miércoles, diciembre 16, 2009

La edición como necesidad vital. Entrevista con Jorge Herralde


Bibliálogos
La edición como necesidad vital
Entrevista con Jorge Herralde*

Por Israel Covarrubias y Ariel Ruiz Mondragón

Fue en el otoño de 1967 cuando, durante la revisión de unos libreros de la Agencia Literaria Carmen Balcells, Jorge Herralde halló súbitamente el nombre que daría a su proyecto editorial: Anagrama, una aventura que inició formalmente sus actividades un par de años después. Con el paso del tiempo, el catálogo de la editorial se fue acrecentando tanto en número como en calidad: ya en el umbral de los 40 años, ha publicado alrededor de dos mil 500 títulos de autores cuidadosamente escogidos y esmeradamente editados (muchos de ellos traducidos a nuestro idioma), además de contar con sendos premios de ensayo y novela que se encuentran entre los más prestigiados de la lengua española.

A través de los años Anagrama se ha consagrado como una editorial que ha logrado conjugar en su catálogo la creación literaria con la reflexión política y social, al mismo tiempo que ha conservado su independencia y su calidad frente a los monstruosos corporativos multimedia que reinan en el ámbito del libro.

Fue sobre algunos aspectos relevantes de esa intensa labor de cuatro décadas y sobre algunos temas abiertos por la lectura de su libro Por orden alfabético, que conversamos con Jorge Herralde, una charla en la que se habló de los orígenes de Anagrama, de la labor de resistencia del editor, de la importancia de la crítica y de la traducción en la producción editorial, de los avatares mercantiles de la edición, del papel de las editoriales independientes, su relación con los autores y los libros más representativos de Anagrama. De ello, hay una conclusión: para él, editar ha sido una necesidad vital.

Herralde ha obtenido una gran cantidad de premios: el Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural (1994), el Reconocimiento al Mérito Editorial de la Feria Internacional de Libro de Guadalajara (2002), el Premio Nazionale per la Traduzione del Ministero per i Beni Culturali (2003). También recibió la distinción de Oficial de Honor de la Excelentísima Orden del Imperio Británico y el Premio Grinzane Cavour (2005) y fue nombrado Commandeur del’Ordre des Arts et des Lettres, en Francia (2006), entre muchos otros reconocimientos.

Israel Covarrubias (IC): Al cumplirse 40 años de intensa labor editorial, podemos empezar la charla en función de una idea que conoce usted muy bien: la de Roberto Calasso sobre lo que es una editorial, en la que todos los libros del catálogo son títulos de un único libro. En función de esta historia de ya 40 años, ¿qué libro ha producido Anagrama?

Jorge Herralde (JH): Un libro vasto, completo, unitario. Calasso diría que los malos libros son como los malos capítulos de una novela. Yo confío que en Anagrama hayan pocos malos libros.

En Buenos Aires, donde estuve no hace mucho, he dado una conferencia sobre el oficio de editar, y dije que, para no aburrirme a mí mismo más hablando de la metáfora de la ciudad y del catálogo como novela o como libro –que es una idea que compartimos con Calasso, con Christian Bourgois y con muchos editores literarios-, propongo una más urbanística, que es el catálogo como ciudad. Entonces estuve hablando de los títulos de Anagrama y sus autores, cómo formaban avenidas, monolitos; hablaba de la sonrisa presidida por Wodhouse, rematado por la sociedad de la carcajada de Tom Sharpe, la sinagoga de Harold Bloom, el campo de béisbol de Paul Auster, y todo un juego relacionando a los autores de Anagrama en una visión urbanística.

Ariel Ruiz (AR): Sobre los primeros años de Anagrama, ¿por qué surgió esta editorial?, ¿qué es lo que distinguió a Anagrama de otras editoriales? En su libro habla, por ejemplo, de Pepe Martínez y Ruedo Ibérico, de Carlos Seix Barral, de Javier Pradera en Alianza Editorial y algunos otros. En ese medio, ¿qué necesidad había de que surgiera Anagrama y que la distinguiera de esos y otros sellos editoriales?

JH: Yo diría que una necesidad, si quieres egoísta, pero una necesidad vital: lo que yo quería hacer era dedicarme a la edición en tanto que lector que quiere propagar sus entusiasmos en unos momentos muy determinados de gran efervescencia política y cultural —son los años de la contracultura, del mayo francés, de la oposición a la guerra de Vietnam y tantísimos otros movimientos—, de nuevas corrientes de pensamiento: el estructuralismo, la antipsiquiatría, el marxismo, entonces ausentes de la bibliografía en España.

Pensé que era necesario incorporar todo esto y dar cancha a la izquierda heterodoxa. Había editoriales de amigos, pero ocupábamos distintos segmentos de la izquierda: estaba, por ejemplo, Cuadernos para el diálogo, que era una editorial de Madrid, que estaba con nosotros en el grupo de Distribuciones de Enlace, y que ocupaba el espacio de la democracia de izquierda y del socialismo; también estaba el grupo de Península y de Vicent Santadot de Castellet que era el catalanismo y el marxismo; estaba Laia, que era el eurocomunismo. Entonces yo opté por la heterodoxia, y entonces se ve en el catálogo de Anagrama que aparecen desde Bakunin, el Che Guevara, Mao Tse Tung, Rosa Luxemburgo y los situacionistas franceses. Todo esto da un perfil…

AR: Después también el llamado Grupo de los Invisibles, que venían de la Autonomia Operaia italiana…

JH: Esto fue más tarde. También salieron textos de Il Manifesto, de Rossana Rosanda, en los Cuadernos de Anagrama, que era todo un espectro de textos libertarios. En Anagrama era donde se había reunido la gran familia heterodoxa.

IC: Al respecto, cuando habla de esta gran familia de heréticos y disidentes, ¿se puede decir que, parafraseando a Albert Camus en El hombre rebelde, son aquellos que dicen “no” para decir “sí” como una forma de resistencia?

JH: Exacto. Aparte de El hombre rebelde Camus tiene una pieza de teatro, su primera pieza, en la que hay un personaje que no habla en toda la función, y de repente dice la última palabra que es: “no”.

IC: Entonces, si ese “no” es para decir un “sí”, ¿a qué cosa usted ha dicho “no” para construir un “sí” biográfico y editorial en estos 40 años?

JH: Mira, la certeza del “no” es mayor que la del “sí” (risas). Es el “no” contra el franquismo, es el “no” contra la dictadura, el “no” contra la moral burguesa, el “no” contra las religiones; entonces, apuestas por una mayor libertad, con ideas utópicas, como la del “hombre nuevo” en Cuba —que luego resultó un desastre. En todo caso, es más grande el rechazo que la creencia en unas utopías determinadas o, en algunos casos, con voluntad de creer, pero al mismo tiempo con una distancia crítica al respecto.

AR: En el libro usted da mucha importancia a la crítica literaria; en ese sentido, me llamó la atención lo que usted recupera de Julian Barnes, quien dice que el crítico no es un escritor fracasado, sino más bien un crítico fracasado (risas). Reproduce muchos de los juicios críticos a favor o en contra de sus libros. ¿Cuál ha sido el papel de la crítica en el desarrollo de Anagrama?

JH: Los buenos críticos son los aliados naturales de los editores literarios, para que hagan, un poco, de caja de resonancia. Es decir, todo buen libro que no ha sido un producto del marketing se lee a través del boca a boca o del boca a oreja. Para propiciar esto, es necesario que esté presente en buenas librerías, apoyado por buenas críticas, por buenos suplementos y buenas revistas, para que a partir de esta suma de impactos se propicie el boca a boca. Por lo tanto, es muy importante la buena crítica.

Por ejemplo, la colección Contraseñas, que empecé hacia finales de los setenta y que es una colección de literatura marginal, salvaje, forajida (así la etiquetaron), estuvo muy apoyada por determinado tipo de revistas contraculturales, pero vista con cierta displicencia por la crítica más consagrada.

Es importante la crítica; lo que pasa es que ahora ha habido un deslizamiento global respecto al menor espacio dedicado a la crítica. En general, en las revistas y en los suplementos culturales se va achicando el espacio de la crítica. La función del mandarinato, que tuvieron determinados críticos en suplementos —por ejemplo, hace unos años en El País Rafael Puente fue como el pope oficial, y unos años después lo fue Ignacio Echevarría— está mucho más difuminado y tiene menos espacio.

Por otra parte, ha habido muchas entrevistas a los escritores, que a veces son más útiles, debido a que el lector de suplementos es un lector ya muy determinado; mucha gente hojea el suplemento y lo tira, como yo tiro el del motor o el de vivienda. En cambio, en las páginas normales del periódico el lector se encuentra con una entrevista con un escritor; por eso son muy importantes las entrevistas.

Pero ahora estamos en un momento —hablo de España, pero también de otros países— en el que hay una crisis económica cierta, también una crisis de la publicidad —hay menos publicidad como consecuencia de la crisis económica—, y hay una tendencia a recortar el espacio de los libros en la cultura diaria, por lo que cada vez hay menos entrevistas. Desde hace uno o dos años, hay una banalización progresiva y una tendencia a convertir los periódicos y sus secciones culturales en una suerte de suplemento dominical: textos breves, muchas fotos, etcétera. Por ello hoy estamos luchando contra una tendencia banalizadora.

IC: Una de las cosas que llama poderosamente la atención del catálogo de Anagrama es la función central que le ha dado a la traducción en general: inglés, francés, italiano…

JH: Más o menos una proporción casi aritméticamente exacta, es de dos tercios de traducciones y un tercio en lengua española.

IC: ¿Eso significa, quizá, diseminar en la propia lengua una serie de polos culturales, de referencias “otras”?

JH: Sí, y que me parece fundamental.

IC: ¿Qué significado tiene hoy, cuando precisamente pareciera que el espíritu de los tiempos va, en gran medida, a contracorriente? Por ejemplo, en Estados Unidos se traduce muy poco.

JH: Un mínimo, y en Inglaterra es igual; pero en otros países no.

IC: Sí; salvo este polo cultural —llamémosle anglosajón—, ¿qué futuro le depara a la traducción?

JH: Me parece que históricamente, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido, la traducción ha sido siempre muy escasa. También tienen literaturas muy potentes. En Inglaterra, por ejemplo, han ido absorbiendo toda la literatura angloindia, las llamadas literaturas angloexóticas. Pero esto va en regresión; es decir, por esta percepción creciente de decir “el lector americano y el lector inglés son reacios a las traducciones”, ahora en principio se traduce poco, que en general son los libros más comerciales, con excepciones gloriosas como Roberto Bolaño, quien, con Los detectives salvajes, es a la vez un éxito de crítica y de ventas. Pero es la excepción de los últimos 20 años, quizá.

Pero si yo soy patriota de algo, es de la buena literatura, independientemente del lugar donde se produzca. Un papel central de la edición es precisamente la incorporación de la mejor literatura internacional a la lengua de su país, en este caso de España y América Latina. Esto sucede en lengua española, pero también, por ejemplo, en Francia, que es el país de la gran tradición de traducciones y de la gran acogida de literaturas orientales. También ha sido un país que ha acogido a muchos exiliados políticos, y que ha tenido muchos autores japoneses, chinos —los he leído en francés.

Pascal Casanova, en un libro llamado La República Mundial de la Letras, que publiqué hace años y que me parece un análisis excelente, dice que ahora la gran puerta de la literatura está en Estados Unidos y Gran Bretaña; pero ese papel, que podría ser central, no lo es porque no traducen. En cambio, está Francia, país que, después de siglos de gloriosa literatura, ahora tiene un papel menor, pero que, en cambio, sigue siendo donde se traduce más y donde se produce el prestigio internacional de los escritores. El triunfo en París es determinante también para la irradiación internacional.

