llegó la democracia que ellos querían. Jorge Castañeda ha habitado en esto, pero luego, se decepcionó porque él no fue el patrocinador

A veces pienso que algunos creen que la democracia les debe mucho más, y que son sus padres, y en verdad lo son. López Obrador, en su cierre de campaña en 2006, junto con Elena Poniatowska, nombró a los grandes héroes de la democracia, y no incluyó al ingeniero Cárdenas. Pero, aun siendo enemigo, tienes que reconocerle que, incluso con su responsabilidad en el fraude electoral de 1988, de no levantarse, de no alborotar, de portarse al límite de la noción de Estado en este país, hizo mucho por este país. A mí se me hace una persona aburridísima, pero es casi nuestro Suárez. Tonto, si quieres, pero se portó como hombre de Estado.

Pero, a pesar de que tenemos una mejor academia y mucha más influencia en los medios y en la vida pública, diría  que hoy los intelectuales y los académicos solemos hablar de la clase política como si fuera “fuchi”; pero nosotros somos clase política, estamos en el ajo del asunto todo el tiempo, no sólo porque opinamos, sino porque estamos en los pasillos donde los políticos nos consultan. Pienso en muchos de mi generación que están en el CIDE, que han pasado a ser asesores, directores del centro, de la OCDE, secretarios de Educación Pública, funcionarios del IFE. Somos la clase política.

Yo esperaría que la historia se hubiera visto más afectada por el cambio democrático: la forma en que la escribimos, las discusiones, el rol de los historiadores y los temas. Aunque sí han cambiado: hay una interpretación de la Independencia basada en instituciones, en la Constitución de Cádiz, todo lo cual tiene que ver con el presente, con la democratización, pero no tanto como yo esperaría. Creo que esto tiene que ver con que a pesar de los cambios democráticos, que son muy grandes en muchos aspectos, una cosa que no ha cambiado ni con el foxismo ni con el cardenismo ni con Calderón, es la relación de los intelectuales con el Estado. Sigue siendo el mismo patrocinio raro: sí, pero vete a trabajar a mi canal de televisión, o vete a la embajada tal, o por qué no eres mi asesor, por qué no te pago el libro de texto, por qué no me organizas el Bicentenario.

Yo creí que con Fox pasaría algo, pero no solamente no pasó nada, sino que se volvió al mejor de los términos frente a los intelectuales; y con Calderón creo que algunos intelectuales estaban espantados de que este sí sería el primer católico que iba a salir a cazar maricones y que nos iba a ir en feria a los intelectuales, pero estamos como siempre.

Pero sí ha habido, a nivel de lo especializado, mucha discusión. Por ejemplo, hay un nuevo ramo de la historia, muy importante: historia de las elecciones. Antes no estudiábamos elecciones del siglo XIX, porque no contaban, y menos en el Porfiriato. Ahora tengo gente que hace estudios de las elecciones.

AR: Hay un capítulo sobre Guatemala. Se ha visto que se agotó la ideología del mestizaje como elemento de cohesión nacional. Por otro lado tenemos la amenaza multicultural, y usted señala algunos de los peligros de ella. Sin embargo, de alguna forma propone un mestizaje reformado. ¿Qué cambios propone en esta noción de mestizaje?

MT: Creo que es como un ciclo raro. Hay que aceptar que el mestizaje ha fracasado como una ideología de Estado; si cumplió su rol es una cosa que nosotros los historiadores o los politólogos podemos discutir, pero ya no funciona porque no tiene nada detrás: no hay un Estado de Bienestar, y hay que aceptar que también fue una manera de tapar el profundo racismo en este país.

Entonces, la segunda parte del ciclo es: tiremos el mestizaje a la basura, es una ideología racista, no ha servido para nada. ¿Qué sigue? Lo que yo propongo es que si no encontramos algo mejor que el mestizaje para asumir que tenemos un problema de raza y racismo en este país, lo dotemos de idea, de que es un hecho inevitable e innegable. Entonces, empecemos a construir una nueva noción de mestizaje que sirva para decir: “Porque tenemos problemas de raza, tenemos que enfatizar que el mestizaje ha existido, existe y existirá, y tenemos que hacer todo lo posible para que siga existiendo, porque la opción contraria es todavía peor, y  para que, a la larga, la raza no sea un tema. El mestizaje es un hecho y no hay nada que hacer al respecto, sino empezar a darle una posibilidad de instituciones que protejan las posibilidades de identidad.

A mí el problema de un mercado identitario no me preocupa; me preocupa el problema de que se dé en la miseria, como en Guatemala y México. Entonces, si hay instituciones, jueces, leyes y posibilidades económicas, pues que cada quien escoja su identidad. De todas maneras seremos mestizos, y ya no importa si ya como mestizo tú quieres declararte más indígena o rescatar tu españolidad. Pero que haya instituciones que te protejan, que no te puedan matar y que puedas ser o dejar de ser.

El problema ahora no sólo es que tú no puedes, por ejemplo, ser indígena porque te discriminarían, sino tampoco puedes dejar de ser indígena porque el antropólogo gringo y el multiculturalista mexicano se van a espantar porque vas a tener tu “troca”, vas a ir a Estados Unidos y entonces vas a dejar tu identidad.

Entonces se trata de instituciones que permitan oportunidades para que el indígena no tenga que decir “soy mestizo”, y sencillamente acceda a educación, que haya carretera, hospital, etcétera, y ya si él quiere seguir hablando tzotzil, que lo haga. Si tú quieres, es un mercado libre de la carne con instituciones.

AR: En buena parte del libro se hacen ejercicios de imaginación histórica, pero no solamente hacia el pasado, sino también se intenta otear el futuro, por ejemplo la idea de Norteamérica. En una parte del libro usted dice: “En 2010 hay que celebrar también futuros posibles”. Como está hoy el país, ¿qué futuro observa en dos temas que se plantean en el libro: la democracia “fea” y la desigualdad?

MT: Creo que tengo derecho a tener un poco de esperanza y de optimismo al respecto. Uno de los futuros que a mí me gustaría más es que estos dos grandes temas, la democracia y la desigualdad, se empiecen a discutir de una manera más que mexicana. Creo que esta idea de Norteamérica podría ser una manera de replantear la situación con Estados Unidos que haga más responsable a nuestra clase política.

Pienso una cosa: una de las grandes razones de la irresponsabilidad de nuestra clase política es que no tiene miedo de nada. Ya los pobres son pobres, los ricos son ricos, y me pueden secuestrar pero vivo como rey.

Si se pone un plan de inversión para el desarrollo por parte de Estados Unidos y Canadá, así como hicieron en Europa con España, Portugal y Grecia, y se le dice a nuestros gobernantes: “Las metas son transexenales, no importa si están PRI o PAN, tienen que ser responsables de cumplir; a todos nos conviene, porque es un dineral”. De esa forma  incluso los gobiernos se vuelven responsables.

También creo, esperanzadoramente, que algún presidente debería dedicar el sexenio entero a educar. Al menos entretendríamos en eso los gastos, y te apuesto que algo muy bueno pasaría. No necesariamente tienes que destruir a Elba Esther Gordillo, ya que ésta, como dice mi amigo Fernando Escalante, estaría feliz de que sus maestros tuvieran mucho dinero y mucha visibilidad.

En esos futuros no sé qué pasaría, y no me lo puedo imaginar, pero sería algo distinto. A lo que más tengo miedo es a la inercia de no tener miedo ni futuro, ni, al parecer, la necesidad de pensarlo.

 *Una versión un poco más breve de esta entrevista fue publicada en M Semanal, núm. 681, 15 de noviembre de 2010. Reproducida con autorización de la directora.

lunes, agosto 16, 2010

La cara oscura de la izquierda. Entrevista con José Woldenberg


La cara oscura de la izquierda.

Entrevista con José Woldenberg*

Ariel Ruiz Mondragón

En las cuatro décadas más recientes la izquierda mexicana ha experimentado un crecimiento notable que la ha hecho protagonista destacada de la política mexicana, en la que ya ha ocupado importantes espacios de poder. Es un periodo fundamental en el que ha pasado prácticamente de las catacumbas de la lucha guerrillera hasta casi alcanzar la Presidencia de la República, pasando por su intensa actividad en el sindicalismo independiente, las organizaciones sociales y la compleja construcción partidista.

El desarrollo de la izquierda mexicana ha tenido muchos claroscuros. En el periodo mencionado ha tenido también acciones, políticas y conductas más que discutibles, las que, paradójica y contradictoriamente, no pocas veces han ido contra sus propios logros: por ejemplo, la defensa de privilegios, la intransigencia política, el atavismo revolucionario y el ataque a las instituciones electorales.

Sobre los desatinos de la siniestra política José Woldenberg publicó a fines del año pasado El desencanto (México, Cal y Arena), una ficción en la que, a través de un personaje llamado Manuel, pasa revisión crítica a cuatro oscuros momentos de la izquierda mexicana en el periodo mencionado, además de hacer una valoración de obras de siete escritores en las que manifestaron su decepción por el comunismo.

Sobre ese libro sostuvimos una charla con el autor, en la que abordamos temas como la literatura y la memoria, la reivindicación del reformismo, los momentos luminosos de la izquierda, la ética y la política, así como la necesidad de una izquierda democrática, entre otros.

Woldenberg es Maestro en Estudios Latinoamericanos por la UNAM, institución en la cual es profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Fue Consejero Presidente del Instituto Federal Electoral, director de Nexos y del Instituto de Estudios para la Transición Democrática. Ha colaborado en publicaciones como Unomásuno, La Jornada, Punto, Etcétera y actualmente Reforma. Ha sido autor de al menos una decena de libros, y coautor y coordinador de otros tantos.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar un libro como El desencanto, sobre todo tomando en cuenta sus antecedentes memoriosos e históricos en libros como Memoria de la izquierda o la Historia documental del SPAUNAM?

José Woldenberg (JW): Por varias razones. Primero, hay un intento por recuperar la memoria, y en ese sentido se emparenta con Memoria de la izquierda y con la Historia documental del SPAUNAM. Pero, a diferencia de aquellos textos, esta es una visión más crítica. Aquellos, de una u otra manera, eran textos muy festivos, en buena medida apologéticos, de los que no me arrepiento porque ofrecen una cara de esos acontecimientos que vale la pena retener.

Pero ahora lo que me interesaba era mostrar la otra cara y tener un acercamiento crítico a algunos de los episodios de la izquierda mexicana en los últimos 35 años que, creo yo, desde mi subjetividad, la marcaron para mal.

