martes, abril 21, 2009

Subjetividad y universalización de los derechos. Entrevista con Alain Touraine



Subjetividad y universalización de los derechos. Entrevista con Alain Touraine*

Ariel Ruiz Mondragón

Los amplios y profundos cambios que han experimentado el mundo y las sociedades en las más recientes décadas han conducido a tener que producir nuevas formas de entender y explicar sus fenómenos, ya que antiguas teorías, categoría y concepciones han terminado por resultar, por decir lo menos, insuficientes.

Una de las concepciones para observar y analizar la sociedad actual ha sido la cultural, que ha sido expuesta por el sociólogo francés Alain Touraine en varios textos, en especial en su libro Un nuevo paradigma (Barcelona, Paidós, 2005), en el que realiza una reivindicación del individualismo como vía para poder remontar las graves desigualdades e injusticias del presente.

Sobre algunas de las ideas que en aquel volumen se expresan sostuvimos una conversación con el autor: las anteriores concepciones con las que se pensó anteriormente a la sociedad y sus vinculaciones, los cambios que hacen necesario un nuevo paradigma, su propuesta de individualismo, los movimientos sociales y el papel de la escuela en la formación del sujeto actor social.

Touraine es uno de los sociólogos más destacados de nuestra época: realizó estudios en L’Ècole Normale Superiore de París, y en las universidades de Columbia, Chicago y Harvard. Fue fundador del Laboratorio de Sociología Industrial, que después se convirtió en el Centro de Estudios de los Movimientos Sociales. Fue director de L’Ecole Pratique des Hautes Etudes, y es autor de cuando menos 15 libros.

Ariel Ruiz (AR): Usted plantea que hemos llegado a una concepción de la sociedad que no es ya social, por lo que propone un nuevo paradigma cultural. ¿En qué se distingue éste de los anteriores paradigmas acerca de la sociedad, especialmente el religioso, el político y el social?

Alain Touraine (AT): Tenemos una tendencia normal a considerar que siempre se ha pensado en términos sociales de la sociedad, lo que es totalmente falso. Incluso, por ejemplo, los movimientos de liberación nacional de las colonias españolas o de las colonias inglesas fueron movimientos políticos. Los filósofos políticos, desde Maquiavelo —quien es el gran fundador— y después Hobbes y Rousseau, hablaron de la sociedad en términos políticos.

La visión socioeconómica empezó realmente a mediados del siglo XIX, casi en el mismo momento en que en Francia y en Inglaterra el problema era cómo pasar de lo político a lo social. En el caso inglés fue un movimiento que se llamó cartismo, que era un movimiento político y que se transformó en un movimiento obrero. En Francia la cosa fue más dramática: en febrero de 1848 hubo una revolución, es decir, una cuestión política; cuatro meses después, en junio, los obreros, los que no tenían trabajo y a los que el Estado les pagaba algo, ya no tuvieron ese pago y hubo una sublevación, formaron barricadas y el ejército atacó; hubo miles de muertos. Entonces, en cuatro meses se pasó de una visión política a una visión social de la sociedad. Creo que eso podría ser dicho también de otras partes del mundo.

Entonces, primero aceptemos la idea de que el mundo en el cual hemos vivido en los dos últimos siglos no es la situación normal o el fin de la historia —como decía alguien—. El tema no es fácil, porque es el de pasar de movimientos sociales a los que llamo movimientos culturales, o a la sociedad que se piensa toda en términos culturales. La razón es la siguiente (y es algo que está pasando ahora): durante los dos siglos de sociedad industrial, el tema principal es el de los obreros, más y más numerosos, y el de los propietarios, los patrones. Si usted considera la vida de los europeos en el siglo XIX, en la vida de un hombre no cambió casi nada, hasta que al final de esa centuria se empezó a fabricar de manera industrial. Empezó una transformación cultural en esa época, cuando la política estaba orientada básicamente a favor o no de los trabajadores.