AR: En el libro usted hace una síntesis de los análisis de Pierre Bourdieu sobre la industria editorial, en los que habla del libro como mercancía y significación, lo que hace del editor un personaje doble que tiene que conciliar el arte y el dinero. Bourdieu daba una conclusión pesimista, ya que decía que el crecimiento del capital literario lleva hacia el polo comercial, y que lo único que puede hacer el editor es ralentizar ese desplazamiento. ¿Cómo ha conciliado estos dos polos, el artístico y el comercial?, ¿ve inevitable ir al polo comercial?

JH: Yo creo que no necesariamente, y prueba de ello es que estamos en esta entrevista. Es decir, hay espacios de resistencia en determinadas editoriales, en muchos países y en determinadas librerías imprescindibles para ello. Comparto en cierta manera el pesimismo de Bourdieu y el pesimismo de André Schiffrin, gran amigo mío, con quien estuve discutiendo en televisión, porque él es más pesimista que yo, quizá por su trayectoria profesional, ya que lo expulsaron de su editorial y creó otra, New Press. El ejemplo de New Press, que quiere hacer más general, es muy atípico: ha conseguido dinero de una serie de fundaciones de Estados Unidos, las que son mecenas suyos. Pero esto no es fácil ni extrapolable, frente a lo cual yo discutía que existen buenas editoriales independientes y muy literarias en todos los países —no muchas, pero sí unas cuantas—, que hay buenas librerías sin las cuales nuestro trabajo sería mucho más difícil, porque si tuviéramos que vender todo en grandes superficies, un 99 por ciento de nuestro catálogo desaparecería. Pero mientras persistan los buenos libreros, mientras se mantengan esas editoriales y mientras haya buenos lectores, existirán.

También hay mucho lector no habitual, que compra libros porque es el Premio Planeta o porque se pone de moda Dan Brown, y que en su círculo de amistades, que no es muy leído, son temas de conversación. Pero creo que la mayoría son no lectores o neolectores que antes no leían; es decir, el nivel de alfabetización, educación, de grados universitarios, han propiciado un mucho mayor número de lectores, aunque muchos de ellos son los que Hans Magnus Enzensberger denominaba “analfabetos funcionales” —es decir, que podían leer y escribir, pero para cosas prácticas, no interesados por la literatura.

También hay una cosa que me hace mucha gracia de Umberto Eco, quien habla de la “alfabetización distraída”, del que lee por internet, y con una atención esporádica que tiende por sí misma al poco tiempo, que no es la lectura con la concentración necesaria.

IC: Siguiendo con esto, y so riesgo de ser un poco fatalistas, pareciera que, como forma de resistencia en no nada más la producción de libros sino en otras expresiones culturales análogas, hay siempre este revival por hacer cosas no para paliar la crisis, sino precisamente para resistirla de un modo más amable. Esta es, en ocasiones, la aventura de muchas pequeñas casas editoriales que editan independientemente. En este caso, ¿qué significa hoy editar independientemente, o ser editorial independiente?

JH: Es una palabra muy manoseada. La expresión “editorial independiente” es en realidad un concepto discutible, porque miles de casas independientes no tienen el menor interés literario ni cultural, sino que se dedican a publicar libros sobre la cría del conejo, por ejemplo, y son independientes. Pero yo diría que es más la edición cultural vocacional lo que quizá podría definirla mejor. A veces yo he discutido esto con capos de los grandes grupos en España, quienes se enfadan mucho con la editorial independiente.

En realidad, el diagnóstico final es muy sencillo: es el típico animal estrábico con un ojo en la cultura y con un ojo en el comercio. Ahora su ojo va mucho más al comercio, y el catálogo es absolutamente distinto que el que mira la cultura. Entonces, casi diría: dejémonos de etiquetas y analicemos catálogos; es decir, el catálogo es el que dice la verdad, y su análisis por alguien que conozca el estado literario del momento es inapelable.

El catálogo no miente; el editor y el analista pueden hacer toda clase de acrobacias lingüísticas más o menos brillantes sobre su trabajo, pero finalmente el catálogo dice la verdad.

AR: Schiffrin, al que usted mencionó, ha denunciado la tendencia casi monopólica de grandes grupos no sólo editoriales, sino multimedia, que se han apropiado de editoriales —han comprado muchísimas—, proceso que está muy bien descrito en su libro La edición sin editores. En ese sentido, ¿qué futuro tienen esas editoriales llamadas independientes en este medio que va a la monopolización?, ¿usted ha recibido alguna oferta de algunos de esos grupos para hacerse de Anagrama?

JH: Anagrama empezó a recibir ofertas de grandes grupos desde finales de los ochenta, cuando empieza el proceso de monopolización, y es lógico que se hiciera. Es lógico que una editorial con unos autores y una implantación como Anagrama, sea el objeto del deseo de grandes grupos que buscan permanentemente expandirse e ir comprando sellos, como han comprado Seix Barral, Destino, Sudamericana y Joaquín Mortiz. Eso está en su lógica empresarial.

Lo que pasa es que siempre me he negado, porque siempre he podido hacer el tipo de edición que yo quería hacer. De cuando en cuando hay algún zarpazo y nos quitan un autor con unos anticipos imposibles de igualar; pero también a veces vienen autores de grandes grupos, descontentos por el tratamiento y el hábitat al que están confinados. Hay un caso muy clásico que es Ricardo Piglia, publicado en Planeta y Seix-Barral, que se ha pasado a Anagrama, y ahora tenemos toda su obra.

Parecía que a finales de los años noventa ya el campo de juego estaba determinado, y que de una vez por todas habían tres o cuatro grandes grupos editoriales, unas cuantas editoriales independientes veteranas, y casi nada más —si acaso, algunas que empezaban—. Pero el tema más significativo de esta primera década del siglo XXI es la eclosión de numerosas editoriales independientes en España, Argentina, Perú, Italia, Francia, lo que también es una cosa estructural: los grandes grupos dejan espacios porque van a buscar la máxima rentabilidad; entonces, buena parte de estas nuevas editoriales están condenadas a la excelencia y a la autoexploración. Muchas de ellas se están nutriendo de títulos ya publicados de grandes autores hace 20, 30 o 40 años, publicados por grandes grupos pero que éstos consideran poco redituable su reedición y los descatalogan, y los vuelven a publicar las nuevas editoriales, que no necesitan vender 10 mil ejemplares, sino que con dos mil ya dan saltos de alegría.

Como es normal, estas nuevas editoriales —ahora en España han salido unas 50— quizá en 20 años sólo sean cinco. Cuando yo empecé Anagrama, fundamos Distribuciones de Enlace, en la que cinco desaparecieron, y luego otra, Lumen, se vendió a Randomhouse; como independientes persisten Anagrama y Tusquets.

AR: Otro aspecto interesante de los editores es la relación con los autores. Recuerdo haber leído a Mario Muchnik, quien, cuando sus escritores se iban a otra editorial, rompía relaciones con ellos. En su libro usted plantea dos posiciones ante ese problema: la de Korda, quien era amigo de los autores, y la de Entreguí. ¿Usted cuál prefiere?

JH: Yo, obviamente, por la de Entreguí, quien dice, si bien recuerdo: “también en el amor, estadísticamente, la mayoría de las veces se rompe una relación y se empieza otra, y no por ello la gente deja de enamorarse y de unirse”, aunque él pueda presumir que estadísticamente tendrá un tino, como decía Frederic Beigbeder en un libro suyo que se llama El amor dura tres años. Bueno, puede durar más, pero estadísticamente no dura tanto. Entonces, si tuvieras en cuenta que la amistad con un autor se puede romper —de hecho se rompe—, mutilarías una relación muy enriquecedora. Naturalmente, lo que pasa si luego un autor deja la editorial en la que se le ha descubierto y se le ha animado, y de repente tiene una de esas ofertas tipo El padrino, imposible de rechazar, obviamente a uno le duele y lo entiende, pero la amistad se debilita. El trato profesional se convierte en amistoso, pero sin el soporte profesional la amistad se debilita.

También está otro tema muy doloroso: cuando dices “no” a un escritor que nunca has publicado, pues le resulta muy doloroso, pero menos que si le has publicado uno, dos o tres libros, lo cual para él es un trauma y para el editor es muy desagradable —lo más desagradable, quizá.

Pero éstos son gajes del oficio que funcionan en ambos sentidos.

IC: Para seguir con la cuestión de los autores, ¿hay algunos autores que se haya lamentado de no haber publicado, que usted mismo los haya andado persiguiendo pero nunca quisieron publicar en Anagrama, porque no se pudieron conseguir los derechos de traducción o porque llegó uno de estos holdings editoriales que puso una cantidad millonaria y se lo llevó?

JH: De entrada diría que, con casi 3 mil títulos y con este arsenal de autores tan impresionante, mi grado de bulimia en ese sentido ha quedado bastante saciado. Ahora sí: por ejemplo, a mí, que fui un ferviente lector de Borges, del que había leído todo, me hubiera encantado publicarlo; hubo un momento en que Whiley, el famoso agente, consiguió los derechos y, sabiendo de mi gusto literario, me propuso la edición. Él no había analizado correctamente el estado de los contratos; vino a Barcelona, estuvimos hablando y le dije: “A menos que los contratos hayan caducado, que no creo, Borges está publicado por Emecé y por Alianza”. Entonces, finalmente tuvo que negociar con estas editoriales la renovación de los contratos de Borges; en otros países los derechos no estaban tan atados, como en Italia, por ejemplo, pues mi gran amigo Roberto Calasso logró publicar a Borges, porque éste —que siempre ha sido un autor minoritario, y en traducción mucho más— había sido poco vendido en Italia. En cambio, en España y en América Latina, aunque nunca fue un best seller, sí es un autor importante que lógicamente todo editor quería retener.

AR: De los alrededor de dos mil 500 títulos que ha publicado, ¿cuáles son los cinco títulos más representativos de lo que ha sido Anagrama?

JH: Esa es una pregunta que no debería contestar, pero lo haré, como ya lo hice hace unos meses en Princeton, donde nos invitaron a varios editores. Uno de los temas que debíamos contestar era el de los cinco títulos más representativos de la editorial, y yo dije: “¿Cinco? Con un suplente, para que sean seis.” Dije que a menudo no eran mis libros preferidos de los autores, pero sí los que simbólicamente son más importantes respecto a esos autores y a la editorial.

El primero es Detalles, de Hans Magnus Enzensberger, el primer título de la veteranísima colección Argumentos, que aún está en activo. He publicado unos 20 títulos de Enzensberger, que era un autor de una agudeza absolutamente extraordinaria, muy personal, muy a contracorriente y a menudo muy polémico. Me parece un autor simbólico de lo que pretendía la colección Argumentos: antiacadémica, donde la imaginación crítica estuviera presente. Y por otra parte él, que leía español y lo hablaba porque estuvo mucho tiempo por América Latina —en Cuba fue incluso traductor de Vallejo, García Lorca y Neruda, por ejemplo—, fue miembro unos años del jurado del Premio de Ensayo Anagrama; luego tenía muchos compromisos que no lo dejaban estar, pero fue muy estimulante contar con él.

Otro es Lolita, de Nabokov, aunque a mí me gusta muchísimo y casi prefiero Pálido fuego. Pero en cualquier caso Lolita es el mascarón de proa de la Biblioteca Nabokov, que es una de las empresas de Anagrama que más me ha gustado hacer, y también, simbólicamente, de la colección Panorama de narrativas.

Uno más es El héroe de las mansardas de Mansard, primer título publicado de Álvaro Pombo, nuestro primer premio de novela, de un tinte también simbólico: primer premio de la colección Narrativas y primer número de Narrativas hispánicas, de un autor desconocido y superminoritario, que ahora ha ganado todos los premios de la academia habidos y por haber en España. Yo creo que es uno de los tres o cuatro mejores autores españoles actuales.