En ese sentido, crear un personaje de ficción que transcurre por una serie de acontecimientos que realmente sucedieron fue una fórmula que a mí me pareció adecuada para realizar esa crítica.

AR: ¿Cómo ha sido su tránsito de la ciencia política a la literatura en este libro?

JW: Yo le llamo relato cargado de ensayo. Creo que la creación de este personaje a mí me permitió ver los acontecimientos desde fuera, y me dio libertades que quizá desde el ensayo o desde la autobiografía no hubiera podido desplegar. Por ejemplo, el personaje es, quizá, mucho más empático y más categórico de lo que yo soy; pero yo quería subrayar las tintas de asuntos que a mí me preocupan y que me desalientan, como son los que se narran en este relato.

Entonces fue por eso por lo que opté por esta ficción cargada de realidad, aunque conciente, y así empieza el libro, de lo que dice un epígrafe de Doris Lessing que utilizo, quien asume la incapacidad de escribir la única clase de novela que le interesa: un libro dotado de una pasión intelectual o moral tan fuerte que pueda crear un orden, una nueva manera de ver la vida.

Asumiendo esa incapacidad, de todas maneras me puse a escribir este libro.

AR: También está la posibilidad que usted señala en la cita que hace de Alain Finkielkraut: “El pasado debe ser tomado por la manga como alguien que se ahoga”.

JW: En efecto. Incluso ese fue un posible nombre para el libro: “Como alguien que se ahoga”. Esto, retomado de la frase de Finkielkraut que tomo de Jankélévitch, donde dice que al pasado hay que agarrarlo de la manga como a alguien que se ahoga. Porque me parece una reflexión muy pertinente: el pasado está condenado a desaparecer, la inercia de las cosas hace que el pasado se evapore, se diluya. Entonces se requiere de un esfuerzo para tratar de mantenerlo vivo, que es recuperar la memoria.

Ya sabemos: la memoria siempre es subjetiva e individual, y yo no dudo ni por un instante que quienes vivieron, por ejemplo, esos mismos episodios del sindicalismo, del proceso de unificación de la izquierda, el levantamiento del EZLN y el conflicto poselectoral de 2006, tengan otras visiones y otras versiones, seguramente legítimas. Pero yo aquí lo que quiero es recrear esta.

AR: Una parte del libro es el ejercicio mnemotécnico, y otra es la compuesta por los ensayos dedicados a siete escritores que fueron muy críticos del comunismo. ¿Por qué escogió a estos siete? Habría varios más que podríamos sumar.

JW: Por supuesto que se podría aumentar la lista, pero ¿qué tienen estos siete escritores? Uno, que son muy buenos escritores, desde mi muy particular punto de vista. Dos, seis de ellos estuvieron fascinados, en un momento, por el experimento soviético, en que depositaron sus ilusiones en él y que, al final, quedaron profundamente desencantados.

Tercero, porque son de siete nacionalidades distintas; cuarto, porque los motivos del desencanto son distintos en cada uno de ellos; y quinto, que quizá sea lo más elemental, porque todos dejaron, ya sea en novelas o en testimonios, una reflexión sobre lo que les había pasado. Por ejemplo, en el caso de Arthur Koestler, él hizo una novela, una ficción, pero en los casos de Howard Fast y André Gide éstos dejaron sus testimonios.

Lo que yo creo que da al final el conjunto de reflexiones de los siete son las diferentes vetas del desencanto. Por ejemplo, Fast se desencantó después del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, cuando se conoció el llamado “Informe secreto” de Jrúschov, y cuando se pusieron sobre la mesa todas las aberraciones de Stalin.

En el caso de Gide, él desde antes había viajado a la Unión Soviética. Vio que aquello en materia cultural era un páramo en el que se estaba tratando de homogeneizar lo que debe ser diverso, y dijo: “Esto está mal.” Koestler se desencantó por los juicios de Moscú, y Victor Serge lo hizo por la burocratización y la insensibilidad; George Orwell, quien a final de cuentas fue el único que no fue comunista, se decepcionó por la matriz misma del sistema que se estaba construyendo, un Estado todopoderoso incapaz de respetar las libertades de los individuos, y entonces generó esa antiutopía que es 1984.

Por su parte, Ignazio Silone, quien muy temprano, como delegado a la Internacional por parte del Partido Comunista Italiano, vio las maneras de “discutir”, y dijo: “Esto no”, no a estar alineado acríticamente a una posición, y no a que le pidieran que condenara a alguien sin conocer el documento de quien está siendo sometido a juicio. Eso no.

Cada uno es muy expresivo, cada uno tiene razones muy fuertes, pero los siete juntos hacen el mural más complejo, más abigarrado y más elocuente.

AR: Pero el otro escritor que usted trata, José Revueltas, fue muy radical, ya que no sólo fustigó a los comunistas, sino llegó casi a condenar la condición humana.

JW: Eso es lo que yo leo en Los días terrenales. Creo que en el caso de Revueltas su libro es terrible en el mejor sentido de la palabra; es decir, hace a sus personajes muy introspectivos, y tengo la impresión de que casi llega a la conclusión de que el género humano es irreformable. Eso dice en este texto, no digo en su vida política, porque el atractivo de Revueltas en su vida política es que, al mismo tiempo que escribía este libro, siguió militando. En 1949, cuando lo escribió, todavía ni siquiera rompía con el partido; yo digo que en el libro sí, pero en su militancia no. Ya cuando escribió Los errores entonces sí, ya era un antiestalinista convencido.

Es un fenómeno que me resulta muy interesante. Creo que la literatura de Revueltas iba por delante de sus propios textos políticos, y creo que, por lo menos hasta hoy, no tiene fecha de caducidad, y quizá algunos de sus textos políticos sí.

AR: Me parece que su libro es una reivindicación del reformismo que va desde la creación de un sindicato universitario hasta la defensa de las instituciones electorales. ¿Por qué en muy buena parte de la izquierda ha sido tan mal vista la vía reformista? En el libro están contados episodios que van desde aquella izquierda guerrillera radical que asesinaba incluso a líderes reformistas de la izquierda, hasta el golpeo a la democracia.

JW: Creo que usted atina: ese es, quizá, uno de los hilos fuertes del libro. Pero yo iría incluso más allá, porque hay una enorme paradoja: la mayor parte de la izquierda mexicana, la que está en los partidos, en los sindicatos, en las organizaciones agrarias, la que tiene publicaciones, etcétera, es reformista de facto. Sin embargo, hay una especie de mala conciencia: quiere pensarse como revolucionaria. En el caso del Partido de la Revolución Democrática (PRD), creo que en su propio nombre está ese aliento.

Sin embargo, también quiero decir lo siguiente: la propia mecánica del cambio político y lo que la izquierda ha logrado en los últimos años, ha hecho, desde mi punto de vista, que las corrientes revolucionarias vayan a la baja, y que, a querer o no, el reformismo se haya abierto paso, muchas veces sin reconocer su propio nombre.

¿A qué me refiero con reformismo? A una política de cambios graduales que van en el sentido que uno piensa correcto, y que pueden desplegarse por una vía participativa y pacífica, y hoy en México incluso institucional.

Entonces, creo que el gran reto de la izquierda mexicana para crecer aún más es asumir que la democracia es una vía, pero también es un fin en sí misma. Lo dice el personaje del libro, y yo creo que esa es una de las cosas que no están del todo resueltas, ya que sigue habiendo una mala conciencia que, cada vez que aparece la posibilidad de saltar etapas, de la vía revolucionaria, vuelve a activar una serie de expectativas que, la verdad, no creo que puedan conducir a nada.

Ese fue el caso del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. La crítica que se hace, más que al propio EZLN, es a la incapacidad de una constelación de grupos de izquierda muy diversos para condenar de manera clara la vía armada, sobre todo en un momento —1994— en el que había un proceso de transición en marcha, cuando las cosas estaban cambiando en un sentido democratizador.

Entonces, hay una dificultad para comprometerse sin dobleces con una vía pacífica e institucional de cambio social.

AR: El libro es muy crítico, y en él señala cuatro momentos negativos de la izquierda mexicana: el conservadurismo del Consejo Estudiantil Universitario (CEU) en 1986-87, la intransigencia del PRD a principios de la década de los 90, la violencia del EZLN y las mentiras sobre las elecciones de 2006. ¿Pero qué aspectos luminosos ha tenido?

JW: Muchos. Qué bueno que lo menciona. El libro se llama como se llama, en buena medida, porque quiero abordar la cara oscura de la izquierda —desde mi perspectiva, por supuesto—, y en él no hay hechos luminosos, pero hay muchos que realmente sucedieron. Por ejemplo, creo que el proceso de unificación de la izquierda —el proceso, no el momento— debe ser visto como un proceso venturoso y muy importante.

Dos, el compromiso de la izquierda con la vía electoral es una gran cosa y es un gran capital político. Las elecciones de 1988 fueron un momento de crecimiento excepcional de la izquierda mexicana, como también las de 2006. También las reformas político-electorales de 1994 y 1996, a las que concurrió el PRD, fueron rediseños normativos e institucionales que permitieron lo que hoy vemos: competencia electoral como nunca antes.

Los triunfos de Cuauhtémoc Cárdenas, y luego los de Andrés Manuel López Obrador y de Marcelo Ebrard en la capital del país, así como la victoria de Amalia García en Zacatecas son momentos luminosos. La despenalización del aborto la veo con muy buenos ojos.

Momentos luminosos hay muchísimos, pero este es un relato que no es equilibrado ni quiere serlo, porque cuando uno entra por esa ruta, entonces lo que uno quiere subrayar y poner en el foco de atención acaba perdiéndose.

Yo lo que quería hacer concientemente es un relato de una persona que se va desencantando por una serie de actitudes, y sobre las que ojalá —a mí me gustaría— hubiera un debate, una discusión y una rectificación.

Por eso el texto es acerca del lado oscuro de las cosas, lo cual no niega que en la realidad haya muchos momentos venturosos. Es más, se me han olvidado muchísimos.

AR: A principios de los años setenta, como se muestra en el libro, uno de los grandes temas de la izquierda, y que creo que con la transición se ha venido perdiendo de alguna manera, lo era la desigualdad social. Parece que fue más afortunado el tránsito político, pero ¿qué ha pasado con la desigualdad social?

JW: Usted lo ve bien: hubo una transición democrática que nos hizo pasar de un sistema de partido hegemónico a uno equilibrado; de elecciones sin competencia a procesos competidos; de un mundo de la representación monocolor a uno plural; de una presidencia desbordada a una acotada; de un Congreso subordinado a uno vivo y plural. Fue un cambio político muy importante.