¿Qué pasó, primero en Estados Unidos, después en Europa y en otros países? Que, al lado de la producción en masa, se desarrolló un consumo en masa, un sistema de comunicaciones en masa, la creación de imágenes a través de los media, etcétera. Entonces un obrero del siglo XIX se sintió amenazado. Ahora estamos en un mundo globalizado, movilizado, en el que yo, individuo, me siento perdido, me atacan por todos lados: pierdo mi identidad, soy no una experiencia global, sino una serie de imágenes de mí mismo, de incidentes. El problema es que soy solamente en el momento actual, hablando y escuchando un programa de televisión, y no hay ninguna relación entre los dos: soy diez personas, entonces no soy ninguna cosa.

El tema que tenemos en todas partes es que estamos perdiendo la unidad en nuestra diferencia, y entonces estamos todavía tratando de mantener derechos cívicos, civiles y sociales, pero también debemos tener derechos culturales, religiosos, lingüísticos, alimenticios.

Lo que pasa es que no tenemos una personalidad, si acaso una parte de nuestra experiencia determinada, definida en términos de luchas sociales; no tenemos aspectos sólidos —la familia, la tradición, los alimentos, etcétera. No, estamos transformados en todas partes, no hay un núcleo central, no hay alma, ni Dios, por supuesto.

¿Qué podemos hacer? Hay un cambio fundamental, en mi opinión, que se ve —porque no estoy tratando de hacer una teoría, sino tratando de definir lo que está pasando—: el individuo trata de tomar conciencia de tener el derecho de ser un individuo, y cuando el individuo habla de sí mismo, un individuo con derecho de ser individuo, estamos hablando de la definición del sujeto.

Como individuo, sí estoy atacado por todas partes, pero voy a defender mi derecho de tipo universal —porque obviamente le debo reconocer el mismo derecho a cada individuo—; contra la globalización hay algo superior, que es la universalización de los derechos. Es entonces cuando el sujeto, esencialmente, se define como un ser que tiene derecho a tener derechos —aquí retomo la fórmula de Hannah Arendt.

Cultural significa relacionar todo con mi experiencia global y con los mismos peligros de antes —la organización de los ciudadanos puede terminarse en el Terror francés; el movimiento obrero puede terminar en el leninismo. Entonces, los derechos culturales pueden transformarse en un comunitarismo agresivo, de un tipo de limpieza étnica donde no hay minorías, lo que creo es un totalitarismo nuevo.

AR: ¿Qué tipo de acontecimientos o procesos pueden mostrarnos con claridad este cambio cultural?

AT: Hay que ver los años sesenta en América y en Francia, básicamente. En París se hablaba mucho de sexo, de la juventud, y todo eso es básicamente cultural. La dificultad, en los casos francés y americano del 68, es que esta motivación, este movimiento, esta preocupación fundamental no tiene vocabulario, no tiene partido, no tiene expresión política, y utiliza el vocabulario que existía antes: el discurso marxista o el anarquista. Fue vino nuevo en botellas antiguas. A pesar de desaparecer rápidamente, ese movimiento más cultural, tipo Nanterre, en La Sorbona, ha tenido efectos en casi todos los aspectos de la vida francesa, salvo en la universidad, que se quedó al margen.

Si vemos hoy el programa del Parlamente en Francia, primero se prepara el presupuesto, transforma decisiones europeas en leyes francesas, y el resto del tiempo se habla de homosexuales, de las minorías, de cómo dar más autonomía a las culturas pero manteniendo una ciudadanía para todos, etcétera. Yo diría que mientras en la sociedad industrial el problema central es el de obrero-empresario, el problema de nuestra sociedad es mayoría-minoría.

AR: Usted también realiza una reivindicación del individualismo, término que no agrada a muchos.