El cuarto es Brooklin Follies, de Paul Auster, que ahora es el autor extranjero con más lectores de Anagrama; no es mi novela preferida tampoco, prefiero otras de él. Me parece que es una gran novela, pero es la que tiene mayor número de lectores. Además, coincidió con el Premio Príncipe de Asturias, que fue una revolución. Entonces Auster, que ya se vendía mucho, se vendió mucho más con este título —llegamos casi a los 200 mil ejemplares.

El quinto es, naturalmente, Roberto Bolaño con Los detectives salvajes. Quizá hubiera preferido 2666, pero fue más significativo aquel porque fue de la casi oscuridad de donde saltó al estrellato con nuestro premio y con el Rómulo Gallegos, y allí empezó su gran carrera internacional.

Pongo como suplente, si se me acepta, Ébano, de Kapuscinski, un gran autor de Anagrama, porque fue el título que, después de 15 años y cinco o seis títulos publicados con muy buenas críticas y escasas ventas, se disparó y no sólo se convirtió en un best seller, sino que convirtió a sus libros anteriores en semi best sellers, y lo revitalizó.

*Entrevista aparecida en Metapolítica, vol. 13, núm. 66, septiembre-octubre de 2009. Reproducida con autorización del director editorial.

domingo, noviembre 22, 2009

Los inicios del movimiento sonidero. Entrevista con Ramón Rojo


Los inicios del movimiento sonidero
Entrevista con Ramón Rojo


Ariel Ruiz Mondragón

La Ciudad de México lleva poco más de un cuarto de siglo vibrando bajos los potentes acordes de la música —fundamentalmente afroantillana, aunque no únicamente— despedida por potentes equipos de sonido que han ocupado salones y, principalmente, las calles, para dar cabida y goce a bailadores jóvenes de sus barrios más populares, lo que ha dado en llamarse movimiento sonidero, el que se ha extendido por muchas otras zonas del país e incluso hasta Estados Unidos.

De pequeños tocadiscos con los que se ambientaban fiestas, los aparatos de los sonideros se fueron volviendo cada vez más grandes y sofisticados no sólo en materia de audio, sino también de luces, lo que los hizo ganar gran cantidad de seguidores. Así, sonidos como “Amistad Caracas”, “Cóndor”, “Fascinación”, “Arcoiris”, “Conga”, “Caribalí”, “Pancho” y, en otra vertiente, "Polymarchs", se han convertido una presencia necesaria del escenario cultural urbano en las décadas recientes.

Uno de más relevantes padres fundadores de dicho movimiento, quien se mantiene vigente tras 40 años de intenso trajinar sonidero —lo que lo hace el ejemplo más representativo de esta expresión cultural—, lo es el dueño y director del Rey de Reyes Sonido "La Changa", el tepiteño Ramón Rojo Villa, quien conversó con nosotros acerca de los inicios de su propia leyenda.

Con ustedes, “¡¡¡Chchchchangaaa!!!”.

Ariel Ruiz (AR): ¿Cuándo y dónde nació?

Ramón Rojo (RR): Nací el 2 de junio de 1948 en el populoso barrio de Tepito, exactamente en la calle de Caridad 25, interior número 4, en una vecindad que todavía existe, junto a un cine muy famoso, el “Morelos”, y que después se convirtió en el Cine de Arte Tepito.

Tuvimos la dicha de nacer en ese barrio, que ha dado boxeadores, futbolistas y ahora sonideros.

AR: Usted empezó con el sonido alrededor de los 20 años de edad. ¿Cómo le comenzó a gustar la música tropical, especialmente de la Sonora Matancera?

RR: Yo era un joven inquieto en la cuestión del baile. A mí me gustó mucho el baile desde chavo, desde la época de Bill Haley y sus Cometas, de Carlos Campos, la Marimba Cuquita, la Sonora Santanera, los danzones de Acerina, y más que nada me llamó la atención la música de la Sonora Matancera con todos sus cantantes, como Celia Cruz, Nelson Pinedo, Daniel Santos, Bienvenido Granda, etcétera.

En aquella época la economía era igual que la que, creo, vamos a empezar a sufrir aquí. Tener una televisión era tener mucho dinero. Allí me empezó el gusanito del baile. Cada fin de semana, había un señor en la calle de Caridad 13 que tenía un tocadiscos (porque antes no eran sonidos, sino tocadiscos) y lo rentaba cada ocho días para quinceañeras y para bodas. A mí me daba el cosquilleo de ir a bailar, e iba a buscar a ese señor —al que le decían “El Morsolote” — para ver dónde tocaba. Yo quería ser su amigo, pero él se sentía artista, se sentía ¡uffª! Yo me acercaba a ver los discos que estaba tocando; en aquel tiempo no se hablaba ni se dedicaban canciones como ahora, nomás se colocaba el disco de acetato de 33, 45 o 78 revoluciones. Se me quedaban viendo sus ayudantes, y me corrían bien feo.

Yo lo que quería era sentir el ambiente del señor, hasta que logré que me aceptara como su amigo. Después empecé a ayudarle, cargando la bocina, la trompeta, los discos. Se iba a tocar cada ocho días a las vecindades del barrio de Tepito.

Mi mamá me regañaba porque llegaba bien tarde; yo era un chavo que tenía que estar, cuando muy tarde, a las 10 de la noche en su casa (ahora ya no hay eso, ya se perdieron la moral y el respeto —risas—). Me decía mi mamá: “Aquí tienes que estar, cuando mucho, a las 10 y cuarto; nomás no llegas y te cierro la puerta, y a ver dónde te quedas a dormir”. Entonces, bailaba dos o tres piezas y ya me regresaba a mi casa.

Pero ya conociendo a aquel señor, me gustó más el ambiente, y se me volvieron como un vicio la música y el baile, y empecé a acompañarlo. Entonces, llegábamos a la una o dos de la mañana, y en vez de irme a mi casa, pues me quedaba en la suya. Al otro día su mamá nos hacía de almorzar. Y así empezó todo este movimiento.

Yo no lo hacía con el afán de que me diera un sueldo, sino por andar con él. Yo le ayudaba a mis tíos, que compraban cosas usadas por domicilio: recámaras antiguas, roperos desarmables, lunas de Luis XV francesas, cosas de anticuario de aquella época, que la gente no sabía su valor y las vendía. Mi tío siempre andaba en el bisne con un socio.

AR: ¿Cómo comenzó a tocar en público?

RR: En aquel entonces yo me iba a las calles de Argentina, donde había un cine que se llamaba “Alarcón” –que ya no existe— y enfrente había una discoteca. Yo me acercaba a la tienda, escuchaba los discos y me embobaba escuchando la música, tanto que hasta el señor de allí ya me conocía. “¿Te gusta la música?”, “Sí”, “¿Qué clase de música te gusta?”, “Pues la Matancera”. Ponía discos de la Matancera, y yo encantado. Me enviaban a mandados, y me tardaba por estar escuchando la música.

Un día, ese señor puso un anuncio: “Se traspasa discoteca, con discos y muebles”. Me dijo: “Voy a rematar todo, ya me cansé y quiero irme a descansar.” “Oiga, ¿y cuánto quiere?”, “Sesenta mil pesos” —en esa época eran millones. Se me prendió el foco, fui con mi tío, y le dije: “¿Qué crees? Que venden una discoteca a puerta cerrada, todos los discos y todos los muebles: consolas, televisiones”. “¿Dónde?”, “Frente al cine Alarcón”. “¿Cuánto quieren”, “Pues 60 millones”. “¿Y tú cómo ves?”, “Pues está bien”, “Vamos A verlo”.

Total que fuimos a la tienda de discos, allí estaba el señor, y se lo presenté a mi tío. Éste se animó y compró los discos y la tienda a puerta cerrada. Me dijo: “Changa, vete por la camioneta”. Fui a alquilar una y nos echamos como cinco viajes de discos —y yo por acá apartando los de la Matancera—. “Quiobo, quiobo, quiobo, ¿qué te estás apartando? Mira nomás, todavía no vendo ni un pinche disco y ya te los estás apartando. Échalos pa’cá.” Eran los discos de la Matancera los que me interesaban, hasta mi corazoncito palpitaba; los guardé en una caja de “Roma”, un montón de joyas con las que empecé a hacer mi colección.

Llegamos al mercado de Tepito a descargar los aparatos, y mi tío apiló los discos, que se vendían en el suelo. Bajamos los aparatos, entre ellos un bafle; cuando lo cargué, se oía algo suelto, y era una bocina. Lo atornillé, saque un cable y dije: “¿Cómo se escuchará?”.

Para esto, pasaba la gente, pero no se vendían los discos. Entonces me dije: “¿Si le pido prestado el amplificador a las socias de la Casa Blanca?” Pues fui: “Oiga, hermana, présteme su amplificador”, “¿Para qué?”, “Pues le cayó un bafle a mi tío y quiero probarlo, a ver qué tal suena”, “Llévatelo, al rato me lo traes.”

Me llevé el amplificador, compré cable y, como estaba en el suelo en los mercados, pues le dije al de una cremería que me dejara conectar: “Sí, ¿qué vas a poner?”, “Música”. Conecté el bafle con bocina Philips de 12 pulgadas, con un Radson de 25 watts, salida de bulbos, y empecé a probar los discos. Se oían muy padre. Empezó a llegar la gente: “Oye, chavo, ¿cuánto vale el disco que estás tocando?”, “Pues 20 pesos”, “A ver, échamelo. Ponte otro”. Ya empezó a acercarse la gente, y ya después era un tocadero de discos. Sin querer, se hizo la vendimia. Que llega mi tío: “Quiobole, ¿qué?”, “Pues estoy probando los discos y los estoy vendiendo”, “Pues está bien, síguele tocando, chingá”.

Entonces pasó un hermano de las socias, y vio que yo estaba haciendo negocio con el aparato; le entró la envidia, y fue y le dijo a su hermana: “¿Qué crees? Que este cabrón está haciendo negocio con el aparato que le prestaste”, “No, véselo a pedir.” Llegó este señor: “Oiga, dice mi hermana que si le regresa su aparato”. Le dije: “Ten, allí está”. Después, me dijo mi tío: “¿Qué pasó, la música?”, “No, pues ya se llevaron el amplificador”, “¿Cómo, pues de quién era?”, “Pues de las socias”, “Ahh, ¿pues cuánto ha de costar esa chingadera?”, “No sé”, “¿Y ora?”, “Pues ahora qué, si no hay aparato”.

Pero yo me clavaba mis discos y me clavaba mi lana. Cuando terminó la vendimia, me pagó mi tío; me pagaba 35 pesos. Pero también que agarro y cuento lo de mis clavelitos, y eran 800 pesos, ¡qué a todo dar!

Yo ya había localizado un aparato igual en el Mercado de Hidalgo, en la Doctores, en unas accesorias de un señor que compraba herramienta en el Monte de Piedad y todo lo que caía en los remates, y lo vendía en su puesto. Allí vi el amplificador. Entonces que llego retempranito, apenas estaba abriendo la cortina el señor; yo llevaba mis 800 pesotes y mi pasaje de regreso. Que veo el precio del amplificador: 950 pesos. “¿Qué querías?”, “¿Cuánto cuesta el amplificador?”, “Allí está: 950. Está nuevecito, ¿lo quieres escuchar?”, “Pues sí, ¿no?”. Agarró una bocina de unidad de trompeta, y la conectó. “¿Cómo lo ves?, ¿te lo llevas?”, “No, ¿es que sabe qué?, no me alcanza”, “¿Cuánto traes”, “Ochocientos pesos”, “No, pues qué paso. Ponle 900 y te lo llevas”, “Es que ya no traigo dinero”, y que le saco la lana. “Ráscale, te lo voy a dar en ocho y medio, nomás pa’persignarme”. “En los ochocientos”, “Bueno, nomás porque me voy a persignar contigo, a ver, échale”. Me dio el amplificador, lo eché en una caja, lo amarré con mecates y me vine bien contento con mi factura y todo.