Pero lo que al parecer no cambia, y eso desde Humboldt, es que este es un país absolutamente contrahecho, cruzado por una desigualdad que, a veces y como la propia CEPAL lo dice, impide pensar en construir un “nosotros“ inclusivo, porque México es tantos Méxicos marcados por la desigualdad, que el sentido de pertenencia a una comunidad nacional se hace complicado.

Yo creo que ese es el problema fundamental de México, y quizá se esté agudizando. Creo, además, que en ese problema es en donde la izquierda puede tener sus raíces y su crecimiento mejor.

Pero insisto no se trata de optar sólo por la equidad, que es la que tiene que ser la bandera singular de la izquierda, sino conjugarla con la otra gran conquista civilizatoria que son las libertades individuales.

En esa conjunción que, creo yo, ha intentado y logrado hacer la socialdemocracia en el mundo, puede haber una vía para el desarrollo de una izquierda fuerte y capaz de revertir esa falla estructural de la sociedad mexicana que es su profundísima desigualdad.

El tema está en el código genético de la izquierda. Pero yo digo que debería ser preocupante hasta para las derechas, porque uno no puede estar apostando solamente al despliegue de las libertades en un mundo de desigualdades tan marcadas como el mexicano. No lo digo yo: el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo ha alertado que buena parte del desencanto con la democracia en América Latina tiene que ver con la pobreza y la desigualdad, porque la gente percibe que sus condiciones materiales de vida en democracia no mejoran y su percepción entonces es: “¡Bonita democracia!”.

Entonces, por supuesto que es una de las preocupaciones centrales de la izquierda, pero debería ser de todas las fuerzas políticas. No es un asunto menor.

AR: Otro gran tema que traviesa el libro es la discusión sobre la ética política. ¿Hay alguna ética política específica para la izquierda?

JW: No sé si pueda haber una ética de izquierda y otra de derecha. Lo que yo sí creo, a diferencia de los cínicos y de los pragmáticos, es que política y ética deben tener puentes comunicantes.

Hay una política pragmática que es, quizá, hegemónica, que puede prescindir, sin dificultad, de la ética. Es la política que diría, en suma, que el fin justifica los medios.

AR: Y como usted dice en el libro, los medios van modelando los fines.

JW: Los medios suelen ser más importantes que los fines, porque van modelando al actor: la manera en que actúo, hablo, digo y despliego, me va haciendo a mí. Entonces, los medios no son anodinos, sino todo lo contrario: suelen ser más importantes que los fines.

No es casual que las revoluciones armadas normalmente acaben en momentos de terror. Porque quien ha ejercido esa fórmula de quehacer político la siente legítima, y la puede extender por un lapso más.

Vuelvo a la idea de la ética y la política. El personaje, por supuesto, repele ese pragmatismo amoral, pero también el otro extremo, en el que la ética no se hace cargo de las necesidades de la política, lo que sería como un asunto enclaustrado en sí mismo, y por eso las citas —cuando menos hay dos— del maestro Adolfo Sánchez Vázquez, que es quien ha pensado, desde la izquierda, los nexos entre política y ética de manera, creo yo, más sofisticada.

AR: ¿No le parece que, en no pocas ocasiones, la izquierda ha parecido atentar contra sus propias conquistas?

JW: En efecto, la izquierda ha sido acicate y usufructuaria del cambio político. Es decir, el cambio democratizador en México no se entendería sin el aporte de la izquierda mexicana; pero al mismo tiempo ha sido usufructuaria. Es decir, dado que hay fórmulas democráticas de elegir a los gobernantes, hoy el PRD tiene cinco gobernadores y el jefe de gobierno del Distrito Federal. O sea, al mismo tiempo que ha sido motor del cambio, ha sido beneficiaria de él.

Sin embargo, en momentos determinados da la impresión de que la izquierda atenta contra las propias conquistas que le han servido para desplegarse y crecer. Es el caso de la conducta después de las elecciones de 2006.

Antes de las elecciones de 2009 se podía especular qué tanto le iba a afectar el comportamiento poselectoral de 2006; pero lo que pasó en ellas, en las que, sumando los votos del PRD por un lado y la alianza Convergencia-PT por otro, son algo así como la mitad de los que había obtenido la Coalición por el Bien de Todos, debería ser un llamado de atención para rectificar, creo yo.

Pero lo más difícil en política es rectificar, porque en la propia dinámica del PRD es muy fácil que las corrientes moderadas acusen a los más radicales de los resultados, y también es muy fácil que, a su vez, los radicales acusen a los moderados de ellos. Más fuerte que la realidad es la lente con la que se la mira.

Entonces, la realidad puede cambiar, pero si uno sigue con su misma lente, va a seguir sacando las mismas conclusiones. Ese es el problema más fuerte para cualquier organización política.

AR: Al inicio del libro el personaje central dice: “Somos la generación del desencanto. Hemos hecho mucho ruido y nuestras nueces están podridas”.

JW: Bueno, el personaje puede ser mucho más enfático de lo que soy yo. Creo que la visión de Manuel es de alto contraste, y esa es la que creo que puede ser la intención. A lo mejor en mi visión hay muchos más grises, pero la idea era poner a través del personaje una serie de temas que creo merecen ser discutidos.

AR: En los escritores que se comentan en el libro, tras el desencanto con el comunismo hubo varias posiciones, desde quien siguió insistiendo en el cambio social hasta el que observó de manera pesimista a la propia condición humana. ¿Usted sigue siendo de izquierda?

JW: Yo creo que este es un alegato desde las posiciones de izquierda democrática hacia las izquierdas. Es decir, todavía quiero creer que una izquierda democrática en México no solamente es posible, sino necesaria, porque es muy difícil que desde otros idearios políticos se puedan poner en el centro los temas de la desigualdad. Por eso digo una izquierda democrática, que sea capaz de conjugar la pulsión por la equidad con la pulsión por la libertad.

* Una versión un poco más breve de esta entrevista apareció en Milenio semanal, núm. 664, 19 de julio de 2010. Reproducida con permiso de la directora.

lunes, agosto 02, 2010

"Que la prensa no venga a calentarnos la plaza." Entrevista con Diego Enrique Osorno


“Que la prensa no venga a calentarnos la plaza”.
Entrevista con Diego Enrique Osorno


Por Ariel Ruiz Mondragón

Sinaloa es la entidad del país que ha tenido fama de ser cuna de importantes jefes del narcotráfico y bastión del cultivo de drogas. Efectivamente, allí se puede rastrear, al menos desde la década de los veinte del siglo pasado, un incipiente comercio de sustancias psicotrópicas con la presencia de inmigrantes chinos, mercadeo que se fue extendiendo y que se vio multiplicado con la prohibición de la mariguana en Estados Unidos en 1937.

En adelante el tráfico de drogas ilícitas creció en el estado, el que ha tenido usos políticos distintos a través del tiempo: desde el fortalecimiento de la oposición a la política agrarista de Lázaro Cárdenas, hasta ser utilizado como coartada para reprimir movimientos opositores y ocultar problemas sociales.

Una buena narración de ese periplo se encuentra en el libro El cártel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco (México, Grijalbo, 2009), en el que, a través de la crónica y la entrevista, Diego Enrique Osorno da buena cuenta de las transformaciones que ha experimentado el narco sinaloense y la utilización que a su combate le han dado los gobiernos para reprimir disidencias.

“Soy de esos anticuados que aún piensan que el periodismo debe asumir una responsabilidad social”, dice Osorno. Y añade: “No veo este oficio como una plataforma para hacerme rico o famoso, sino como una herramienta para lograr que una sociedad pueda conocerse mejor entre sí, hacerse preguntas, debatirse y cuestionarse. Trato de hacer mi trabajo tomando en cuenta este sentido humanista”.

Con Osorno sostuvimos una conversación virtual en la que se trataron cuestiones como las aportaciones de su libro, los riesgos de la investigación, las manifestaciones y cambios culturales del fenómeno del narcotráfico y la apuesta guerrera de Felipe Calderón. También los beneficios que ha traído el narco, el ejercicio periodístico y el tratamiento que la prensa da al tema.

Osorno estudió periodismo en la Universidad Autónoma de Nuevo León, y ha colaborado en diversos medios, como Replicante, Nexos, Gatopardo y Letras Libres. Asimismo, colabora regularmente en Milenio semanal.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar un libro como el tuyo?

Diego Enrique Osorno (DEO): En 2006, como reportero, me tocó dar cobertura periodística a sucesos que ocurrieron a la par de las campañas presidenciales, como la tragedia de Pasta de Conchos, las huelgas mineras en Lázaro Cárdenas (donde murieron dos trabajadores durante un asalto policial) y en Nacozari y Cananea, así como el operativo de represión en San Salvador Atenco y la rebelión en Oaxaca. Durante un año de mi trabajo viví directamente acontecimientos sociales importantes que ocurrieron mientras el país estaba volcado en un agitado proceso electoral.

Al año siguiente, un día de marzo de 2007, estaba a bordo de un camión blindado del Ejército, con un chaleco antibalas, recorriendo caminos de Tierra Caliente, Michoacán, en busca de narcotraficantes. El país de ese marzo de 2007 era el mismo que el de 2006, pero también era uno radicalmente distinto.

¿Cómo habíamos pasado de un escenario de evidente crisis social y política a uno en el que tema de la seguridad era predominante?, me pregunté mientras hacía ese viaje en el convoy militar. El libro El Cártel de Sinaloa, publicado por Grijalbo en 2009, es la respuesta que pude dar a ese cuestionamiento. A la par de mi trabajo en el diario Milenio, que me permite viajar por diversos lugares del país, durante ese par de años me dediqué a hacer la misma pregunta a empresarios acaudalados como Mauricio Fernández Garza, a campesinos alzados en armas como el comandante Ramiro del ERPI (q.e.p.d.), consultando a especialistas como Luis Astorga y Froylán Enciso y revisando documentos del Archivo General de la Nación. Decidí publicar el material que había reunido, luego de conseguir las memorias de Miguel Félix Gallardo, un narcotraficante clave en el proceso de creación de los cárteles de la droga, quien en sus escritos hechos en Almoloya, si bien no relataba con lujo de detalle los mecanismos de funcionamiento del mundo del narco, sí daba algunas señales importantes de un mundo donde abunda la mitología popular y escasean las versiones directas como la del propio Gallardo.