AT: Yo utilizo mucho la palabra individualismo, pero ¡por favor!, hay que evitar un malentendido: individualista no significa “yo me quedo aquí en mi sillón, viendo la televisión, y que todos vayan al diablo”. No, es absolutamente lo contrario. Hoy los movimientos humanitarios dan cuenta de que hay cientos de miles, millones de gentes que son abandonadas por ser de tal etnia o de tal región, y la vieja idea de los derechos humanos —que había sido abandonada en el siglo XIX porque eran “derechos burgueses”— ha vuelto: todo mundo habla de derechos individuales, pero universales. El gran debate hoy es: ¿usted cree que hay que mantener esta idea de que hay un aspecto universal? Allí está el multiculturalismo. Los ingleses, que tal vez fueron los más multiculturalistas, cuando alguien de una de las otras culturas lanzó bombas en el metro de Londres, lo pensaron mejor.

Creo que el problema es bastante sencillo, hay dos ideas que tienen que ser totalmente reformuladas: la primera es que la modernidad, la razón, el universalismo pertenecen a un país o a un conjunto de países: nosotros, americanos, franceses, somos lo universal; ustedes, los particularistas, vengan, los vamos a educar y mientras tanto vamos a tener que gobernar su casa.

La otra es la visión insoportable del multiculturalismo total: si tú eres swahili y yo noruego, no podemos conversar, porque lo evidente es que tú me vas a matar.

Yo diría, de manera más global, que cualquier actitud, cualquier teoría que aumente la polarización es completamente contradictoria con la tendencia actual, en la que el problema es que podemos combinar la unidad de la ciudadanía con la pluralidad de las culturas. Eso solamente es posible si estamos lo menos polarizados, lo menos opuestos los unos a los otros. Eso señala la enorme importancia del tema de la comunicación con el otro.
AR: ¿El enfoque cultural de la sociedad contradice las anteriores visiones de la sociedad?, ¿es más igualitarista?

AT: La idea es que hay un enfoque cultural de ver a la vida social, como hubo una época con un enfoque socioeconómico y uno político. Pero eso mantiene la base general. Estos paradigmas no son opuestos los unos a los otros totalmente, porque siempre el poder político, el poder económico, el poder cultural tienen muchas vinculaciones entre ellos.

Esa es la idea. Agrego una cosa, pero que no es al mismo nivel: hay una resistencia grande que todos hemos visto desde hace 50 o 70 años: grandes movimientos feministas que eliminaron, hasta cierto punto, las desigualdades, la falta de derechos de la mujer, con la idea de igualdad.

¿Hay más igualdad? No estoy tan convencido, porque las grandes desigualdades se mantienen y a veces aumenta la gente excluida, la gente marginada, que son extranjeros y migrantes. Pero, sin embargo, lo que yo pienso, porque he visto los grandes progresos de la igualdad, es que ha pasado una cosa distinta: las mujeres no han tenido derecho a la subjetividad. Una mujer musulmana, que me contaba su historia de vida —que era muy dramática— finalmente dijo a sus compañeras: “Miren, me doy cuenta de que hoy, ahora, por primera vez en mi vida, he dicho yo”.

Eso significa que el individualismo es la manera de encontrar la subjetividad dentro del individuo. Entonces hay un afán de crear una cultura no de mujeres, sino una cultura en la que haya ese derecho a la subjetividad, y las mujeres precisamente imaginan —en el sentido que da Castoriadis a la palabra— una sociedad que se define por su voluntad de reintegrar los elementos que fueron polarizados por los cinco siglos de dominación masculina. Eso me parece fundamental, porque a nivel educativo, a nivel de las ideas morales, el gran tema es cómo se puede construir una sociedad que sea capaz de unir y no separar, integrar y no desintegrar. Y las mujeres con las cuales trabajé, me dijeron una cosa fundamental: para nosotras no es escoger entre vida privada y vida pública, sino combinar vida personal y vida pública. Esta división de la reintegración ha tenido, en mi opinión, progresos importantes, y en lugar de que las mujeres intenten acercarse a los hombres, son los hombres quienes intentan —con dificultades pero no con hostilidad— acercarse a las mujeres. Por eso digo que no hay un movimiento hacia la igualdad: hubo una sociedad de hombres, pero ahora —lo siento mucho— es una sociedad de mujeres, pero no necesariamente antimasculina —lo que sería ridículo.