Llegué retempranito al mercado, hasta el corazón me latía; busqué un banquito, puse el amplificador, conecté la bocina, saqué los discos, le pedí la luz al de la cremería, y a vender. Llegó mi tío, “¿Qué pasó?”, “Pues este amplificador me lo prestaron”, “A ver si no vienen a chingar para que lo regreses”.

Pasaron los días, pasó una ñora y me dijo: “Oiga, qué bonito se oye ese bafle”, “No, pues es que es un amplificador”; “Y usted, aparte de que vende aquí, ¿también alquila su tocadiscos?”, “Pues sí”, “¿Y cuánto cobra la hora?”, “¿Pues hasta dónde?”, “Yo vivo hasta la colonia Clavería, en Azcapotzalco”, “Híjole, está relejos y no tengo transporte”, “Le pago el taxi, pero ¿cuánto cobra?”, y de menso le dije: “Cinco pesos la hora”. No me interesaba a mí el negocio, ni sabía cuánto cobrar. “Oiga, pues está barato. Quiero unas cinco horitas, son 25 pesos; aquí están 10 pesos, le doy la dirección. Yo pago el taxi de ida y de venida. Es este sábado, es la presentación de mi hijo de tres años.”

No, pues yo bien contentote, “me dejaron diez pesotes”. Pero no era por el bisne del dinero; ahora todo el mundo agarra el bisne del sonido por hacer dinero, y en esto se nace, no se hace. Cuando Dios dice: “Usted va a ser carpintero”, pues es uno carpintero; pero a mi Dios me dio el don de ser sonidero. Y así empecé.

Llegó el sábado, y mi madre (que en paz descanse) me vio bien apurado: “¿Y ahora qué traes?”, “Es que voy a tocar”, “¿A tocar qué?”, “Pues con el tocadiscos”, “Estás reloco”. “Sí, una señora me contrató para Azcapotzalco, para Clavería”, “¿Y cuánto cobraste?”, “Pues me van a pagar el taxi de ida y de venida para llevar el bafle, el amplificador y los discos. Para esto, ya compré una trompeta. Cinco pesos la hora”. “¿Qué, cinco pesos la hora? Estás reloco, mano. ¿Cuántas horas vas a tocar?”, “Cinco”, “¿Veinticinco pesos para desvelarme toda la noche? Ni loca. No sabes ni cobrar, hubieras cobrado más, menso”. Pero mi jefa me ayudó a sacar los aparatos y los discos. Yo lo que quería era la música, no era el fin de hacer negocio, como ahora.

Tomé un taxi, subimos las cosas, y traía la dirección: “Lléveme a esta calle de Clavería”. Llegamos al domicilio, que era una casa propia con un corredor que daba a la calle. Había globos, y se oyó: “ya llegó el tocadiscos” —no era sonido—, bajamos las cosas y pregunté: “¿No está la señora?”, “Sí, yo soy, joven, pásele. ¿Qué necesita?”, “Pues una mesita para poner el amplificador” —tal cual lo hacía el otro señor. Salí a comprar un focote de 300, lo conecté y todo, y empecé a tocar, pero tocaba puras de la Matancera, ese era mi repertorio. Salió la señora y me dijo: “Oiga, ¿qué no puede tocar otra cosa más? Cuando voy a Tepito veo que pone rancheras, danzones”, “Esos son para venta, señora”, “Pues esas son las que me gustan, esta música como que es un poco arrabalera. Póngase tan siquiera de los Beatles o de los Creedence”, “No, pues nada más traigo uno de Mungo Jerry, ‘En el verano’”, “Pues tóquese esa”. Metía esa, y ponía otro disco de la Matancera; ya después la señora me sacó de Ray Coniff, de Creedence, y de varios más. Allí empezó esa situación, hace 40 años.

AR: ¿Y cómo se extendió su fama?

RR: Después me empecé a hacer popular en Tepito; había unas chavas que hacían tardeadas los domingos atrás de la iglesia de san Francisco, en el 18 de La Rinconada, una muchacha que se llamaba Alejandra. “¿Ya tienes tu tocadiscos”, “Sí”, “¿A cómo cobras la hora?”, “A diez varos”, “¿Y qué tocas?”, “Puras de la Matancera”, que ese era mi mero mole. “Pues queremos que vayas a tocar este domingo”, “Sí, cómo no”, “Te queremos cinco horas”, “Órale”.

Llegó el domingo, llegué con las muchachas, puse mi foco, mi trompeta, mi amplificador, mi bafle y mis discos. En aquél tiempo no se locuteaba —o sea, no se, mandaban saludos, nomás corría el disco. Allí empecé, y les gustó a las muchachas. Para esto, comenzaron a correr la voz entre los amigos del barrio, y al siguiente domingo empezó a ir un poquito más de gente. Pero yo no sabía que estas chicas se ponían en el cubo del zaguán, y a la persona que entraba le cobraban por entrar a bailar, no eran tontas.

Para esto, todos los domingos había una tardeada que organizaba el PRI en la calle de Díaz de León y González Ortega, en el cubo de un edificio, y llevaban varios tocadiscos, y jalaban gente de las colonias Guerrero, Santa Julia, Buenos Aires, Granjas México, venía gente de otros barrios. Pero empezó a crecer la fama.

Para esto, yo pensaba ponerle nombre al tocadiscos. Se me vino el nombre de “Aves del trópico”; pero a mí todo el barrio me conocía como “La Changa”. Este mote venía porque yo era un chamaco activo, inquieto, precoz; me subía a las azoteas como un chango, estaba yo flaco, y me ponía a volar papalotes. Ese era mi hobby. Y decían: “¿Dónde anda la Changa?”, “Pues allá arriba en la azotea, como siempre, volando papalotes”. Y los vecinos se enojaban, porque yo andaba brincando en las azoteas, y decían que con el brincadero les provocaba goteras en sus casas.

Empezó a crecer la fama, y entonces yo le mandé hacer al amplificador, que tenía una tapa, un anuncio biselado en espejo, y le puse “Aves del trópico”. Pero dije: “En vez de ‘tocadiscos’, hay que ponerle otro tema. Pues le ponemos ‘sonido’, pues es un sonido”. De allí derivó la cuestión: Sonido Aves del trópico. Y allí empezó la cuestión del nombre de sonidos y sonideros.

Creció la reputación de que yo tocaba discos de la Sonora Matancera que no se escuchaban en la radio, como “El Tibirí Tabará”, “Yo no soy guapo”, “La guagua”, Miguelito Valdés con “Arroz con manteca”, “Linda caleñita”. Empecé a motivarme a buscar más música extraña de la Sonora. En Tepito llegaban los chachareros que iban a cambiar loza por chácharas en las zonas residenciales, y yo estaba al pendiente de los discos que vendían, y allí encontraba las joyas —joya le digo yo a discos raros, de marca cubana o americana. Allí estaba el oro molido en música.

Tanto se me hizo el hobby que dije: “Algún día tengo que conocer a la Sonora Matancera.” Era mi inquietud.

Recuerdo que empecé a hacer los bailes de estas chavas, quienes comenzaron a cobrar más en la entrada porque ya vieron que empezó a entrar cada vez más gente. Empecé a jalar a la gente que tenían los del PRI. Al que organizaba esos bailes le llegó la información de que se estaban haciendo unos bailes atrás de la iglesia con un cuate al que le decían “la Changa”. Entonces, agarró un domingo y que me va a ver, y me dijo: “Cabrón, no pensé que eras tú el que estabas tocando. Ya me dejaste sin gente, cabrón, no manches. Aquí cuánto te pagan”, “Me están pagando 80 varos cada domingo”, “Yo te voy a dar 100, güey, pero muévete para allá conmigo”, “¿De veras?”, “Sí, si quieres de una vez te pago, pero vete para el próximo domingo”. Dije: “¡Ay, güey, 100 pesotes!, ya subió.” “No sé cómo le vas a hacer, güey, pero te vas conmigo. De aquí a ocho días ya quiero verte allá.”

Total, que ese domingo les dije a las muchachas: “¿Saben qué? Este negocio ya se acabó”. Pues sí, yo veía que cada domingo crecía la tardeada, y las veía que a cada rato cambiaban de ropa, compraban zapatitos, lo que salía de las tocadas. “No, no nos hagas eso porque nosotros te dimos a conocer”, “No, no me dieron a conocer ustedes, yo me di a conocer por mi música; ustedes me contrataron, nada más.” Les di las gracias y me fui para allá.

No, pues en el nuevo lugar me empezaron a pagar 100 pesos, ya después me subieron a 150, 200, y ya era un dineral. Ya me escuchaba gente de la Doctores, de Santa Julia, Granjas México. “Oye, ¿y cuánto cobras la hora?”, “No, pues ya cobro bien caro: 50 pesos la hora”, “No, pues tenemos unos 15 años”. Empecé a hacer mi agenda, y empecé a salir a la esas colonias y a otras: Nueva Atzacoalco, Buenos Aires, etcétera. Empecé a darme a conocer ya en otros barrios.

AR: ¿En qué otros lugares empezó a tocar?

RR: En esta colonia donde vivo, la Gertrudis Sánchez, había un señor, Enrique Torres, que llegó y me dijo: “Oye, mano, cuánto cobras la hora”, “100 pesos”, “¡Ayy, cabrón!”, “Pues sí, porque tengo que pagar el transporte”, porque entonces yo ya alquilaba a un muchacho que quitaba el asiento de su carro y allí metía mis aparatos y mi bafle, y mis discos atrás, en la cajuela, y ya era la transportación que pagaba cada ocho días. “No, pues te necesito en un bautizo”, “¿Dónde?”, “En la Gertrudis Sánchez”.

Entonces había un programa en Radio Onda, de ocho a nueve de la noche, que se llamaba “Ídolos de la Matancera”. Escuché el programa, y oía que ponían pura Matancera, pero de catálogo: “Yerberito moderno”, “Burundanga”, “En el mar”, todo lo del catálogo de Peerles. Yo tenía unas joyas que no se escuchaban en la radio, de Seeco Records, de Estados Unidos, y de Panart, de Cuba. Decía el locutor José Luis Almada: “Gracias a la compañía Peerles, contamos con la fabulosa colección de la Matancera, que consta como de veintitantos elepés, y no creo que existan más discos de la Sonora.” No, pues yo me dije: “Yo traigo sesentaitantos”. Le marqué por teléfono: “Oiga, señor, ¿cuántos discos tiene de la Matancera?”, “Contamos con la fabulosa colección de veintitantos elepés”, “Uuuhh, yo les gano: tengo más de sesenta elepés”, “No, me está usted tomando el pelo”, “No, yo los tengo. ¿Conoce usted ‘Yo no soy guapo’, con Vicentino Valdés? ¿Conoce el ‘Tíbiri Tábara’ con Daniel Santos? Es una colección que yo tengo”, “Solamente viéndolos, si usted viene y nos trae esa colección”, “Mañana mismo”, “¿Deveras?”, “Sí”.

Total, dijo por la radio: “Nos acaba de hablar una persona que dice contar con una colección de la Matancera de sesentaitantos discos. La verdad, yo no le creo, pero vamos a ver si es cierto, dijo que mañana viene”.