Escribí el libro porque sentía que tenía cosas nuevas que aportar sobre el tema; se publicó porque le interesó a mi editor Andrés Ramírez, quien sabe que el periodismo es un asunto de oportunidad. Y en este momento es muy notorio que en el país estamos bastante ávidos de información sobre lo que nos está sucediendo. Creo que mi libro es un libro raro sobre el tema del narco. No le escurre sangre y traté de que no fuera un narcocorrido grandote ni tampoco un reporte policial inverosímil. Quise mirar el mundo del narco con extrañeza, como me pondría a ver el mundo de la cacería en el país, si se me pidiera hacer un reportaje sobre este tema.

AR: Has dedicado buena parte de tu esfuerzo periodístico al narcotráfico. ¿Te han amenazado?, ¿te has sentido en peligro?

DEO: La verdad es que no he dedicado mucho de mi trabajo como reportero al tema del narco. En 2002 escribí algunos reportajes sobre el tema que causaron controversia en Nuevo León, pero no fue sino hasta 2007 cuando me involucré con mayor empeño.

He recibido algunas amenazas pero por fortuna ninguna de gravedad. Sí he estado en situaciones de peligro muchas veces, sobre todo en el proceso de recolección de información en territorios donde el Estado tiene una débil presencia y en los cuales reina el crimen organizado, pero hasta el momento, salvo un par de retenciones momentáneas, no ha ocurrido nada que lamente demasiado. Ojalá mantenga esa buena racha, aunque las condiciones actuales del país van reduciendo la buena suerte de los ciudadanos en general.

AR: Al principio del libro señalas que hay una narcocultura de los pobres, pero también hay una de los ricos, “de la cual se habla poco”, pero que también tiene su folclor. ¿Cuál es esa cultura y cómo se manifiesta?, ¿qué rasgos tiene en común con la de los pobres?

DEO: El libro empieza con unos enviados del Cártel de Sinaloa recorriendo plácidamente los pasillos de uno de los edificios donde los hombres más ricos de Nuevo León, y quizá del país, tienen sus despachos. También se cuenta cómo un empresario del nivel de Fernando Canales Clariond convive en fiestas con uno de los capos del grupo sinaloense. A ese tipo de cosas me remito cuando hago tal referencia.

La narcocultura de los ricos es la que rodea todo el aparato que permite que los empresarios del narco puedan lavar sus ganancias ilícitas en el sistema financiero legal, sin demasiados problemas. No sólo se habla poco de ella, sino que los esfuerzos de combate al narco parecen obviar esa realidad y vemos muy poco ímpetu oficial para combatir el lavado de dinero, el cual sin duda es el problema estructural del narcotráfico.

Cuando sea mayor el número de empresarios del narco detenidos que el de sicarios creeré que hay una voluntad real de solucionar el problema tan grave que es el narcotráfico en México.

AR: Ya sobre el cártel de Sinaloa: ¿existe uno solo, o son varios? Lo señalo porque, si es cierto aquel relato que rescatas de que Miguel Ángel Félix Gallardo llegó a dominar el tráfico de drogas incluso en el plano nacional, y que dice que después de caer preso repartió el territorio entre varios personajes, los cuales no tardaron en caer en disputas entre ellos y dividirse, parece que no ha habido la unidad requerida para hablar de un solo cártel. Incluso, como bien está contado en el libro, hace poco se dio el rompimiento y la guerra entre el “Chapo” Guzmán y “Mayo” Zambada, por una parte, y los Beltrán Leyva, por la otra. Así, en este caso, ¿ha habido, hay, una sola organización a la que se pueda llamar “cártel” (hasta donde yo sabía, palabra originalmente endilgada por el FBI y la CIA a los grupos de narcos colombianos) o se denomina como tal al grupo de capos, incluso enfrentados entre sí, cuyo origen es Sinaloa?

DEO: En el libro explico el origen de la palabra “cártel” citando a especialistas de la talla de Luis Astorga y Froylán Enciso, quienes, entre otros, se niegan a usarla, ya que consideran que no describe correctamente lo que nombra. También aclaro que sé que la DEA (no el FBI ni la CIA) fue la que empezó a usarla pero que también, de manera innegable, los propios grupos criminales la han retomado actualmente, al grado de que tú ves hoy en día en Tamaulipas convoyes de camionetas con el logotipo “Cártel del Golfo”, y ves también personajes cercanos del narcotráfico sinaloense hablar del cártel de Sinaloa. Como muchas veces sucede, una palabra del vocabulario técnico oficial pasó a ser arraigada popularmente. Éste es el caso de la palabra cártel, que hoy en día sirve para nombrar a una coalición de grupos criminales que tienen en común algo, ya sea un apellido (Cártel de los Arellano Félix, Cártel de los Beltrán Leyva) o una principal zona de operación (Cártel de Sinaloa, Juárez).

Precisamente creo que tras la lectura del libro un lector puede tener elementos para saber que el Cártel de Sinaloa, más que una organización jerárquica, compenetrada y bien definida, se trata más bien de una coalición coyuntural de intereses sinaloenses en el mundo del narco.

AR: En el libro haces algunas afirmaciones que quedan apenas esbozadas. Por ejemplo, cuando murió el “León de la Sierra”, Pedro Avilés, uno de los grandes capos de Sinaloa, señalas que la mafia agrícola empezó a transformar su estilo y riqueza, “dando un enorme salto cultural”. ¿En qué consistió éste, y que consecuencias tuvo?

DEO: Tras la muerte del “León de la Sierra”, quien principalmente comerciaba mariguana, aparece como una figura relevante Miguel Félix Gallardo, el cual empieza a comercializar no sólo la mariguana y el opio sembrados en las rancherías sinaloenses, sino también un nuevo producto: la cocaína, el cual requiere de alianzas comerciales más sofisticadas, ya que ésta es enviada desde Colombia. La muerte del León de la Sierra simboliza también la muerte del narcotraficante como personaje del mundo rural y campesino, y le va dando elementos nuevos al perfil del narco, más de corte empresarial que del campesinado. No creo que la afirmación esté apenas esbozada. Son dos los capítulos, uno de ellos muy largo, los que le dedico a Félix Gallardo, y en los cuales, creo, se muestra este enorme salto cultural.

AR: Más adelante dices que Ernesto Fonseca Carrillo, Rafael Caro Quintero y Miguel Ángel Félix Gallardo, así como sus operadores, “son una generación que le dio un giro al negocio de las drogas ilegales”. En el mismo sentido de la pregunta anterior, ¿cuál fue ese giro?

DEO: En el libro se relata, gracias al análisis de Paul Gootenberg, cómo cambia el mapa del comercio trasnacional de las drogas cuando Chile y Cuba dejan de ser los principales países protagonistas del tráfico a Estados Unidos. Debido a la mano dura de la Revolución cubana y de la dictadura de Pinochet, se cierra esa ruta y aparece Colombia como nuevo proveedor de cocaína en lugar de Chile, mientras que México reemplaza a Cuba como país de tránsito. En medio de esas modificaciones, Fonseca Carrillo, Caro Quintero y Félix Gallardo se convierten en los hombres importantes en México del tráfico de drogas a Estados Unidos, en especial la cocaína, que en los ochenta se consolida como moda reemplazando a la mariguana.

AR: Sobre el asunto ético, que discute en el prólogo Froylán Enciso, quien propone reinventar la moral “incluyendo las voces silenciadas, e incluso las criminalizadas, para reincorporarlas al humanismo”. Como ejemplo de esas voces pone fragmentos del diario de Miguel Ángel Félix Gallardo, de las que “es difícil evitar sorprenderse”. Lo que yo leo en el diario de ese capo y en las respuestas al cuestionario que le enviaste me da, más bien, la idea de un personaje astuto que reproduce el discurso del político mexicano promedio, en mi opinión: las evasivas, la denuncia reiterada —no puede ser de otra forma— de la impunidad y la injusticia social, excelentes deseos repetidos mil veces para combatir la violencia, etcétera. Como remate, basta leer lo que dice acerca de un criminal del tamaño de Pablo Escobar Gaviria, del que poco falta para que haga la apología. ¿Tú consideras que voces como esas pueden servir para “reinventar la moral” y “reincorporarlas al humanismo”?

DEO: Uno de los problemas que suele haber en el análisis de los fenómenos del narco —y de muchos otros temas— es el de dar por sentados varios hechos de los cuales no necesariamente tenemos constancia. Lo que dice Félix Gallardo, a tu juicio, es lo que esperarías que dijera un narco, pero después de conocer las memorias de él que vienen publicadas en el libro ya no tienes una creencia, sino una certeza. Y tu opinión de que reproduce el discurso del político mexicano promedio no se trata ya de una elucubración, sino de un análisis que parte de un testimonio real al cual pudiste acceder y el cual puedes referir a la hora de hacer un análisis. Creo que fundamentalmente a eso se refiere un académico tan riguroso como Froylán Enciso en su prólogo, donde reivindica la necesidad de conocer lo que piensan los narcos.

Desde mi punto de vista, el testimonio de Félix Gallardo es valioso además por los datos concretos que arroja y que a ti quizá no te parecieron relevantes pero que, creo, sí lo son, tal y como su versión sobre la creación de los cárteles de la droga, la cual, dice, fue hecha por un jefe policial y no por él, tal y como se había venido afirmando, en este ritual de dar como verdades las creencias. En este libro traté de no ser un mitólogo más del narco, a riesgo de reproducir citas enormes de algunos personajes como Félix Gallardo, que en algún momento pudieran aburrir al lector.

Creo que incluso en los lugares comunes que usa Félix Gallardo para explicar su papel nos deja ver muchas de las claves del fenómeno del narco. Las voces de los criminales nos sirven para entender mejor el funcionamiento de nuestra sociedad, sin duda alguna. Obviamente, dar voz y atención a un criminal acaba por mostrar los rasgos humanos del analizado, aun y cuando éste sea alguien despiadado y con poco aprecio por la vida. También estuve consciente de ese riesgo.

AR: El último capítulo está dedicado al uso político de la guerra de Felipe Calderón contra el narco. Mencionas como contexto varios conflictos políticos y sociales, como el movimiento obradorista, Atenco, Oaxaca, la disputa por el sindicato minero y la Otra Campaña del EZLN. Pero me parece que el Presidente lo hizo también sobre terreno abonado. En este sentido, yo también utilizaría como contexto muy directo de seguridad pública otros datos que aportas páginas más adelante: el narco había provocado 500 muertes en Michoacán en 2006, y de enero a junio de 2008 se estima entre 15 mil y 17 mil el número de personas ejecutadas al estilo de la mafia. ¿No te parece que, con este contexto y en un momento crítico fue una buena apuesta política de Calderón?