Yo escribí un libro sobre la mujer, precisamente, donde decía que esta tendencia que yo había estudiado a nivel global, de este modelo cultural más que un paradigma puramente social, se expresa en términos de agentes sociales, más en mujeres que en hombres. En mi opinión, hace 50 años se decía la mujer es una víctima, hay que protegerla —lo que es absolutamente cierto—, pero hay que decir que las mujeres están haciendo más por ello. Eso es solamente una parte, pero que tiene una enorme importancia.

AR: Además de las mujeres, ¿qué otras categorías sociales son importantes?

AT: Es un problema del mismo tipo el de los jóvenes, de los pobres, de los muy pobres, de los viejos, de los muy viejos. Creo y espero que la categoría de edad desaparezca; es un tema muy importante en términos de política social, pero es una forma de segregación. Yo creo que estas categorías de sexo o género, de origen social, etcétera, tienen que perder terreno frente a la capacidad del individuo de autotransformarse en sujeto.

AR: Actualmente se conmemoran los cuarenta años del 68 tanto en Francia como en México. En ese sentido, usted es el autor clásico de los movimientos sociales. ¿Cómo observa hoy, a grandes rasgos, los movimientos sociales?

AT: Cuando he dicho “no hay más movimientos sociales” es porque éstos fueron movimientos sociopolíticos, socioeconómicos y socioculturales. Lo que pienso es que uno no puede considerar hoy día el movimiento obrero como el movimiento de base, como lo fue durante tantos años, como lo fue en la sociedad industrial, cuando aquel movimiento era central. Pero hoy no es así, especialmente en México, donde yo creo que hay muy poco entusiasmo para un sindicalismo manipulado por el Estado. Entonces hay que hablar más de movimientos culturales.

AR: En el libro hay algunas anotaciones sobre la escuela. ¿Qué cambios debe haber en ella para formar al sujeto actor social y sujeto personal que usted señala?

AT: La escuela y también la familia. Son problemas inmensos. Hay que pasar de una escuela que transforma al joven en un ciudadano, la escuela de la socialización, a una escuela que intenta formar jóvenes que sean capaces de acción autónoma. Eso significa no solamente libertad, sino interiorizar la autoridad.

Lo que es difícil en los sistemas educativos en general es que están orientados hacia la sociedad; su función social no les da la capacidad de ayudar al joven a construirse a través de su religión, de su comportamiento sexual, de su idioma, etcétera. Aquí es donde vemos que el viejo sistema se va para abajo, y que hay muchos jóvenes que están perdidos. Eso es un problema.

La educación tiene que ser pensada de nuevo. Hay algunos casos en los que lo ha sido, por supuesto, pero los resultados son muy inciertos. Una cosa que para mí es muy frustrante: en muchos países es absolutamente cómodo encontrar métodos de anticoncepción. Se explica a los jóvenes en las escuelas, se ha creado la píldora del día después, todo es fácil, y si se tiene un mínimo de confianza no hay error; pero sí los hay, y muchos, los que no disminuyen, lo que significa que pasar de la libertad al control de sí mismo no es tan fácil.

La gran cosa que hemos aprendido en términos de educación, realmente descubierta por la sociología, es que el tipo de comunicación entre maestros y alumnos crea más o menos desigualdad, pero tiene efectos más grandes que el origen social; por ejemplo, si hay un maestro de historia o química con el que hay una relación directa, los resultados van a ser muy malos; pero si los profesores dicen “somos un grupo que se tiene que comunicar con otro grupo, y nos tenemos que comunicar entre nosotros para que ayudemos a la construcción uno por uno de los estudiantes”, los resultados cambian enormemente. Estoy hablando de los estudios que se hicieron en escuelas públicas, en una región de Burdeos bastante homogénea. Eso indica que las diferencias entre métodos de comunicación tienen más efectos que esta idea objetivizante de si usted nace rico o pobre.