Que voy al otro día, cargando mi caja de discos, de camión en camión, y llegué hasta Insurgentes al Núcleo Radio Mil. Llegué con la recepcionista sudando y con la cajota de los sesentaitantos elepés de la Matancera, y me dijo: “¿A quién viene a ver?”, “Al señor José Luis Almada, del programa ‘Ídolos de la Matancera’”, “¿De parte de quién?”, y ya le dije mi nombre. Y ya bajó aquel: “A ver, ¿quién es la persona que trae los discos?”, “Yo”, “¿Tú eres el que hablaste ayer? A ver, enséñame los discos”, y que comienzo: “Aquí está Miguelito Valdés, ’La guagua’ con Celia Cruz…”, “No’mbre, tienes una buena colección. Esto es importante, hay que pasarte al aire. A ver, súbete tu caja.”

Ya en el aire, dijo: “¿Se acuerdan de una persona que me dijo que tenía más discos de la Matancera? Pues ya lo tenemos aquí, ¿cuál es tu nombre?”, y ya me entrevistó. “A ver, con qué empezamos”, y que empiezo con “El Tíbiri Tábara”, y de allí subió el programa y yo más, porque les prestaba la música y ellos me pagaban anunciando mis bailes.

Total que llegó el día del bautizo, y lo anuncié a través de la radio, y no’mbre, aquello era un mar de gente a las seis de la tarde, se llenó la calle de esquina a esquina. Puse una trompeta enfrente, y también un bafle. Me dijo el de la fiesta: “Oye, hermano, si la fiesta es de nosotros, no tuya”, “No, es que la anuncié por el radio”, “Pues para qué la anuncias. Mira nomás qué de gente, hay más que mis invitados. Bueno, pues tú tócale”.

Entonces que al señor se le prende el foco, y como era de la policía, me dijo: “¿Y si hacemos tardeadas aquí afuera, te aventarías?” Luego luego vio el negocio, y le dije que sí.

AR: ¿Ese es el origen de las tocadas en la calle?

RR: Sí, esa fue la primera vez. Él sacó el permiso para hacer tardeadas, pues trabajaba en la policía. Cada ocho días anunciaba y anunciaba, y hacíamos las tardeadas viernes y domingo, y estaba lleno, aquí en la calle.

Una esposa mía, que ya murió, y la esposa del señor, eran las que cobraban a los que estaban bailando; les ponían un listoncito y les cobraban por bailar, a cinco pesos por persona. Era un mundo de gente…

Empecé a jalar gente de todas las colonias del DF; se escuchaba en la radio, y comencé a ser popular. Después ya no eran “Aves del trópico”, sino “La Changa”. De hecho, cuando me empecé a hacer popular, hice mis tarjetas con mi dirección de Caridad 25. Tocaba yo en las vecindades, ya que me alquilaban para bodas o 15 años, y llegaba gente mientras mi abuelita estaba viendo la televisión, y le tocaban. Mi abuela, que ya estaba grande, les contestaba: “¿Quién?”, “¿No sabe dónde va a tocar Ramón?”, “¡Aquí no vive Ramón, vayan a buscarlo a su casa!”, y se enojaba.

Entonces me dije: “¿Cómo le hago para que no le toquen a la abuela?”. Pues que compro un pizarrón, y allí ponía: “Tocada en tal calle”, lo colgaba y me iba a tocar. Ya llegaba la gente, no le tocaban a la abuela y me iba a seguir.

AR: ¿Hasta a las fiestas particulares?, ¿dónde más empezó a tocar?

RR: Hasta a las fiestas particulares, olvídate. Después me llegaron ofertas de tardeadas ya fijas: empezó a salir el Salón “Los Pepes”, los miércoles en la Agrícola Oriental, y los sábados me salió en el Salón “FBI” —que era un corralón donde el señor Fernando Briones criaba puercos. Este señor vendía tacos de carne de cerdo, y llegaban los chavos del baile del miércoles de “Los Pepes”, tenía una sinfonola y se ponían a bailar. Le dijeron: “Oiga, ¿por qué no hace unas tardeadas aquí, en su terreno?”, “No, pues es que tengo mis puercos”, “Pues encierre los puercos”, “¿Pero a quién traigo”, “Pues a La Changa”, “¿Qué es eso?”, “Pues un sonido que toca. Tráigalo, y va a jalar a un chorro de gente”.

Un día fue don Fernando a contratarme a “Los Pepes”: “¿Cómo trabajamos?”, “Pues al cincuenta y cincuenta”. Mandó a hacer sus propagandas, me alquiló por primera vez, y pues fue un llenazo —estamos hablando de unas 500 personas.

Por lo regular tocaba yo diario, no únicamente los sábados. Cuando empecé a salir del “FBI” los sábados, me salían eventos y me iba a 15 años o a bodas, y todos los chavos, con sus carros, me seguían; iba como una caravana detrás de mí, para ver hasta dónde iba yo a tocar. Estaban picados del baile y picados del chupe, y pues seguían a “La Changa”.

AR: ¿De qué años estamos hablando?

RR: De los años setenta, principios de los ochenta, que fue la época dorada de los sonidos, cuando se invertía poco y se ganaba más; ahora se invierte más y se gana poco.

Bueno, con el señor Briones dio resultado “La Changa”, tanto que hasta dejó el negocio de las carnitas, vendió los puercos y con todo lo que ganaba empezó a echarle cemento al piso y a la construcción del techo, para un salón.

Fueron unos exitazos tremendos: “Los Pepes” el miércoles, el “FBI” los sábados, los martes iba a Santa Anita, Iztacalco; luego pasamos a Coyuya, al salón “Los Espejos”. Allí tocaba, hasta que por fin llegó el día en que fui a incursionar a Estados Unidos.

AR: Además de la Matancera, ¿qué otra música tocaba?

RR: Empecé a tocar cumbias de la costa colombiana, de Andrés Landeros, Alfredo Gutiérrez, de la misma Sonora Dinamita —“Se me perdió la cadenita” fue un disco que yo traje. Empecé a viajar a Colombia desde 1978, y dos veces por año iba por música. Gastaba de mi bolsa un boleto de avión y organizaba mi dinero para pagar hotel, taxis y para comprar música. Así empezó el movimiento de “La Changa”.

También empezamos a viajar a Toluca, Puebla, Pachuca, León.

AR: ¿A dónde empezó a salir fuera de la ciudad de México?

RR: A Toluca, a Puebla. En Puebla, la primera vez que llegué eran las seis de la tarde y el lugar, que se llamaba “El Cuescomate”, en la colonia La Libertad, estaba lleno totalmente. Llegué esa vez con una camionetita —pensaban que iba yo a llegar con un trailer— con mis roperos, mis trompetas, mis twitters y una luz de faro de avión que daba vueltas con un motor. Ellos ya tenían una pirámide de bafles chiquitos, como caseros, y que va llegando “La Changa” con sus dos roperos y sus trompetas: “¿Qué, esa es “La Changa”? Uuuhh, pues le vamos a dar vuelta, nosotros tenemos un montón de bafles”. Pero no vieron qué tipo de bocina traía yo, una de 22 para los graves. Cuando empiezan a sonar lo changazos “¡Chchangaaa!”, y empiezo a hablar, pues a la gente le gustó.

Allí empecé a tener éxito en todo lo que es Puebla, una motivación para toda la gente joven de aquella época, y así empezó a crecer “La Changa”.

AR: ¿Dentro de la República, hasta dónde ha llegado a tocar?

RR: He estado en Tijuana en el Salón “Las Pulgas”, en Acapulco, en Oaxaca, la gente siempre responde.

AR: ¿Con qué otros sonidos empezó usted a alternar?

RR: Retomando cuando yo tocaba en las tardeadas en la Gertrudis Sánchez, que eran un éxito, un día se me acercó una muchacha y me dice: “Oye, manito, ¿tú conoces al Sonido ‘El Rolas’?”, “No”, “Es un cuate que toca bien padre, es de allá de San Juan de Aragón. Te lo voy a traer para de aquí a dentro de ocho días, para que te lo presente”, “Órale”.

Yo no hablaba ni nada en el sonido, traía un micrófono de esos de los tamaleros. Llegó el domingo, y la muchacha me dijo: “Mira, te presento al ‘Rolas’”, “Hola, mucho gusto”. Continuó la chica: “Déjalo que hable”. “Aquí les voy a presentar al Sonido ‘El Rolas’”. Y agarró ‘El Rolas’ y dijo: “Damas y caballeros, muy buenas noches; les habla XRHH Sonido ‘Rolas’, directamente de Las Lajas, Peñón de los Baños”. Y me dije: “¡Aahhh! Yo quiero hablar como este cabrón”.

Empezamos a hacer un mano a mano entre ‘El Rolas’ y ‘La Changa’ a los ocho días; él tocaba puras cumbias de Los Corraleros de Majagual, y yo tocaba pura Matancera. De allí empezamos a hacer una mancuerna que duró 11 o 12 años.

AR: De ese encuentro a usted le dio por hablar en el micrófono.

RR: A mí por hablar, y a él por conseguir la música que yo tenía. Hicimos mancuerna, y llegamos a tocar todos los viernes y domingos en un cine que se llamaba “Cinco de mayo”, acá por Eduardo Molina. Yo estrenaba música, y a los ocho días la conseguía él, pero yo ya le sacaba otra diferente. Entonces, el que ganaba era el público.

Eso era lo bonito, porque ahora se ha perdido la esencia, el glamour hacia la música sonidera. Por ejemplo, “El Cóndor”, que tiene ya su estilo, que no se sabe si es rocanrolero, si es discotequero… Él emplea mucho la leperada, la grosería; eso no, ese no es mi estilo. El público merece un respeto; yo digo groserías, pero disfrazadamente, no lo digo a boca de labio, ni lo digo tan fuerte, ni directo. Por ejemplo, eso de “¡Chingue a su madre el que no baile!”, ¿pues qué es? Y mete música de rocanrol. Antes era el pique mental hacia la música: si tú me tocas un tema, yo tengo otro mejor, a ver si lo tienes. Eso era lo bonito, y el que salía ganando era el público.

AR: ¿Con cuáles sonidos empezó usted a alternar?

Empezamos a hacer aquella mancuerna “El Rolas” y “La Changa”, y hacíamos que la gente se motivara. Empezó un compadrazgo; pero como siempre: cuando hay dinero, hay problemas. Llegó un momento en que “El Rolas” ya se sentía más que “La Changa”, y entonces decidimos que cada quien por su lado, cada quien agarrara su camino y al que le vaya mejor. Un día salimos mal en la “Cinco de mayo”: se hizo un baile un dos de noviembre con Super Grupo Colombia y otros más, además de sonidos como “Fascinación”, “Cristalito Porfis”, “Leo”. Estuvo precioso ese baile. Pero todo el dinero se lo llevó “El Rolas”, a mí no me dio ni un quinto. Me dijo que porque yo “qué había hecho”; pues qué había hecho, pues siempre vengo a trabajar, le dije. “Pero es que tú ni pegaste publicidad, ni sacaste el permiso, y yo hice todo ese trabajo. Ni contrataste a las orquestas, ¿qué hiciste?”

Entonces le dije: “O sea que a mí no me toca nada”, “No, y házle como quieras, yo no te voy a dar nada.” De allí nos distanciamos el señor y yo, y eso que éramos compadres. Pero todo tiene un castigo: a través del tiempo, él dónde está y yo dónde estoy. Aquella noche de la disputa se dio cuenta la competencia, que era el Deportivo León, en la Nueva Atzacoalco, y el del Sonido “Festival Latino” me habló y me dijo: “¿Por qué no te vienes para acá?”, “Pues sí”.

Entonces anuncié por micrófono que ya me iba a cambiar para el Deportivo León el próximo domingo, y que ya no iba a estar con “El Rolas”. La gente me siguió para allá, y lo dejé sin gente. Ya después él bajó el precio del boleto, y llegó un momento que hasta gratis, y ni así entró la gente. Se la llevó “La Changa”.