DEO: Fue una medida pensada a corto plazo y sí, efectivamente, dio la apariencia de ser una buena apuesta política en un principio, pero ahora es evidente que se trató de un grave error, debido a la falta de estrategia para encarar la problemática. Como bien lo sugieres, Calderón realmente no quería acabar con un problema como el del narco, quería obtener la gobernabilidad que estaba en riesgo al inicio de su administración. Y si revisas los sondeos de opinión de los primeros meses del gobierno de Calderón, cuando hay unas 4 mil muertes violentas, la gente lo respalda abiertamente en su supuesta cruzada contra el narco; pero un año y medio después el diario Reforma hace otro sondeo en el que se ve que mientras aumenta el número de muertes baja la aprobación de la ciudadanía. Hoy ni se diga. Incluso hasta el círculo rojo y muchos de los cercanos al presidente Calderón cuestionan esta calamitosa política pública. Gobernar con la sangre, la historia lo dice, siempre acaba mal.

AR: Se ha señalado una falta de estrategia de comunicación del gobierno para enfrentar las políticas propagandísticas del narcotráfico. Parece que el gobierno federal sí ha tenido una estrategia al respecto, pero más bien para opacar problemas sociales y políticos. ¿Cómo la describirías?

DEO: No entiendo bien la pregunta pero supongo que tiene que ver con la anterior, en cuanto a la colocación del tema del narco en la agenda pública prioritaria por encima de otros temas como el del empleo que tanto invocó en su campaña el presidente Calderón, o bien, sobre las protestas de Andrés Manuel López Obrador y sus seguidores, las cuales hoy no parecen nada amenazantes como sí lo llegaron a ser en los primeros meses del gobierno de Calderón. No sé cómo describir esa campaña de comunicación. Acaso podría decir que actualmente se encuentra en crisis y que fue ideada por una administración desesperada.

AR: ¿El narcotráfico ha dejado algún beneficio a la sociedad mexicana, especialmente la sinaloense?

DEO: Qué interesante pregunta. En el libro menciono algunos pasajes de Lázaro Cárdenas con “El Gitano”, un pistolero que mató a un gobernador de Sinaloa durante un carnaval de Mazatlán. Lázaro Cárdenas, quien legalizó la mariguana durante unos meses y luego echó marcha atrás ante la presión de Estados Unidos, era de los que creía que la mariguana ayudaría a equilibrar la balanza comercial entre México y Estados Unidos y que provocaría una mayor independencia económica del país.

Hoy en día, el negocio de las drogas ilegales es una fuente de riqueza inmensa que al igual que deja una estela terrible de dolor, muerte e impunidad a lo largo del territorio nacional, pero también es cierto que provoca una derrama económica enorme. Así como alguien se preguntaba lo que ocasionaría aquí el que 20 millones de nuestros compatriotas no pudieran irse a Estados Unidos a conseguir un trabajo y enviar dinero para mantener a sus familias en el país, sería interesante hacerse el ejercicio de preguntar sobre lo que ocurriría si no existiera el negocio de las drogas en México, ¿de qué viviría esa enorme masa que ahora depende de esta enorme economía ilegal?

AR: Al final del libro aseveras lo siguiente: “No veo cómo un reportero pueda tener credibilidad si no tiene principios e ideas políticas en torno a la situación actual. Quienes dicen carecer de ideas políticas porque son imparciales, mienten. En un momento como el actual es perverso que haya quienes invoquen esa pretendida inocencia”. En ese sentido, ¿no te parece que otro riesgo del periodista es convertirse en militante de “buenas causas”?

DEO: Siempre existe el riesgo de que un reportero que realiza ese proceso de inmersión total necesario para contar una historia periodística acabe devorado por ésta. Hoy en día pareciera que hay dos tipos de periodismo: el veloz, que busca colocar un pequeño dato informativo lo más pronto posible en la galaxia informativa, y el otro, que hasta parece anticuado, en el cual el reportero se involucra, convive, pregunta, conoce muchas versiones, siente, se contradice y, por la naturaleza de su misión, está expuesto a salir con más confusiones que certezas, y luego equivocarse. Ése es uno de los riesgos de este oficio, quizá un riesgo mayor que el de las balas de los narcos, pero creo que hay que asumirlo y encararlo. El compromiso y la militancia es con la historia que se quiere contar. Lo demás es cosa de políticos.

AR: También tomando la anterior cita de tu libro, ¿podrías hacer más explícitos tus principios e ideas políticas que, creo, sustentan este libro y tu trabajo en general?

DEO: Es muy simple. Soy de esos anticuados que aún piensan que el periodismo debe asumir una responsabilidad social. No veo este oficio como una plataforma para hacerme rico o famoso, sino como una herramienta para lograr que una sociedad pueda conocerse mejor entre sí, hacerse preguntas, debatirse y cuestionarse. Trato de hacer mi trabajo tomando en cuenta este sentido humanista. No lo hago de forma automática o inconsciente. No soy una máquina.

Aunque quizá suene chocante, para mí el periodismo no se trata de un asunto profesional, sino de algo hasta algo personal. Tengo 29 años y la mitad de mi vida, desde muy chico, he estado metido de lleno en el fascinante mundo de las redacciones, de los billares o bares donde los periodistas viejos se reúnen a rumiar, de los intentos cotidianos de hombres poderosos en tratar de cooptar conciencias abiertamente o a través de actos disimulados, de toda esa adrenalina por conseguir información reveladora, de esa frustración por no conseguirla y de la solidaridad inmensa que se da entre reporteros durante coberturas difíciles.

AR: En el libro también recurres a las notas de prensa de hace décadas, por lo que conoces cómo era cubierto el problema desde sus orígenes. A grandes rasgos, ¿cómo ha sido el desarrollo de la cobertura que la prensa mexicana ha dado al narcotráfico?

DEO: El tema del narco era uno de los muchos que eran poco reflejados en las páginas de los periódicos durante la era más importante del PRI. Entre los cincuenta y finales de los noventa, cuando el sistema priista era aún muy eficiente en su control autoritario, son escasas las noticias sobre el tema. Durante la Operación Cóndor, lanzada por México a presión de Estados Unidos en los setenta en Sinaloa, hubo algunos reportajes amplios y crónicas, pero obviamente éstos se hacían en el marco de interés que tenía en ese momento el gobierno.

Creo que una de las cosas que también refleja esta “guerra del narco” es precisamente esa falta de pericia periodística para abordar el fenómeno del narco, pese a que éste ya lleva decenas de años existiendo. No hay semana en la que no me reúna con colegas a preguntarnos qué diablos debemos hacer o no hacer para cubrir tal o cual suceso. Como, por ejemplo, lo que pasa hoy en la frontera de Tamaulipas. Todos sabemos que ahí está ocurriendo una guerra pero no hay ningún enviado dando seguimiento. El último reportero que lo intentó, un gran amigo mío, estuvo secuestrado por una de las bandas de la droga, con esposas y una bolsa negra en la cabeza, en una casa de seguridad. Los narcos lo soltaron y le dijeron que transmitiera un mensaje: “Que la prensa no venga a calentarnos la plaza”.

AR: Haces un recorrido histórico en episodios y sin seguir un orden cronológico riguroso, pero ofreces un buen panorama de lo que ha sido el narcotráfico en su principal plaza en el país, así como las respuestas que el gobierno le ha dado en tres etapas principales: la de los años setenta, la de 1988-1989 y la actual. En este sentido, ¿piensas que el proceso de democratización del país ha traído cambios en el combate al narcotráfico?

DEO: Inicialmente había acomodado los capítulos del libro en orden cronológico, pero en la etapa final decidí, a pesar de que algunos amigos me recomendaron que no lo hiciera, que era mejor intercalar episodios del presente con el pasado, para darle una especie de ritmo especial a la historia del grupo que se está contando. Una de las cosas que obviamente trato de reflejar es ese cómo la bipartidización del país (más que democratización) alteró los códigos del narco.

AR: Hay un signo esperanzador mencionado en el libro, del que quiero que amplíes la información. En un pueblo del municipio de Badiraguato existe una escuela, el Centro de Estudios Justo Sierra, que es un avanzado proyecto de educación comunitaria. ¿Cómo surgió?, ¿quiénes estudian allí?, ¿cómo se financia?, ¿qué lección sacas de allí?

DEO: Sururato es una comunidad enclavada en la mera zona de Badiraguato donde se concentra la siembra de mariguana y adormidera, y de donde suelen ser muchos operadores importantes del narco en México y en Estados Unidos. La lección de Sururato, donde con financiamiento público y de fundaciones se dan hasta doctorados, es la de que es posible que existan opciones en una zona que habitualmente describimos como bastión del narco.

*Entrevista publicada en Replicante, junio de 2010. Reproducida con permiso del editor.

lunes, abril 12, 2010

La hipocresía estructural de la Iglesia católica. Entrevista con Fernando M. González


La hipocresía estructural de la Iglesia católica
Entrevista con Fernando M. González*


por Ariel Ruiz Mondragón

Tras la pérdida de muchos de sus privilegios desde el siglo XIX, limitada por la Constitución de 1917, la Iglesia católica ha mantenido su acoso sobre el Estado laico para minarlo y recuperar terreno en la vida social y política de nuestro país.

Para lograrlo, ha recurrido incluso a la manipulación de la historia, como ocurre en el caso de la beatificación los “mártires guerreros”, lo que ha sido utilizado para obtener beneficios simbólicos que busca traducir en políticos.

Si por una parte la Iglesia ha querido destacar a sus mártires aun recurriendo a la falsificación histórica, también ha querido ocultar las faltas de personajes infames. De esa forma intentó silenciar las denuncias de las actividades pederastas del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, para lo cual activó mecanismos que procuraran el la sombra y el olvido ante tales hechos.

Sobre ambos aspectos trata el libro de Fernando M. González, La Iglesia del silencio. De mártires y pederastas (México, Tusquets, 2009), sobre el que hace algunos meses sostuvimos una conversación con el autor, en la que se trataron diversos aspectos de lo que el autor llama “esquizofrenia” e “hipocresía estructural de la Iglesia”.

González es doctor en Sociología de las Instituciones por la Universidad de París, investigador titular del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar un libro como el suyo? Usted ha trabajado desde hace tiempo los dos temas del libro, la guerra cristera y la pederastia del padre Marcial Maciel.