* Esta entrevista apareció en Metapolítica, Vol. 13, núm. 63, enero-febrero de 2009. Reproducida con permiso del director.

miércoles, abril 01, 2009

Crítica de la cultura mediocre. Entrevista con Enrique Serna


Crítica de la cultura mediocre.
Entrevista con Enrique Serna*


Ariel Ruiz Mondragón

La vida de la cultura mexicana tiene en todos sus niveles —desde la academia hasta el medio del espectáculo, del burlesque a la literatura— vericuetos opacos en los que ha sido necesario penetrar para poder apreciar sus miserias y sus riquezas, sus cambios y sus permanencias.

Varios de esos aspectos han sido descritos y analizados, con buen humor, por Enrique Serna en muchos artículos que han visto la luz en diversas publicaciones culturales del país, y que han sido recopilados en su libro Giros negros (México, Cal y Arena), en el que realiza una disección crítica de algunos aspectos oscuros de la vida cultural, política, social y literaria de México.

Sobre ese libro reciente sostuvimos una charla con el autor, con el que abordamos, entre otros, los siguientes temas: los cambios en la disipada vida nocturna de la ciudad de México, los cambios en materia de sexualidad en los años recientes, la condición cultural del mexicano, las transformaciones y continuidades culturales generadas por la democratización y el papel de la literatura en el cambio cultural.

Además, tratamos el papel de la academia en la formación de literatos, los aspectos conservadores de ciertas prácticas transgresoras, los excesos y el dolor en la creación literaria, así como el valor de la contracultura.

Serna estudió Letras Hispánicas en la UNAM, y ha colaborado en diversos medios: Nexos, Letras libres, Crítica y Confabulario, entre otros. Es autor de 6 novelas, dos libros de relatos y uno de ensayos. Ha sido ganador de los premios Mazatlán de Literatura y de Narrativa Colima.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué recopilar los ensayos aquí reunidos y publicarlos en este libro?

Enrique Serna (ES): Porque el periodismo literario aspira a perdurar en la mente del lector, pero es muy difícil desenterrar crónicas y artículos de la hemeroteca. Entonces, precisamente para facilitar esa tarea mis editores y yo pensamos que podía ser interesante para algunas personas publicar este libro; eso ocurrió cuando yo estaba agrupando este material para hacer una selección de las mejores crónicas de lo que he publicado en los últimos 10 años en distintos medios. Me di cuenta que en muchos de ellos había ideas que iban evolucionando de un texto a otro, que las enfocaba con un ángulo distinto, y entonces decidí agruparlas temáticamente para que el lector percibiera esta línea de continuidad.

AR: Al principio del primero capítulo usted dedica algunos artículos al tema de los antros, del paso del antiguo cabaret burlesque a los table dance. Los últimos no le agradan mucho, pero ¿no también es un cambio cultural natural, como usted menciona que ocurre en la lengua, aunque también sea una degeneración?

ES: Desde luego que es un cambio, pero los cambios se pueden hacer hacia delante o hacia atrás, y yo creo que esto es un retroceso en el sentido de que se ha deshumanizado el ambiente; el consumidor de esos antros sale desplumado la mayoría de las veces, y creo que también el trato hacia las chavas es bastante inhumano. Los tugurios de antaño permitían un trato más cercano, más conversación, se podían hacer amistades, y eso lo extraño mucho. Yo creo que además ese tipo de amistades propició, por ejemplo, el surgimiento del bolero en los años treinta y cuarenta. Pensemos, por ejemplo, en Agustín Lara, quien se enamoraba mucho de las prostitutas de los antros donde él tocaba.

Entonces, creo que toda esa tradición es la que yo veo que se ha perdido, lo que realmente me duele; siento nostalgia por eso.

AR: ¿Tendría algún sentido intentar revivir hoy estos espectáculos, el cabaret burlesque?