También alterné con “Cristalito Porfis”, “Fascinación”, Sonido “Maracaibo”, “Caribalí”, “Arco Iris”, toda esa gente de antaño.


*Una versión más breve de este texto apareció en Replicante, núm. 18, primavera de 2009. Reproducida con permiso del editor.

viernes, septiembre 25, 2009

Pensar y dialogar sobre los problemas de la vida cotidiana. Entrevista con Josu Landa


Pensar y dialogar sobre los problemas de la vida cotidiana
Entrevista con Josu Landa*


Ariel Ruiz Mondragón

En el panorama editorial del país, la filosofía parece estar condenada al ambiente propiamente académico, en el que muchas veces parece no haber el suficiente contacto ni la atención debida a los problemas de la realidad cotidiana de la ciudadanía en general. A veces pareciera existir un divorcio entre esa disciplina y la búsqueda de la vida buena.

Sin embargo, también existen esfuerzos por sacar a la filosofía de las aulas y de los cubículos para recuperar lo mejor de su tradición a través del uso del lenguaje y del diálogo, pero sin caer en tareas de mera divulgación o, peor aún, de la vulgarización. Así, ajena al academicismo y a la trampas de los grandes medios, a finales del año pasado nació la revista cuatrimestral Íngrima, que es dirigida por Josu Landa, con quien sostuvimos una conversación acerca de ese proyecto editorial.

Entre los temas que se abordaron en la charla están los siguientes: las razones de la nueva revista, la construcción de una nueva y distinta opción editorial, las contribuciones de la filosofía a la buena vida, la importancia del lenguaje y del diálogo, así como la relación de la filosofía con la poesía y el periodismo.

Landa es poeta y filósofo; es Maestro en Filosofía por la UNAM, de cuya Facultad de Filosofía y Letras es profesor. Es autor de siete poemarios y una novela. Su más reciente libro es una recopilación de ensayos titulado Tanteos. Fue ganador del Premio de Poesía Carlos Pellicer en 1996.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué Íngrima?, ¿cuál es la razón de esta nueva revista de filosofía?

Josu Landa (JL): La revista es un proyecto un tanto añejo —yo ya tenía mucho tiempo pensando en hacerla—, y no lo concretaba por la razón de todos conocida: falta de dinero.

Por fin, un grupo de exalumnos míos y buenos amigos y, colegas, decidieron sacar una editorial independiente de libros de filosofía, que es Afínita, en la que han editado libros inéditos de Eduardo Nicol, por ejemplo. Cuando apareció ese proyecto, se estableció una especie de alianza con ellos. Aunque Íngrima es una revista independiente, hay que reconocer que tiene el apoyo, si no financiera propiamente dicha, sí de infraestructura de Afínita. Cuando se dio esa condición material —por llamarla así— fue cuando me decidí a hacerla.

¿Por qué motivo? Básicamente tratar de que la filosofía esté presente como praxis, como posibilidad de discurso y como opción existencial en la sociedad. La tradición filosófica occidental, que tiene unos 2 mil 500 años de existencia, y por razones históricas que no vienen a cuento en este momento, se ha confinado al ámbito académico, y eso ha significado una especie de separación con respecto a problemas de la vida real.

No quiero decir que no haya colegas que están laborando fuerte y seriamente, tratando de responder a problemas que se suelen llamar de ética práctica, por ejemplo, los de la eutanasia, la libertad de expresión, el aborto o los matrimonios homosexuales. Pero yo no estoy conforme con que simplemente nos dediquemos a reflexionar sobre un tema en un ambiente que, por muy serio o muy importante que sea, está, en gran medida, divorciado de la sociedad.

Queríamos salir a la calle; nuestra aspiración es llegar a la gente, dentro de nuestras modestas posibilidades. Los límites son de recursos, no de inventiva; sí tendríamos muchas cosas qué hacer, pero no tenemos recursos.

Entonces, la idea es competir con otros discursos que están tratando de conquistar el alma de la gente, competencia en la que la filosofía ha estado bastante ausente. Pensamos que ha llegado el momento de que eso cambie, y que lo que hay que hacer es ir abriendo espacios poco a poco.

Esa es la motivación central.

AR: En la declaración de principios que hacen en el primer número, y creo que también en el segundo, se pone mucho énfasis en que se trata de una revista alejada tanto del academicismo como de la lógica de los grandes medios de comunicación. ¿Cómo construir esta opción?

JL: Es que en realidad esos son dos extremos, y ninguno de los dos nos satisface. No es lo mismo la academia que el academicismo —hago este deslinde, porque la academia es un ámbito donde, insisto, se hace un trabajo serio y hay que reconocerlo; es más, yo pertenezco a la academia, no voy a negarlo.

Pero el academicismo ya significa unos tics, unos gestos, unas exigencias y unos valores que, en el fondo y a mi modo de ver, no son los que realmente tienen que ver con una filosofía genuina. Para mí, la filosofía es una posibilidad del discurso dirigido a dar respuesta al problema del sentido de ser en el mundo con la idea de vivir bien, e incluso con la idea de redimir al ser humano. O sea, una praxis del pensar que no apunte hacia mejorar la vida y dar opciones para la existencia, para mí es una opción trunca. En el mundo académico está, un poco, sucediendo eso.

Entonces, por ese lado, hay que rebasar ese límite.

Por el otro extremo tenemos a los medios de comunicación, que incluso se han autorepresentado a sí mismos de una manera que me parece inquietante; yo, por ejemplo, objeto la idea de que el medio sea el mensaje, como decía McLuhan. Para mí, el medio es medio, y como tal debe ser el puente, el vehículo que permita que fluya un discurso que, a mi modo de ver, va a fluir mucho mejor en términos de un diálogo; es decir, para nosotros el modelo de praxis filosófica del presente es el de la dialéctica socrática.

Estamos muy lejos de eso; pero es nuestro modelo, nuestro desiderátum, lo que quisiéramos alcanzar. Va a ser un proceso largo.

De esa forma, entre esos dos extremos, en el que el medio por sí mismo es un poder, y entonces trata de fijar sus reglas y sus leyes sobre la vida de la gente, nosotros estamos colocando el diálogo.

¿Qué significa esto? Que tomamos en cuenta problemas que conciernen a la existencia humana directamente, y lo que hacemos es ofrecerle a la gente la posibilidad de acompañarnos en el pensar; no ofrecemos recetas, no somos una revista de divulgación, porque no estamos divulgando nada que esté hecho y que haya que dar a conocer. Lo que simplemente estamos ofreciendo es mostrar que hay temas que son propios de nuestra existencia, de nuestra vida cotidiana, de nuestro estar en el mundo, que se deben asumir de manera reflexiva, y que hay modos diversos de hacerlo, como los que confluyen en un diálogo. Aun cuando no podamos ofrecer soluciones, el hecho mismo de pensar y de acompañarnos en ese pensar nos abre otras perspectivas que deben apuntar a una consolidación de nuestro ethos, y de esa manera a una existencia con más sentido en este mundo.

Ese es nuestro ofrecimiento. Por eso, en realidad no es una revista, y mucho menos de divulgación; no es el compendio de textos donde los artículos, aunque sean sobre un tema determinado, prácticamente no dialogan, y tampoco estamos divulgando nada. Simplemente estamos ofreciendo un acercamiento teórico a problemas que nos conciernen.

AR: En los primeros números se pone especial énfasis a la relación que tiene la filosofía con el buen vivir. ¿Qué nos puede aportar la filosofía para la construcción de la buena vida?

JL: Pienso que la filosofía ha sido arrinconada, en parte por la presión mediática, en parte por la presión mercantil; lo que hacen los grandes poderes fácticos es tratar de concretar sus intereses, y entre éstos no está el que la gente piense y se libere por la vía del pensamiento.

También tenemos la presión de las religiones, y por otro lado la presión conectada con estas cosas de la superación personal y de la autoayuda, que en general suelen ser pura bazofia —sin negar que haya algunos esfuerzos más o menos pasables—. Asimismo, pienso en la propia responsabilidad de los filósofos, que no hemos sido capaces de ser coherentes con la tradición filosófica, la cual no se reduce al manejo de tesis o de teoremas, sino que tiene que ser el recurso a la reflexión, a la interpretación y al diálogo, pero siempre con un compromiso ético, y por consiguiente con una congruencia ética.

Frente a esas dificultades, considero que la filosofía tiene el deber de plantearse como opción. La única manera de hacerlo es acudir al ámbito mediático; podríamos convertirnos en una secta, por ejemplo, y tener un influjo francamente reducido. Pero, para parafrasear a Calderón, los medios, medios son; por tanto, aun cuando los medios tengan una capacidad de negar la libertad, de imponerse sobre ella, también el filósofo genuino debe tener la fuerza para hacer valer su autonomía, su autarquía ética y su libertad, y por tanto jugar en esa arena movediza que son los medios.

En ese sentido, estamos tratando de abrir un campo y de ofrecer algo distinto a las religiones, a las ideologías y a las ventas de superación personal.

AR: La parte central de la revista es la sección “Semillero”, que se trata de extensos diálogos entre tres o cuatro personas. ¿Cuál es el papel del diálogo hoy en la reflexión filosófica que propone Íngrima?

JL: Se trata de rescatar, en la medida de nuestras posibilidades, un antiquísimo recurso que ha sido olvidado y relegado hasta por los propios filósofos. Tenemos la tendencia a pensar que los diálogos platónicos —que son un gran modelo— son cosa de la historia, del pasado, y que lo que nos queda es devanarnos los sesos tratando de interpretarlos y ver qué dicen, y observar puntillosamente hasta dónde está Sócrates, dónde Platón, en fin.

Ese tipo de labor filológica e histórica es importante, pero si no está comprometida éticamente con la vida, pues me parece que no cumple su función genuina.

A partir de ese modelo —que obviamente no se dio sólo en el caso de Platón y los griegos, sino que también se dio en otros momentos—, nosotros estamos tratando justamente de mostrar un camino de práctica filosófica. Insisto: no ofrecemos respuestas ni soluciones. Aquí sí podemos decir que el medio, el diálogo es el mensaje, en el sentido de que en la medida en que el camino del diálogo se va concretando, sucede algo en el alma de los dialogantes que no solamente son esas tres o cuatro persona que aparecen en nuestra revista, sino esperemos que sean los lectores que se acerquen.

Además, hay otra cosa: te habrás dado cuenta de que aparecen tres o cuatro contemporáneos, pero también están presentes los grandes pensadores del pasado, que no están allí como figurones y para darnos la razón o un espaldarazo, sino que están invitados a la misma mesa, como si fueran interlocutores vivos, porque así entiendo yo mi relación con el pasado filosófico. Éste no es un objeto de taxonomía, de tratamiento filológico frío, como si fuera un cadáver exquisito, sino que se trata de obras donde se ha condensado, hasta donde se puede, una experiencia de relación con la verdad y con su búsqueda. La manera más vital de acercarnos a ella es poner a los clásicos en nuestra misma mesa a dialogar con nosotros, para aprender de ellos, darles voz nuevamente e incorporarlos a nuestro diálogo actual.

Entonces, no sólo somos los que estamos allí, sino todo el pasado. En cada caso hay una catarata de citas que tienen ese sentido.

AR: En la revista también se puede destacar la relación de la filosofía con la literatura, en especial con la poesía: aparecen, por ejemplo, Eduardo Milán, Elsa Cross y Armando Rojas Guardia. ¿Cuál es su idea de la relación entre ambas disciplinas?

JL: En primer lugar, tratamos de darle espacio a la poesía, porque es la que menos réditos comerciales da, y entonces alguien tiene que estar siempre tratando de apoyarla. Además, yo soy poeta, y si puedo dar ese pequeño espaldarazo a la poesía, estaré siempre dispuesto a hacerlo.