Fernando M. González (FG): Las razones son muy fáciles de responder. Yo ya había trabajado la guerra cristera en las pugnas entre organizaciones católicas, y la manera cómo el Episcopado había intervenido tanto en el alzamiento como en su continuación y en los arreglos que le dieron fin. Lo que no había trabajado es lo que llamo “los mártires guerreros”: no habían sido beatificados Anacleto González Flores y una serie de personajes que aceptaron la lucha armada directamente, ni tampoco lo del padre Migue Agustín Pro, quien es el único de la primera generación que había sido beatificado en septiembre de 1988, tres meses antes de la entrada de Carlos Salinas de Gortari como presidente. En ambos casos me pareció interesante dar cuenta de la historia de cómo la historia de un suceso que fue en 1926-1929, se sigue utilizando en la actualidad, en lo que la historia del tiempo presente llama “esos pasados que no terminan de pasar” y que se van resimbolizando.

Esa es la razón para escribir la primera parte del libro.

La segunda parte tiene que ver con Marcial Maciel. Me interesaba saber qué tipo de mecanismos institucionales habían utilizado los Legionarios de Cristo para procurar beatificarlo, porque si una congregación religiosa no tiene beatificado a su fundador, pasa a ser una congregación de segunda clase. Hay una especie de bolsa de valores simbólica entre los grupos religiosos, y en ella es importantísimo que el fundador sea beatificado.

Lo que pasó es que Maciel, poco antes de morir, fue explicitado en su impostura; apareció toda la parte de su pederastia, su toxicomanía y sus manipulaciones. Le tocó asistir a la debacle de su imagen. Él, que la cultivó tanto, de pronto apareció a cielo abierto; pero aún así los legionarios siempre estuvieron negando aquello, para lo que afirmaron que era una especie de martirio moral.

Sin embargo, de pronto apareció la doble vida de Marcial Maciel –que no la triple, que es la de pederasta y toxicómano-, y los legionarios, que lo defendieron desde 1948 hasta el 2 de febrero de 2009 bajo la afirmación de que cualquier crítica a él y a la Legión era un complot, de pronto se tuvieron que acusar, y lo tuvieron que hacer de una manera muy específica, porque apareció un fruto contundente, con DNA en la mano –su hija-, y ya no lo pudieron negar.

Los legionarios tuvieron que hacer un corte, y siguieron con la estrategia de que “esto sucedió afuera de la institución, y nos acabamos de enterar. Es muy fácil: lo cortamos como un fruto podrido, lo borramos, y quedamos intocados una vez más.”

Entonces, lo que me interesaba era analizar los mecanismos institucionales de la Iglesia católica en relación con la sexualidad de su personal, y sobre todo con la pederastia. ¿Qué tipo de mecanismos usan para tratar de transfigurarla, desviarla, silenciarla? El ejemplo de Maciel es paradigmático, porque abarca desde la cúpula hasta la base, y puede mostrar todas las relaciones que hay en un caso de pederastia.

AR: El caso duró mucho; usted menciona un caso de los años cuarenta del siglo XX.

FMG: De 1944 es el primer caso que yo tengo constatado, el que está en los archivos secretos vaticanos. En 201 documentos a los que tuve acceso se encuentran diferentes tipos de denuncias hechas desde 1948, y que llegan hasta 2004.

Entonces, es una historia de larga data, pero que se hizo visible a partir de 1997. Como digo en la introducción, no hay que confundir la aparición de un suceso con su realidad.

AR: ¿Cuáles son los principales problemas que ha tenido para realizar este tipo de investigaciones?, ¿en algún momento ha sufrido algún tipo de amenaza?

FMG: No, para nada. Son temas muy polémicos, pero yo no he recibido amenazas. En el caso de Marcial Maciel, porque llegué después de gente que sí se la jugó y rompió el silencio, como fue el grupo de legionarios y algunos sacerdotes que hicieron denuncias, así como algunos periodistas como Ciro Gómez Leyva, Marisa Iglesias, Salvador Guerrero Chiprés –quien fue el primero que abrió en México estos asuntos, un poco antes que el Canal 40-, y después Carmen Aristegui y Javier Solórzano.

Yo llegué a recoger los frutos de otros. Tuve una suerte extraordinaria porque a los dos años de estar buscando documentos para mi investigación, de pronto y sin que yo lo haya pedido porque ni siquiera me parecía pensable, un grupo de sacerdotes me ofreció el Archivo Secreto Vaticano. Me dijeron: “Sabemos que estás trabajando en esto; hemos leído algunos de tus textos, sabemos cómo trabajas. Te hacemos confianza: tenemos el Archivo Secreto Vaticano. No nos preguntes cómo, nunca lo vas a averiguar. Te damos acceso, y trabájalo como tú quieras.”

Los documentos de ese archivo están abiertos hasta 1940, y después están cerrados, salvo excepciones. A mí me ofrecieron un archivo de 201 documentos que van de 1944 a 2004. Lo hicieron por pura confianza, porque esta gente, muy ética y problematizada, me dijo: “Esto es una ignominia para nuestra Iglesia; lo que ha pasado se ha silenciado y manipulado. Tú estás en la UNAM, eres laico, y puedes ser libre de investigar sin que nadie te ande fiscalizando.” Nunca me fiscalizaron ni me pidieron cuentas.

Luego me cayeron otros dos archivos: el de Flora Barragán, una de las primeras mecenas de la Legión, cuya hija estaba furiosa con los legionarios por el abuso que habían hecho de su madre, de los dineros que le habían pedido y por cómo la habían tratado. También el archivo de Luis Ferreira Correa, que había sido vicario general de la Legión en 1956-1957, quien sustituyó a Maciel cuando lo suspendieron por primera vez; su sobrino se lo dio al doctor José Barba, quien me lo proporcionó.
Entonces, me cayeron tres archivos inéditos sin haberlos esperado. Me hicieron confianza, y nunca tuve ni amenazas ni nada. Cuando Tusquets recibió el manuscrito del libro, me dijo: “Ya lo consultamos con abogados, porque los legionarios pueden meter una demanda, y estamos dispuestos a jugárnosla con usted.”

Lo publicamos, y los legionarios jamás me presionaron ni me amenazaron. Ellos saben que yo tengo datos contundentes, que estoy citando cosas totalmente auténticas, y que si me atacan yo puedo sacar los documentos y publicarlos completos. Me imagino que lo pensaron, que cuando se dieron cuenta ya era demasiado tarde porque ya estaba publicado el libro.

Por otro lado, en la primera parte del libro hay cartas inéditas, de acervos como, por ejemplo, los archivos del Centro de Estudios sobre la Universidad, que se pueden consultar sin ningún problema. Pero los archivos jesuitas no son así; pero hubo un jesuita que me ofreció documentos -10 cartas internas a la Compañía de Jesús en tiempos de la Cristiada- y quien me dijo: “aquí están, trabájalos como tú quieras”, y tampoco me fiscalizó. Curiosamente, otro jesuita, que ya murió y al que yo estimaba muchísimo, el padre Luis Sánchez Villaseñor, me tradujo del latín dos cartas, porque la exactitud en las frases es importantísima.

La Iglesia y las congregaciones religiosas son muy complejas, nunca son unívocas ni homogéneas, y el texto lo muestra. Durante la Cristiada, la misma Compañía de Jesús tuvo, como mínimo, cuatro posiciones muy divergentes; de ello se diferencia la Legión, que hasta el 15 de febrero de 2009 mostraba una sola cara, pero ahora ya muestra fisuras por todo lo que ha pasado.

Yo trato de rendirle tributo a la complejidad de una institución para no volverla unívoca.

AR: En ese sentido, ¿usted diría que hay sectores de la Iglesia que están a favor de una mayor transparencia?

FG: Pero siempre están en una posición subordinada.

AR: ¿No tienen la capacidad de hacer públicos archivos religiosos?

FG: No; si lo hacen, los funden directamente. Por eso utilizan a un laico, alguien que no está comprometido con las instituciones eclesiásticas, sino que pertenece a una universidad pública, donde nadie fiscaliza qué investiga uno, sino que lo único que le piden a uno es que, si vas a hacer un libro, esté suficientemente fundamentado, porque el honor del Instituto de Investigaciones Sociales y de la UNAM está en juego.

AR: Su libro, a mi parecer, está dedicado a desarmar falsificaciones y manipulaciones -aunque usted prefiere llamarlas “suplantaciones y transfiguraciones históricas”-, especialmente en la parte dedicada al movimiento cristero. ¿Cuáles son los beneficios políticos que ha obtenido la Iglesia de ello, por ejemplo, de las tres oleadas de beatificaciones?

FG: Antes de que llegaran las beatificaciones, manejaba una especie de espada de Damocles virtual e imaginaria, por la que siempre afirmaba que en la medida en que la guerra cristera no cambió las leyes por las que se levantó el movimiento -porque los propios obispos hicieron arreglos cupulares y dejaron colgados a los alzados a riesgo de su vida, y vaya que lo fue porque después asesinaron a mil 500 como mínimo, como señala Jean Meyer-, el gobierno la seguía persiguiendo porque aquellas normas, que rigen desde 1917, las podía aplicar en cualquier momento.

Pero fue Lázaro Cárdenas quien, en 1938, dejó que las iglesias predicaran el apoyo a la expropiación petrolera y que la gente católica diera joyas y dinero para apoyar esa medida, con lo que les dio una salida muy honorable. Propiamente, a partir de ese momento la Iglesia católica ya no fue perseguida. Puede haber por allí alguna anécdota de algún presidente municipal, pero sólo es un espantajo. Pero su discurso de perseguida le sirvió hasta 1992, lo que le traía un beneficio simbólico: una Iglesia supuestamente en las catacumbas, lo que en realidad no era.

Pero en 1992 Salinas reconoció jurídicamente a las iglesias, por lo que la católica ya no tiene el pretexto de la persecución, por lo que dispara las máquinas para beatificar a personajes de la guerra cristera. Fue como si dijera: “Ya no nos persiguen oficialmente, eso ya no lo podemos utilizar; entonces, recordemos cuando sí nos perseguían y el mal gobierno nos atacaba.”

Ya desde antes los priístas permitieron ceremonias, la primera de las cuales es la de Miguel Pro en septiembre de 1988, en la que ese padre es presentado como la quintaesencia de lo que es la impunidad presidencial: acusados de estar en el atentado fallido contra Obregón en 1927, él y su hermano fueron mandados a fusilar sin previo juicio por Plutarco Elías Calles, Presidente de la República.