ES: Sí lo tendría, pero no sé si se pudiera realmente, pues generalmente la mayoría de la clientela de estos antros es de jóvenes. Los que ya pasamos de los 40 nos vamos retirando un poco de la vida nocturna generalmente por motivos de salud, y los jóvenes, que no conocieron nunca esto, tienen otros gustos, entre ellos los musicales (como el reggaetón y horrores parecidos), y además seguramente sienten que los tratan bien en los tugurios actuales, allá ellos.

AR: Otra parte del libro recoge un conjunto de impresiones acerca de la evolución de la sexualidad: la belleza andrógina, la feliz vida en separación de las parejas o la “virginidad relativa”. ¿Cuáles son los principales cambios que encuentra en materia de sexualidad en el periodo en que escribió los artículos?

ES: Bueno, es un periodo de liberalización de las costumbres, que va acompañada, paradójicamente, de una etapa de terror por el SIDA. Éste me tiene realmente muy inquieto últimamente, porque acabo de ver un video en Internet que está circulando mucho, que se llama El mito del SIDA, en el que varios premios Nobel y científicos importantes sostienen que el virus del Sida es una invención, que no existe, que nadie ha logrado aislarlo, que no está comprobada científicamente su existencia, que la prueba del VIH no sirve absolutamente para nada (de hecho, ya en países como Inglaterra no la hacen), y que el tratamiento de los seropositivos sólo contribuye a destruir más su salud. Realmente creo que es algo que debería ventilarse muchísimo más en la opinión pública porque, de acuerdo a la opinión de todos estos científicos, es probable que todo esto haya sido una campaña para beneficiar a las grandes compañías que han patentado las pruebas del VIH, y sobre todo para una ofensiva represiva tremenda, que es la que hemos tenido en los últimos cinco años.

AR: Algo que recorre el libro, que encontré en varios ensayos y especialmente en los últimos, es el de la condición del mexicano: oprimido y dominado, hace suyos el racismo y la discriminación que le son impuestos. ¿Esa condición cultural se puede revertir?

ES: Sí, eso tiene que ver con una opresión histórica. Finalmente hay un trauma y unas heridas que no hemos podido cicatrizar porque creo que las condiciones de marginación y de exclusión permanecen. No puede haber una recuperación de la autoestima mientras esto ocurra.

Yo no pretendo que el mexicano tenga un orgullo patriotero, de sentirse superior a los demás; de hecho, creo que este orgullo enmascara un complejo de inferioridad (y esto no sólo lo he dicho yo, sino mucha gente). Pero lo que quisiera es que los mexicanos no nos sintiéramos inferiores ni superiores a nadie, sino que realmente nos sintiéramos iguales a cualquiera, porque creo que eso es lo que puede contrarrestar esta cultura del autodesprecio, que, por otra parte, le sirve a mucho a las mafias que controlan el poder político y económico en México.

AR: Usted hace en el capítulo “Poderdumbre” una crítica cultural muy severa, la que también alcanza a la misma sociedad en el artículo “Sociolatría”, y hay algún otro donde se muestra decepcionado de que la ciudadanía no haya dado el salto a la mayoría de edad en 2000. ¿Cuáles son los aspectos más críticos que encuentra usted en la sociedad mexicana en términos culturales?, ¿la democratización del país cambió en algo la cultura?

ES: Creo que justamente a partir de la transición a la democracia en 2000 -que muchos creímos que iba a traer un cambio mucho más sustancial en la vida política y social de México- hemos descubierto que un cambio de partido en el poder realmente no significa gran cosa. Pienso que se ha significado, sobre todo, porque ni el gobierno de Fox ni este gobierno se han atrevido a -ni han querido- desmantelar las estructuras corporativas del viejo régimen.

Pero además hay algo peor, y que es algo que ya estamos viendo en todos los campos de la vida social: el priismo no es solamente la ideología de un partido, sino que es una cultura de la cual está impregnada toda la sociedad mexicana: la cultura de la tranza, de que las cosas se tienen que conseguir a través de influencias, de la ilegalidad, que no priva el Estado de derecho en México, de los privilegios de algunas corporaciones sindicales, empresariales, etcétera.