Aparte de eso —que tampoco creo que sea lo más importante—, está el tema de la antigua tensión que hay entre arte, poesía –la poiesis en general, y la poesía escrita, en concreto- y la filosofía. A mí me parece que eso se ha exagerado un poco; hay muy buenas reflexiones que han sido determinantes para mi propio pensamiento al respecto, como son los casos de María Zambrano, Eduardo Nicol, Ramón Xirau y Adolfo Sánchez Vázquez, para decir los que son de aquí mismo, o Heidegger y tantos otros que han reflexionado sobre el tema, como el propio Platón.

Me parece que generalmente se ha hecho una lectura un tanto limitada de esos momentos de tensión más fuertes, que son los de los grandes diálogos socráticos —básicamente La República—, en los que muchos dicen que Platón expulsa a la poesía. No es así: combate cierta poesía de un modelo ideal de ciudad-Estado, y se suele olvidar que los propios Sócrates y Platón efectivamente tenían, si no un recelo, al menos una actitud crítica frente a los usos de la palabra, no solamente frente a la poesía. También está el recelo ante la retórica y ante otros tipos de recursos del lenguaje como la heurística, que también eran propios de la sofística, ante los cuales la propia dialéctica adquiere, con Platón, otro sesgo.

Así, lo que ahí he visto siempre es que la tensión con la poesía no es tan extrema como se ha hecho ver muchas veces; más bien, tanto Sócrates como Platón tienen una conciencia de la ambivalencia del lenguaje: éste sirve para nombrar, para hacer una excelente poesía, hasta para que los dioses mismos y las musas se expresen, pero no solamente en lo que llamamos poesía —la épica, la tragedia—, sino que también se exprese como musas mismas en la filosofía. En La República o en Fedón, Platón señala que hay una música —en el sentido de arte— de las musas, que es la filosofía.

Eso me permite ver que el problema de la ambivalencia del lenguaje es lo que está presente allí: el lenguaje sirve para nombrar, para dominar, para hacer excelente poesía, para conectarse con los dioses, para vincularse con los otros, e incluso para tratar de acceder a la realidad absoluta, al logos, que es palabra y pensamiento. Sirve para todo eso, y por lo mismo no se puede despachar a la ligera, estableciendo unos dominios tan tajantemente deslindados en un caso y otro —la poesía, la literatura y el arte por un lado, y por otro la filosofía.

También parece que hay muchos puntos de confluencia por allí, y en realidad lo que decía María Zambrano de que el pensamiento racional ejerce una violencia sobre la intuición de carácter poético, sólo es verdad en parte. Pero también es cierto que en la Antigüedad se tenía una conciencia mucho más abierta a esos vínculos, que se dan por esa condición ambivalente del lenguaje, que es el fenómeno en el que se concreta justamente lo que decía Heráclito: la realidad absoluta juega a ocultarse y a manifestarse.

El territorio donde mejor se expresa este juego problemático, que es el que funda y justifica la filosofía, es el lenguaje mismo. Entonces la poesía se presenta como una posibilidad del discurso, y la filosofía se presenta como otra posibilidad; ambas tienen un compromiso con la vida, que es lo que hemos olvidado tanto por la parte de los poetas como por parte de los filósofos.

Se olvida, por ejemplo, que con Aristóteles se acaban todas las dudas: rompe con el tono dubitativo platónico acerca del lenguaje y sobre todo de la poesía, y rescata el valor heurístico y teórico que tiene también la gran poesía, sobre todo la trágica, por medio de fenómenos tan supuestamente ajenos a la razón como la catarsis. Para Aristóteles, la catarsis es una vía de acceso a la realidad; también en el caso de la retórica establece un vínculo fuerte de la palabra con la verdad, y las dudas de Platón desaparecen allí: la retórica sí tiene un posible compromiso con la verdad, y además existe un tipo de discurso y de razonamiento propio de la retórica que es una especie de silogismo o truco. Con eso resuelve Aristóteles esas dudas, que en cierto momento motivaron la reflexión constante de Sócrates y todas sus escuelas, incluyendo la Academia.

Yo me fijo en eso: en el hecho de que los filósofos de la Antigüedad siempre fueron personas muy conocedoras y muy vinculadas a la poesía —algunos de ellos ejercían la poesía—, y que no puede darse ese divorcio tan tremendo con la filosofía.

AR: En los dos números hay expresiones duras, y en buena medida justificadas, acerca del periodismo. En el primero mencionas a Nietszche y a Karl Krauss, por ejemplo. En tu opinión, ¿cómo debe el periodismo comunicar la filosofía?

JL: En realidad es un antiguo problema. Pienso que tanto Nietszche como Krauss, entre otros, actualizaron una vieja preocupación, y que, a mi modo de ver, es la misma preocupación de Sócrates frente a los procedimientos sofísticos. Él y Platón también tienen una duda al respecto: hay sofistas que son completamente infumables, como es el caso de Hipias; pero hay sofistas a los que respetan mucho, como son los casos de Protágoras y de Gorgias. Es decir, hay de sofistas a sofistas. Eso muestra una vez más esta actitud abierta que tiene el ámbito socrático-platónico: no se pronuncian tan unilateralmente frente a las cosas. En lo que sí son muy exigentes es en el compromiso con la virtud, con el bien y con la verdad, con la buena vida, con la salvación de la humanidad, y todo lo que confluya en esa dirección es bienvenido.

¿Qué es lo que pasa? Cuando estamos hablando de sofística, de retórica, de poesía y demás, el único problema es la relación con el lenguaje y su uso; el lenguaje se puede convertir en un simple medio o puede ser la gran clave de la representación del mundo, de la verdad, de la realidad absoluta. Entre esos dos extremos están el lenguaje y sus usos posibles. Nadie puede negar que se puede hacer un uso demagógico del lenguaje. Hubo sofistas verdaderamente demagogos, y los hubo que ganaron enorme cantidades de dinero, que adquirieron un gran poder formando a la élite política y económica griega, justamente enseñándoles usos utilitarios y pragmáticos del lenguaje, no comprometidos con el ethos ni con la realización humana.

La clave está en un compromiso radical y profundo con la palabra. En el fondo el problema es análogo: el periodismo podría ser, en gran medida, una nueva sofística. Tiene normas y códigos propios. ¿En qué consisten? En focalizar la atención en determinado punto, en privilegiar lo momentáneo y lo efímero, etcétera; podríamos hacer una lista de características propias del discurso periodístico. Yo preguntaría: ¿en dónde está el compromiso con la realización del hombre? Bueno, un periodismo que pudiera acometer esta responsabilidad es el que podría ir abriendo un cauce a una nueva opción.

Por desgracia, esto no tiene una solución fácil. Todo esto siempre se resuelve en la praxis: tiene que aparecer una suerte de periodismo socratizante por el que, colocándose en el hecho de que hay un medio que es sólo eso, hacer lo posible para que la gente pueda darse cuenta de otras opciones para su propia realización humana.

Finalmente, si vamos a problemas, a necesidades o a urgencias humanas radicales, ¿qué demonios le importa a la gente si en tal parte mataron a fulano de tal o asaltaron un banco? De esas cosas no está mal que nos enteremos, que sepamos que suceden, pero no pueden ser el centro del uso de la palabra y no pueden ser el centro de la relación de la gente con la palabra. Entonces, los medios sólo podrían cumplir una función realizadora humana, educativa, política —en el sentido de una vida en la polis—, si realmente rebasaran esos requisitos que efectivamente funcionan como vías demagógicas: van a las más bajas pasiones para obtener resultados muy rápidamente, para satisfacer unos intereses que solamente conciben a una persona o a un grupo muy reducido, y no apuntan hacia el bien común.

Yo no podría darte una receta, pero sí tengo la esperanza de que algún día aparezca alguien en este terreno que se decida a invertir sus dineros en la competencia con los otros medios. No porque eso sea la solución efectiva y final de nada, sino porque hay que ofrecerle a la gente algo distinto a la basura que se está haciendo. De veras es impresionante: no digo que dentro de ese estercolero no haya alguna perla, pero son perlas en el estercolero.

AR: Quiero terminar con la explicación del nombre de la revista. ¿Qué quiere decir Íngrima?

JL: No tiene ningún misterio: Íngrima significa “sola”. Para verterlo un poco en el mexicano coloquial del momento, es “sola y su alma”. Íngrima es la única revista que tiene estos compromisos. Lo digo no para ufanarme ni con arrogancia, sino también para darnos cuenta de que casi nadie en el terreno de los medios está comprometido con el sentido. Nosotros asumimos este compromiso: tratar de construir, de abrir los cauces de una justificación racional de nuestra existencia, de competir con las religiones, las ideologías, la superación personal, y en ese sentido estamos solos.

Aparte de eso tengo que reconocer que hay un sesgo poetizante de mi parte: soy un sibarita de la palabra. Pero también quiero señalar que no estoy exhumando un cadáver, porque si bien en México se perdió la palabra —en el lenguaje ordinario—, aquí la cultivaron poetas muy importantes, y en otras regiones del mundo de habla hispana se usa y está muy vigente.

Por esas razones traté de introducir la palabra, y para hacer ver que hay una cosa efectivamente diferente a las demás, y por eso la palabra me sirvió. No sé si guste o no.

AR: Finalmente, la revista es un medio, paradójicamente.

JL: Lo único que agregaría yo es que finalmente no nos vamos a quedar con la idea de que todo en los medios está mal, sería una actitud demasiado unilateral y reductiva. Si no tuviera una esperanza de que hubiera posibilidades en el ámbito de los medios, pues no saldría con la revista. ¿Dónde cifro yo mi esperanza? Pues en la gente sensible que también está en los medios.

Es muy difícil remontar las determinaciones enajenantes de la lógica de los medios, pero también sé que hay gente con un gran criterio y sentido de la libertad, con una sensibilidad muy abierta, y que muy probablemente estas cosas que estamos diciendo aquí, a veces en un tono un tanto provocativo, van a caer en terreno abonado. Encontraremos gente que nos va a apoyar con su solidaridad, con su receptividad, y que nos va a dar un abrazo en los medios.



* Una versión más breve de esta entrevista apareció en Replicante, núm. 19, primavera de 2009. Reproducida con autorización del editor.

lunes, agosto 17, 2009

En pos de la modernidad política. Entrevista con Roger Bartra


En pos de la modernidad política. Entrevista con Roger Bartra*

Ariel Ruiz Mondragón

Las polémicas elecciones federales de 2006 dejaron como resultado una polarización entre las dos posturas políticas fundamentales: la derecha y la izquierda políticas, las que se vieron a su interior, cada una con sus matices, dominadas por sus fracciones más conservadoras, lo que produjo que sus posiciones se volvieran prácticamente irreconciliables. Esto ha traído consecuencias políticas nefastas para el país.

¿Cuál es el papel que en la democratización mexicana actual desempeñan ambas posturas?, ¿cuáles son las posibilidades de superarlas para poder acceder a la modernidad política? Sobre ellos trata el más reciente libro de Roger Bartra, La fractura mexicana. Izquierda y derecha en la transición democrática (México, Debate, 2009), sobre el que charlamos breve y virtualmente con el autor.

Entre otros temas, abordamos los siguientes: el papel de las corrientes conservadoras en la izquierda y en la derecha, la necesidad de adoptar el liberalismo moderno, los adelantos en materia de tolerancia, la cultura democrática y las posibilidades de modernización política.

Bartra es doctor en Sociología por la Universidad de la Sorbona y está adscrito al Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, institución de la que es profesor emérito. Es autor de más de quince libros, y colaborador de las más importantes revistas de política y cultura del país.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar hoy un libro como La fractura mexicana?