Beatificar a Pro en 1988 era una provocación, pero no tuvo mayor repercusión, con lo cual se pudo medir y calibrar que el efecto de la guerra cristera y del crispamiento entre la Iglesia y el Estado mexicano ya había disminuido mucho. Entonces, Pro es como la punta de lanza de los “mártires cristeros”.

Lo que yo trato de señalar en el libro es que así como aparece en el momento de ser fusilado, totalmente inerme ante las balas, situación que es producto de la impunidad presidencial, a Pro se le deja la sangre, pero, por otro lado, se le borra la pólvora. Él apoyó moralmente la lucha armada; sus hermanos Humberto y Roberto repartían armas y parque a los cristeros. El primero fue encargado de la Liga Nacional de la Defensa Religiosa, la que se supone que coordinaba la lucha armada en el Distrito Federal. Miguel estuvo orgullosísimo de sus 2 hermanos, de que apoyaran la lucha armada, y dijo: “Yo soy sacerdote y no puedo ir al campo de batalla, pero los apoyo moralmente.” Toda esta parte queda borrada.

AR: Como también es el caso de Anacleto González Flores.

FG: Ese es un caso que va todavía más allá, porque fue un laico, y ahora quiere darse la idea de que resistió la lucha armada. Pero perteneció a 4 organizaciones con diferente estatuto, y, en un momento dado, aceptó la lucha armada. Nunca disparó un tiro porque andaba a salto de mata, escondido, y, por estar oculto en la casa de los González Vargas, provocó, con su actitud, que maten a dos miembros de esa familia. Es una responsabilidad de Anacleto por no haberse ido a la montaña. En su último artículo, un día antes de los hechos, dijo: “Benditos los que, con las armas en la mano, defienden la Iglesia de Dios”. Fue el líder civil de Jalisco; a su muerte, su lugarteniente, Gómez Loza, fue gobernador civil de ese estado, y casi de entrada le tocó fusilar a 17 gentes del Ejército federal.

Lo increíble es que en la fórmula de su beatificación usaron la misma que para la segunda generación de 20 sacerdotes y 3 laicos, que es: fueron heraldos de paz, quienes estuvieron en medio de una lucha armada entre mexicanos que quién sabe por qué se pelearon unos contra otros. Es la versión más oficial de la Iglesia jerárquica para borrar las huellas del pasado, de su propia participación y responsabilidad.

Lo anterior es sorprendente, ya que los miembros de la generación de Anacleto aceptaron la lucha armada, que otros mataran por ellos e hicieran el trabajo sucio, y, sin embargo, les borran otra vez la pólvora y los dejan totalmente ensangrentados e inermes como mártires. Es una de las operaciones más escandalosas de sustracción histórica, de falta de probidad histórica y ética.

Esto lo siguen haciendo. Es un pasado que no termina de pasar, que se resignifica, y que es tomado también por el Partido Acción Nacional (PAN), o por una parte de él. Por eso, cuando se realizó el Sexto Congreso Internacional de las Familias, Felipe Calderón, con los legionarios allí presentes, dijo: “Bienvenidos a la tierra de María de Guadalupe, de San Felipe de Jesús y de los mártires cristeros”. Esto es el PAN y los usos simbólicos de la Cristiada. Dado que ese partido no está insertado en el tejido simbólico de la nación de una manera contundente porque el PRI y el PRD tienen acaparados a los héroes de la patria, no tiene para dónde hacerse. Entonces, tiene que recurrir a los mártires y a la Virgen de Guadalupe.

Esos usos simbólicos de los mártires muestran cómo se va resignificando la memoria.

Yo tomo la memoria como un objeto histórico, y observo cómo el pasado se resignifica, de manera un poco sicoanalítica. Yo soy sicoanalista de formación, por lo que, de alguna manera, utilizo las metáforas freudianas de la resignificación de la historia y cómo reaparece en el presente con otros ropajes.

AR: Usted menciona ahora el caso de Calderón, pero en el libro están mencionados los de Emilio González Márquez, por el PRI Luis Echeverría y José López Portillo y su trato con los Papas, o el de Andrés Manuel López Obrador y su donación para la Plaza Mariana.

FG: Es el uso político de los signos religiosos por parte del PRI, del PAN y del

PRD. Se tiene la creencia de que todo empezó con Vicente Fox; yo digo que no, sino que empezó antes de Ernesto Zedillo. Señalo el caso de San Luis Río Colorado, aproximadamente en 1991, cuando en la campaña de Manlio Fabio Beltrones para gobernador se usaron calendarios del Sagrado Corazón y de La última cena. Después esos mismos calendarios se usaron para apoyar la candidatura priísta a la presidencia municipal de Ocotlán, Jalisco. Al que los hizo lo entrevisté, y me dijo: “Fueron muy exitosos mis calendarios católicos para apoyar a Manlio en San Luis Río Colorado”.

Entonces, son los priístas los que inauguran estos usos, el PAN los continúa y el PRD no se queda atrás. Es lo que trato de decir: no crean que todo empezó con los panistas, ni se va a terminar con ellos.

AR: En el libro usted dice que al “proceso de separación Estado-Iglesia hecho por las leyes de reforma le falta un buen trecho por recorrer y múltiples facetas por dilucidar”. Hoy, ¿qué avances se tienen que impulsar al respecto?

FG: Creo que es conveniente que se sepa que las convicciones religiosas son muy respetables, pero que los políticos deben tratar de no utilizar pública y abiertamente signos religiosos cuando están ejerciendo como tales. Uno puede entender que un Presidente de la República quiera ir a misa, pero que lo haga de manera privada, y no ejerciendo su cargo público, no hacer lo que Fox cuando fue a la basílica poco antes de tomar el poder, que no reciba crucifijos en una ceremonia pública, etcétera.

Esto tiene que ver con toda una conducta de algunos panistas, de la que los representantes más fuertes fueron Fox y Carlos Abascal. Con los priístas se creó una especie de hipocresía institucional, a la que los sacerdotes llamaban el “síndrome de Nicodemus”, un fariseo que iba a visitar a Cristo en la noche para que no lo vieran. Entonces decían: “nuestras relaciones con el Estado son nicodémicas: seguimos teniendo relación porque es inevitable, pero las escondemos.”

Cuando los panistas llegaron al poder, esa parte la vieron como una hipocresía. Dijeron: “Hay que ser abiertos, y que las convicciones religiosas se manifiesten públicamente.” Pero, como bien lo decía Adolfo Christlieb Ibarrola, quien fue presidente del PAN, “cada vez que comprometemos las convicciones religiosas en la política, perdemos pisada, porque la política siempre es de coyunturas, es muy fluctuante, y las convicciones religiosas trascienden las coyunturas. No debemos usar lo religioso en la política; hay que saber que la política está secularizada, que hay diferentes posiciones e, incluso, que los católicos no son homogéneos, y que hay quienes van a votar por un partido o por otro; no tienen que votar por una misma línea, porque sería un engaño.”

Esto de la secularización de la política, que tenía muy claro Christlieb, estos panistas de última hora, como Abascal, Fox y otros, no lo entienden. Entremezclan, so pretexto de que hay que ser auténticos, como si de las convicciones religiosas se pudieran deducir de manera automática las actuaciones políticas. Cuando por sus convicciones privadas Emilio González Márquez decide que porque es católico hay que pedir perdón, a nombre de los ciudadanos de Jalisco, por el asesinato de Anacleto, confunde ciudadano con católico y católico con una condición homogénea. Claro que le hicieron pagar caro esto, pero hay una confusión flagrante.

Esto sigue porque la laicidad sigue sin ser dilucidada. Usted puede ver que los gobiernos de Sonora y Yucatán, priístas, son totalmente intercambiables con los gobiernos de Jalisco y de Guanajuato en toda la parte de la biopolítica: las relaciones con los homosexuales, las parejas, el condón y el aborto, por ejemplo. Lo que esto dice es que hay una confusión entre la moral religiosa y lo que es la salud pública; es hacer de la moral católica algo único, gratuito y obligatorio como el texto único.

Eso es lo que no ha entendido la Iglesia católica, y lo que no entendieron los políticos como Abascal y Fox: que la moral de la Iglesia es una más, y que no tienen derecho a imponerla al resto de la población. La moral laica es mucho más respetuosa, porque ésta, si alguien tiene problemas en relación con el aborto, por ejemplo, y tiene crisis de conciencia, no obliga a abortar. Permite la despenalización del aborto y dice: “Si tú quieres abortar, estas son las condiciones”. Pero no te obliga a ti, católico, a hacerlo. En cambio la otra, la católica, dice: “esta es la moral, y debe regir a todos.”

Hay mucho trabajo por hacer en esa zona.

AR: También me interesan mucho los cambios que ha traído la democratización del país en diversos ámbitos de la vida nacional. ¿Qué cambios ha registrado usted en la Iglesia durante nuestra proceso democratizador?

FG: Desde el punto de vista de la manera de gobernarse hacia adentro, la Iglesia no ha cambiado nada. Sigue siendo monárquica, jerárquica, totalmente discrecional en su poder, lo que coincide con las denuncias a la Iglesia en la parte de la vida sexual, que es uno de sus flancos más débiles. Lo que ha hecho con sus disidentes y críticos es tratarlos de silenciar, de apartar, de reprimir. En eso sigue siendo totalmente antidemocrática.

Sin embargo, a pesar de todas las críticas que se le han hecho, sigue hablando como si nada hubiera pasado hasta el día de hoy, como si no estuviera tocada, y se da hasta el lujo de hablar de democracia hacia afuera, y de cómo deben comportarse los simples ciudadanos y los gobiernos.

Es notable el grado de ceguera que tiene la Iglesia, de falta de autocrítica. Sin embargo, hay lapsus, como el documento de Abelardo Alvarado en el 2002, cuando era secretario del Episcopado, donde él y monseñor Raúl Vera hacen una crítica a la manera en que la Iglesia manejó la sexualidad, que es de una violencia brutal con sus feligreses. Sin embargo, los demás obispos dijeron: “Sí, pero sólo hay un caso, no confundan; además, nuestros críticos lo que quieren es ganar dinero, son anticlericales y lo que quieren es denigrar a la Iglesia.” Es decir, hicieron un reconocimiento y luego lo bloquean. Esos dos obispos no; hicieron un diagnóstico y dijeron: “Así ha sido, es lamentable, y no podemos seguir haciéndolo.”

De alguna manera ellos reciben el impacto, pero el grueso del Episcopado no lo ha recibido hasta la fecha, y sigue siendo prepotente, soberbio y carente de autocrítica.