Entonces, esta es una cultura que se ha extendido a los demás partidos; o sea, hay priismo en el PRD, hay priismo panista, de manera que nos estamos enfrentando a un problema que está metido dentro de la propia sociedad. Es un problema educativo y un problema cultural.

Superarlos es la principal campaña que debe enfrentar la sociedad en un proceso de autoregeneración; por supuesto, tiene que empezar por ser mucho más exigente en la rendición de cuentas con los gobernantes, y tratar de construir partidos que verdaderamente representen nuestros intereses y no busquen el poder por el poder, como ocurre actualmente.

AR: En ese proceso de cambio político y cultural, ¿qué papel puede desempeñar la literatura?

ES: La literatura puede despertar inquietudes e inconformidades en algunos individuos. Realmente no creo que pueda provocar un cambio social; pero, al despertar inconformidades, contribuye un poco a que probablemente esos individuos empiecen a movilizarse, a exigir sus derechos, y en ese sentido a lo mejor puede colaborar un poco, pero a largo plazo, no son cambios que se perciban de la noche a la mañana.

AR: Hay un artículo que se llama “La tesis introvertida”, en el que se señala que los trabajos académicos de grado en literatura están más preocupados en metodologías y parámetros que en realidad producir algo de calidad. En ese sentido, ¿cuál es el papel de la academia en la formación de literatos?, ¿qué literatos nos está dando la academia?

ES: Bueno, a pesar de que el mundo académico es una meritocracia en donde generalmente los más pacientes y los más macheteros llegan a terminar sus doctorados, siempre ha habido gente valiosa y creativa en la academia. A mi me tocó verlo cuando era estudiante de Letras; tuve maestros espléndidos que al mismo tiempo eran bueno escritores y ensayistas, como Ernesto Mejía Sánchez, Gonzalo Celorio, César Rodríguez Chicharro y José Pascual Buxó.

Pero también es cierto, desgraciadamente, que el mundo académico es un mundo que tolera y solapa mucho la mediocridad, y una manera de solaparla es darle tanta importancia a la metodología, en lugar de fijarse más en las aportaciones y en las ideas.

Creo que esto no es algo nada más del medio académico nacional. En otro de los artículos de este libro hablo de los estudios de género en las universidades de Estados Unidos y de Europa, los que obviamente también creo que son una gran fábrica de chatarra, porque parten de ideas preconcebidas que tratan de convertir el mérito cívico en un mérito académico, y creo que esto es una prevaricación.

AR: En varios de los artículos también hay una crítica a ciertas actitudes y conductas que podemos pasar por transgresoras, como lo son los swingers, el satanismo, las perforaciones del cuerpo. Pero, ¿cuál es la veta conservadora que finalmente está detrás de estas conductas “transgresoras”?

ES: Creo que es algo curioso de ver: cómo, a veces, la gente que quiere liberarse, subvertir el orden, acaba cayendo en algo más represivo, o se acaba convirtiendo y siguiendo el juego moral que pretendía impugnar.

Esto pasa mucho en el campo de la subversión, de las transgresiones con las drogas, por ejemplo. Hablo mucho de la gente que, al llegar a un punto de su dependencia, empieza a ver su adicción como una penitencia más que como un placer, y a partir de allí esto se convierte en un autoflagelo parecido al que practicaban los santos.

Esto es algo que tiene que ver en parte con mi propia experiencia personal, y también con las experiencias literarias que he tratado de mezclar en este tipo de artículos.

AR: Me llamó la atención lo que anota sobre el autoritarismo que destila el feminismo. ¿Cómo se manifiesta en causas supuestamente progresistas dicho autoritarismo?

ES: La tiene, sin duda alguna, solamente hay que ver lo que han hecho en el ámbito de la Academia: se han apoderado de muchos departamentos, de muchas universidades. Creo que esto es un principio de corrupción dentro de su movimiento. Pero eso no quiere decir que yo sea realmente antifeminista; prefiero mil veces a una mujer inteligente, que trabaja, que una ama de casa sumisa y empalagosa.