En ese sentido, hay una diferencia notable con el Episcopado de Estados Unidos, no porque éste sea más virtuoso, sino porque allí hay otra cultura de denuncia penal, donde la gente ya no se va por los vericuetos del derecho canónico, sino por los del derecho civil, que nos rige a todos. Le han metido unas demandas económicas impresionantes. En este sentido, los obispos americanos se han visto obligados a volverse virtuosos a su pesar, aceptar los delitos y pagar sumas millonarias, cosa que no pasa en México porque las familias, los propios abusados, los mecanismos de la Iglesia y de los propios jueces civiles, todo conspira para mantener silenciado el hecho. La nuestra es una cultura muy poco democrática, y que sigue cruzada por lo religioso en el derecho civil.

AR: En ese sentido, la Iglesia no siguió el proceso que marca el derecho canónico para juzgar a Marcial Maciel, al que sólo hizo un llamado a la meditación y a la penitencia. Usted menciona también que las autoridades civiles han tenido cierta complicidad. ¿Qué ocurrió en el ámbito civil en este caso?, ¿hubo alguna demanda civil?

FG: No, porque aquí el caso estaba totalmente bloqueado, y además los denunciantes, en este caso los nueve legionarios (ocho mexicanos y un español) decidieron tomar la vía del Vaticano, lo que fue, a la vez, su triunfo y su error, porque era entrar en el derecho canónico, paralelo, no en el derecho que rige a todos.

El Vaticano se tomó su largo tiempo: primero, dejó hacer a Maciel lo que quisiera a partir de 1959, ya que en febrero de ese año le dio vía libre y lo exculpó, sabiendo lo que se estaba jugando. Cuando por fin Ratzinger, que había bloqueado el caso en 1998, se decidió a abrirlo el 2 de diciembre de 2005, ya cuando Juan Pablo II estaba bastante enfermo y él podía ser papable –me imagino que hizo un cálculo político-, lo que hicieron con la sentencia de 2006 fue un acto de cinismo impresionante, por la que las víctimas quedaron totalmente borradas y en la que lo importante era: “¿Cómo guardamos la cara del Vaticano y de la Legión de Cristo?”

Entonces, por eso yo hablo de un cirujano, en este caso Ratzinger, quien firmó una sentencia en la que Maciel queda recortado de la Legión, las víctimas ni siquiera son mencionadas e inventó lo que yo llamo la figura del pederasta solipsista: un pederasta que se hace los actos a sí mismo, lo cual es un contrasentido, ya que un pederasta lo es porque tiene una relación violenta con otro. Eso lo recortó limpiamente, con lo cual dejó a la Legión de Cristo sin ninguna complicidad. Agentes de los legionarios que le conseguían a sus propios efebos, personas que fueron efebos dentro de la Legión, quedaron totalmente exculpadas por esa sentencia -que ni siquiera aparecía como tal, sino como una invitación a retirarse a una vida de oración y penitencia.

Yo lo comparo con el documento de los obispos americanos de noviembre de 2002, en el que monseñor Levada, quien fue arzobispo de San Francisco y que después sustituyó a Ratzinger como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dijo: “cuando se ha comprobado abuso sexual por parte de un sacerdote y por razones de edad o enfermedad no se le ha juzgado, conmínesele a una vía de oración y penitencia, y a dejar el sacerdocio.” Esa era una sentencia, no la que firmó Ratzinger en un acto de cinismo institucional, de razón de Iglesia para salvar la cara de las propias instancias vaticanas que fueron cómplices de Maciel durante más de 50 años: la Secretaría de Estado, la Congregación para la Doctrina de la Fe y la Sagrada Congregación de Religiosos.

Cuando aparece la hija de Marcial Maciel con el DNA en la mano, los legionarios siguieron usando la misma estrategia: según ellos, lo hizo fuera de la organización, además de que utilizaron aquel hecho para intentar borrar la pederastia y la toxicomanía. Pero ahora la situación se les complicó, porque el Papa les envió directamente una comisión, pero con la que se vuelve a dejar fuera a las instancias que fueron cómplices durante 50 años. Como señalé, juez y parte se convierten sólo en juez, y va a tocar sólo lo que quiera. Pueden avanzar lo que gusten y no sabemos cuánto va a ser, porque, como es una comisión de cinco integrantes, tienen que negociar entre ellos, calcular los daños hacia adentro.

Es un acto de real politik, aunque yo lo llamaría real cinic.

AR: Al final del libro, en uno de los anexos, José Barba Martín hace una cita de Juan Pablo II, que dice: “¿Cómo puede uno permanecer callado acerca de las mucha formas de violencia perpetradas en nombre de la fe y otra formas de violaciones de los derechos humanos?” ¿Cómo concordar esa declaración con el caso Maciel?

FG: ¿Y cómo ha sido posible que ese Papa lo haya apoyado hasta las últimas consecuencias?

AR: Él, Ratzinger y, si no mal recuerdo, hay alguna referencia a Norberto Rivera.

FG: Son inconciliables, pero la Iglesia vive permanentemente disociada: puede emitir el discurso que sea, mientras lo disocie de su práctica, y mientras ésta quede lo más silenciada posible. Hay una hipocresía institucional estructural. Lo que uno intenta trabajar no es si son dos o tres los casos de pederastia, sino cómo se pone a funcionar toda una institución para librar la cara de estos pederastas y la imagen de la Iglesia sin importarle los laicos y los futuros abusados.

AR: Usted dice que el factor sacerdotal es el que articulaba las cuatro actividades fundamentales de Maciel: fundador de la Congregación de los Legionarios, empresario educativo, pederasta y toxicómano. ¿Cómo se puede conciliar ser sacerdote con algunas actividades con las que teóricamente está en franca contradicción?

FG: Es una especie de esquizofrenia. Lo que pasó es que Maciel no exhibía a todo el mundo su parte pederasta, con lo cual una parte de los propios legionarios, alumnos y gente más grande percibía sólo su aspecto sacerdotal y devoción en la misa, de empresario educativo, etcétera, pero no percibía las partes de toxicómano ni la de pederasta. La clase alta política y económica que le entregaba a sus hijos no percibía estos aspectos.

El sacerdocio articula todo eso porque con los abusados usó su posición de fundador y de sacerdote para convencerlos de dejarse tocar y abusar. Con las viudas utilizó la parte sacerdotal para decir: “Estoy haciendo una obra maravillosa”; a los empresarios y la clase política les dijo: “yo les voy a formar integralmente a su gente porque soy un empresario educativo, pero tengo un plus: tengo una educación religiosa integral.”

Entonces, siempre usó el factor sacerdocio para convencer en diferentes contextos. Solamente una minoría que de la que asistía a sus actos religiosos ha sido abusada, y que después de ser abusada podía ir a misa, en la que Maciel le daba la comunión y elevaba la hostia con una enorme devoción, porque sabía manejar como un maestro el cuerpo y los signos externos.

Lo que hizo Maciel fue usar el sacerdocio como el cemento que articuló todos esos contextos, lo que lo volvió creíble. Por eso para los abusados fue tan difícil denunciar, porque les pudieron responder: “No puede ser que usted diga que Maciel lo está abusando, que después de la enfermería vaya a la capilla y diga esta misa. Usted me está contando una mentira. El padre es tan devoto, se queda dos minutos con la hostia en la consagración, no puede ser.”

Usó el sacerdocio como articulador de contextos, lo que significó volver inverosímiles los actos.

AR: ¿Cuál es el costo que está pagando la Iglesia por intentar ocultar esta clase de hechos?

FG: Es difícil calcular, pero evidentemente esto que le acaba de pasar a la Legión cuando se autoacusa y tiene que acusar a, nada más y nada menos, su fundador. Ahora la nueva moda es quitar todos los retratos de Maciel de las casas usando el método estalinista, que es burdo y brutal: asesina y pretende borrar simbólicamente. Eso es lo que quieren hacer los legionarios, lo cual habla de su capacidad intelectual.
Lo intentan hacer, pero el costo ya es muy fuerte: a partir del 2 de febrero de 2009, y por primera vez, aparece una fisura. Hay gente de buena voluntad, honesta dentro de la Legión, que de pronto se desayuna con esta información de la doble vida, y entonces se le vuelve verosímil la triple vida que la Legión intentó ocultar como un complot. Empieza a decir: “¿y qué tal si era cierto también aquello? Entonces, ¿por qué la cúpula y otros lo ocultaron?”

Había una red de silencio, una omertá dentro de la Legión, pese a la cual empezó a salir a la luz una fractura irremediable. Por ejemplo, cito al vocero de los legionarios en Estados Unidos de 1998 a 2004, Jay Dunlap, quien no es sacerdote y que escribió una carta a Jason Berry, quien, junto con Gerald Renner, habían explicitado el caso Maciel en febrero de 1997, en la que le pidió disculpas: “Lamento mucho, y pido disculpas por todo lo que dije contra usted sobre el caso Maciel. Y por medio de usted le pido disculpas a los nueve legionarios que denunciaron abiertamente a Marcial Maciel.”

Es brutal, porque es la fisura hacia dentro. Por otro lado hay otras grietas: gente que creía y empieza a sentir una certeza: “allí había un santo, un tipo que estaba sufriendo un martirio moral, y de pronto me doy cuenta de que era un impostor.” Vienen los dolores y desgarramientos de una creencia cuando cae. Ese es un precio que está pagando la Legión hacia adentro; pero también es un precio de credibilidad que están pagando por apoyarla hacia fuera el Episcopado y otras instancias de la Iglesia.

Para las congregaciones religiosas católicas, evidentemente que todo se concentra en la Legión de Cristo, y eso es muy importante, porque también otras de aquellas tienen su pederasta de cabecera, sus homosexuales, sus heterosexuales con sus mujeres en el closet. Entonces, como todos los focos están puestos en la Legión, a las demás congregaciones les viene muy bien. Pero hay una especie de omertá entre ellas: yo no te denuncio, tú no me denuncias, y así nos la vamos llevando. Es una hipocresía estructural institucional, en eso hay una coincidencia entre todas las instancias de la Iglesia: “guardemos el máximo de silencio, so pretexto de no escandalizar a nuestros siempre ingenuos, débiles y frágiles fieles.” Pero en realidad es: “protejámonos nosotros la cara, protejamos la cara de la institución por encima de las personas.”

AR: Es la Iglesia del silencio.

FG: Sí, claro; debería llamarse “Los diferentes silencios de la Iglesia”, o “Algunos silencios de la Iglesia”.

*Una versión un poco más breve de esta entrevista fue publicada en Milenio semanal, núm. 649, 5 de abril de 2010. Reproducida con autorización de la directora.