Entonces, en ese sentido yo me siento feminista. La crítica que estoy haciendo es a ciertas aberraciones, ciertas desviaciones del feminismo, que creo que redundan en su propio perjuicio.

AR: Usted también hace una reivindicación del dolor, de la pena, de los excesos para los procesos creativos. ¿Cuál es el papel de ello en la literatura?

ES: También comento en otra sección del libro, que se llama “Transgresiones de oficio”, que yo realmente no creo en el mito del artista bohemio. Creo, por supuesto, que la vida hay que disfrutarla –he tenido épocas de ser un parrandero bastante fuertes-, pero para hacer literatura hay que tener la mente lúcida. Entonces, esa idea que pasa mucho en los medios de la contracultura, de creer que el simple hecho de asumir una posición transgresora tiene un valor estético, creo que es falsa. Lo vemos a cada rato; cito ejemplos como el grupo Molotov, que hacen una canción donde dicen “Puto, puto, puto…”, y eso lo tratan de vender como una innovación interesante.

Yo creo que hay que tener dentro de la contracultura la misma autocrítica que se pone a sí misma la alta cultura.

AR: En esa dirección, ¿qué valor le otorga usted a la contracultura en el panorama cultural del país? En el libro hay algunos señalamientos.

ES: Creo que ha tenido el valor de remover las aguas estancadas, de poner en tela de juicio las distancias entre la cultura popular y la alta cultura. En México ha sido muy nefasto que haya este abismo que en otros países de Latinoamérica, como Brasil, se ha borrado: algunos de los mejores poetas brasileños han sido compositores de música popular, como Vinicius de Moraes, Caetano Veloso o Chico Buarque. Eso es algo que beneficia mucho a la canción.

En México no pasa eso; yo creo que le haría mucha más falta que hubiera buenos novelistas que fueran pianistas, buenos poetas que fueran compositores de música popular, etcétera, que se dieran más esos vasos comunicantes. Y eso es algo que ha propuesto en México, sobre todo, la contracultura, porque la alta cultura se pone de mamona y de establishment cultural que no quiere mezclarse nunca con el pueblo; esto lo tenemos por haber tenido esta cultura de élite, de cenáculo, que auspiciaron mucho intelectuales que tuvieron una conciencia de liderazgo cultural y de vivir en minoría.

Entonces, en ese sentido la contracultura sí ha aportado cosas muy interesantes, por ejemplo en la narrativa, como en la novela de José Agustín; varias de sus obras abrieron una enorme avenida para todos los escritores que vinimos después. Basta comparar eso con la forma en que escribían los escritores de la generación de la llamada Casa del Lago, a quienes les daba como pena decir que salieron a la calle de Insurgentes, o que tomaron un taxi en avenida Obregón. Como que tenían el temor de que iban a parecer provincianos si hacían un retrato fiel de su circunstancia, y esto creo que era una situación muy absurda.

Con esto rompió –creo que muy acertadamente- José Agustín, quien además liberalizó el uso del lenguaje coloquial. Pero también he notado, por ejemplo, que el público lector mexicano es mayoritariamente muy conservador: la novela histórica es un género mucho más leído que cualquier otra novela. Yo comparo, por ejemplo, entre mis novelas El seductor de la patria y Fruta verde; la primera es una novela histórica que mucha gente va a leer porque siente que al mismo tiempo se está educando, mientras que la otra es una novela intimista que aborda el tema de la homosexualidad, y de la que yo sabía desde el momento de publicarla que iba a tener muchos menos lectores.

Pero creo que hay que insistir en esos temas, aunque uno quede confinado en público minoritario, porque son los que le pueden abrir ventanas a la gente.

AR: Por otro lado, ¿qué excesos encuentra en la contracultura?

ES: El de ser demasiado indulgente consigo misma, y el caer en la ramplonería.


* Una versión más breve de esta entrevista fue publicada en Milenio semanal, núm. 594, marzo 9 de 2009. Reproducida con permiso de la directora.