Roger Bartra (RB): Quienes nos dedicamos a la sociología y a la antropología debemos ofrecer a los lectores interesados los resultados de nuestras investigaciones y reflexiones. A veces podemos vislumbrar procesos políticos que no son evidentes y que interesan a la ciudadanía. La gente percibe hoy tensiones políticas y sociales muy fuertes y está interesada en entender sus causas y sus posibles consecuencias.

AR: La principal tesis de su libro es que la causa fundamental de la fractura es el gran peso de las fuertes tradiciones conservadoras dentro de la izquierda y la derecha mexicanas, expresadas en el populismo nacionalista arcaico y en la reacción católica tradicional. ¿Por qué se han impuesto esas tendencias fuertemente conservadoras?

RB: Estas tendencias tienen una larga historia y están profundamente enraizadas en la realidad mexicana. El catolicismo integrista surgió con fuerza como una reacción contra la revolución de 1910 y ha pasado por diversas etapas y expresiones, como el movimiento cristero, el sinarquismo, los grupos católicos militantes anticomunistas, etcétera. El populismo mexicano se consolida en la época de Lázaro Cárdenas y desde entonces podemos reconocer su presencia dentro y fuera del PRI. Ha tenido expresiones campesinistas, maoístas y nacionalistas.

AR: Ante el conservadurismo de izquierda y derecha, en general propone una reivindicación del liberalismo. ¿Cuáles son los elementos de éste que podrían contribuir a la modernización de la política mexicana? Porque por allí hay una mención al liberalismo autoritario del viejo régimen.

RB: Algunos priístas, como Reyes Heroles, pensaron que el régimen nacionalista revolucionario era una forma de liberalismo. Acaso sea cierto, pero fue una forma autoritaria del liberalismo, con fuertes ingredientes populistas. Yo creo que es necesario impulsar, en la izquierda y en la derecha, un liberalismo democrático moderno. En la derecha suele expresarse como lo que se llama neoliberalismo. En la izquierda suele presentarse bajo la forma de la socialdemocracia.

AR: En materia de respeto y tolerancia, ¿cuánto se ha avanzado en el ámbito intelectual mexicano?

RB: Yo creo que se ha avanzado mucho. Los intelectuales de hoy son generalmente más tolerantes y menos agresivos. He conocido y tratado intelectuales extremistas (de derecha y de izquierda) que tienen una actitud abierta a la discusión y que comprenden que la tolerancia es un valor que hay que impulsar. Hay más problemas con los líderes políticos, que con excesiva frecuencia se enfrentan a sus adversarios como si fueran enemigos a los cuales hay que eliminar.

AR: Me parece que buena parte de las críticas que escribe sobre los conservadurismos de izquierda y de derecha se debe al carácter reaccionario de ambos. ¿Cómo caracterizaría la posición de ambos ante la modernidad?

RB: El populismo y el integrismo son reacciones contra la modernización capitalista. Representan una visión arcaica de la sociedad, miran con nostalgia hacia el pasado, exaltan valores religiosos o dogmáticos, quieren rescatar actitudes fundamentalistas, buscan en la nación o en la iglesia los fundamentos de la política. Esta reacción negativa contra la modernidad no deja de expresar realidades dramáticas: el sistema capitalista generaliza la explotación, impulsa la hegemonía de valores mercantiles, trata con desprecio a quienes protestan por las condiciones de miseria en que viven, margina los ideales espirituales, estéticos e intelectuales.

AR: Usted considera que la cultura democrática es el principal motor del desarrollo industrial y de la producción de riqueza. En ese sentido, ¿cómo percibe la cultura política mexicana? Porque las dos culturas enfrentadas en los gobiernos recientes, la que llama gerencial o tecnocrática, y la populista, no parecen apuntar hacia una cultura democrática moderna.

RB: La cultura democrática puede impulsar el desarrollo económico, pero ello no es su función principal. La cultura democrática alienta un sistema político de representación basado en la libertad y la tolerancia, que impulsa la participación de los ciudadanos en las decisiones gubernamentales. La cultura democrática impulsa el libre derecho de todos a votar por alternativas reales, sobre la base del principio de la mayoría numérica, sin menoscabo de los derechos de la minoría a continuar en el juego para eventualmente convertirse en mayoría. Las tradiciones tecnocráticas y populistas no van en este sentido: las primeras se preocupan principalmente por la eficiencia en los mecanismos de dirección y las segundas asumen arbitrariamente la representación de todo el pueblo independientemente de los resultados electorales (que suelen despreciar).

AR: En la disputa política y en la pugna por la modernidad democrática del país, ¿qué papel desempeña el PRI?, ¿puede ser una fuerza modernizadora, o sólo aspira a su resurrección como derecha “revolucionaria”? A su interior, ¿tienen fuerza las corrientes modernizadoras?

RB: El PRI también está fragmentado. Sus dinosaurios representan a una derecha revolucionaria y nacionalista atrasada. Pero hay allí también corrientes liberales modernizantes. El conflicto interno fue muy evidente durante el proceso electoral del 2000: los “revolucionarios” estaban en contra de la alternancia, pero los grupos modernos (encabezados por el presidente Zedillo) apoyaron la alternativa democrática. El principal problema del PRI es que arrastra el peso de una tradición corrupta y manipuladora. Sus modernizadores a veces adquieren formas atroces y grotescas, como es el caso de Salinas de Gortari.

AR: Usted señala tres grandes lastres de la derecha mexicana: su integrismo católico, los mitos de la identidad nacional y la defensa de la pequeña burguesía. ¿Qué posibilidades de modernización observa en ella?

RB: Hay una derecha ligada al desarrollo de las formas más sofisticadas de la economía, influida por los grandes avances en el conocimiento científico, tecnológico e intelectual, que exalta la globalización capitalista y que quiere orientar la administración pública de acuerdo a los modelos de los grandes monopolios. Es una derecha laica y democrática. Se interesa poco por la igualdad social y piensa más en términos de desarrollo económico y de generación empresarial de riqueza.

AR: Sobre su artículo sobre las ciencias sociales: señala en la academia el cacicazgo, la mediocridad, burocratización, el potlatch igualador, la falta de crítica, demasiada teoría y poca empiria, así como la gran distancia que ya guarda respecto a la sociedad. ¿No se parece mucho ese mundo al de la política y los políticos mexicanos, que no pocos académicos repudian?, ¿cómo pueden acercarse los académicos a la sociedad?

RB: Los políticos en gran medida surgen de los medios académicos, y por ello es cierto que hay grandes similitudes entre el mundo intelectual y el de las élites políticas. A los intelectuales se les ofrecen varias formas de acercarse a la sociedad. Primeramente, pueden convertirse en políticos y desde los partidos tratar de acercarse a la sociedad. El peligro radica en que dejan de ser intelectuales y no siempre se acercan a la gente, sino que quedan encapsulados en la burocracia política. Otra forma tradicional que tienen los académicos de ligarse a la sociedad es la de convertirse en intelectuales públicos. Es una figura que en algunos lugares está en extinción (como en Estados Unidos), pero en América Latina y en muchos lugares de Europa sigue siendo importante y significativa.

AR: Del movimiento de 1968 destaca su aspecto contracultural (“una forma de consumo, de diversión y de crítica”), que fue muy importante en la transición democrática. ¿Qué pervive hoy de aquella actitud contracultural?

RB: En la intelectualidad mexicana todavía encontramos restos de la cultura del 68. Aún los más jóvenes mantienen algunos vínculos con la tradición contracultural de los sesenta. Pero hay dimensiones de la contracultura del 68 que se han marchitado. Por ejemplo, el culto a la revolución y a la juventud, que paradójicamente son cultivados por los más viejos y conservadores.


*Una versión un poco más breve de esta entrevista fue publicada en Milenio semanal, núm. 612, julio 13 de 2009. Reproducida con autorización de la directora.

domingo, julio 26, 2009

Razonar las pasiones literarias. Entrevista con Juan Villoro




Razonar las pasiones literarias.
Entrevista con Juan Villoro*


Ariel Ruiz Mondragón

Una de las tareas básicas y principales de todo escritor es la lectura, a través de la cual puede fundar y contrastar su propio estilo. El enriquecimiento que obtiene de ese contacto resulta invaluable, ya sea desde una perspectiva crítica o desde el intento de emulación.

Algunos autores también han dedicado textos a la apreciación crítica y a participar el entusiasmo que les generan los libros de sus colegas: van desde el vituperio hasta el elogio. Con ello comparten su forma de leer la literatura y, en no pocas ocasiones, aportan pistas para aquilatar su propia labor.

En De eso se trata (México, Anagrama, 2008), uno de sus libros más recientes, Juan Villoro reúne un conjunto de ensayos en los que revisa aspectos de la obra de varios de los autores. En ese sentido, como él mismo lo anota en su prólogo, “el desafío esencial del ensayista consiste en argumentar virtudes”. De esa forma el libro es un viaje lector por donde nos guía el autor.

Con Villoro sostuvimos una conversación en la que tratamos algunos de los temas centrales planteados en el libro: la pasión por la lectura, Hamlet y el Quijote, el multiculturalismo y la literatura, los autores como viajeros, así como el papel de la academia y el periodismo en la vida literaria, entre otros.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué reunir y publicar estos ensayos, y publicarlos hoy?

Juan Villoro (JV): Creo que una de las reflexiones necesarias de toda persona que escribe es: ¿cómo leemos? Pienso que la lectura es un tema implícito en toda forma de la escritura: no se puede escribir literatura si antes no se ha leído. Los autores que nosotros admiramos han sido, ante todo, lectores. A mí me interesa mucho, cuando un autor me atrae, no sólo leer su obra, sino también saber cuáles son los autores que lo apasionan. La lectura es, de alguna manera, la pretemporada, el entrenamiento, el boxeo de sombra de un autor para llegar a escribir sus obras, y, un poco, la originalidad de un autor no es otra cosa que la forma en que se apropia de manera personal de las cosas que ha leído.

No todos los autores escriben ensayos; aunque practiquen la escritura, no sienten la necesidad de razonar sus entusiasmos como lectores. No es mi caso; a mí me gusta de cuando en cuando tratar de establecer una conexión entre los autores que me interesan y los lectores. Me gustaría pensar que en De eso se trata haya un estímulo para que los autores que me han interesado puedan ser leídos. Es un libro pensado para que la gente que no ha se ha acercado a estos autores lo haga, o bien, para que la gente que ya lo ha hecho pueda encontrar alguna circunstancia novedosa en estos autores.

Yo creo que es esto: una reflexión sobre la lectura a partir de algunos autores que me apasionan. Trato de explicarme por qué estos autores me han cautivado. Muchas veces nosotros presenciamos un hecho estético, sentimos una emoción muy honda, pero no logramos argumentar nuestra pasión, no sabemos por qué esto nos ha conmovido de esa manera. Entonces yo he tratado de razonar estas pasiones en De eso se trata.

AR: Me atrajo mucho la primera parte de su libro, donde habla del curso que tomó con Harold Bloom. Usted habla de la tarea del crítico negativo, y menciona que se puede criticar un libro malo hasta para lucirse. Por el contrario, dice que la tarea del ensayista-reseñista consiste en argumentar virtudes. ¿Usted diría que esa es una distinción entre el crítico y el reseñista?

JV: No, son funciones muy distintas. Por un lado está la del crítico, que está en un observatorio de la realidad, que trata de establecer lo que vale la pena y lo que no, de contribuir a conformar el gusto de una época, y eso poco a poco se va a convertir en la tradición. Esa es la función de alguien que publica en una revista o en un periódico, y que está siguiendo cotidianamente la lectura. Pero cuando uno escribe un ensayo sobre un autor, es un poco ocioso escribir un largo ensayo para decir que no vale la pena.

Al mismo tiempo, es no sólo más provechoso, sino mucho más difícil razonar las virtudes de un escritor. Decir lo que no está bien en una obra, su imperfección, es muy sencillo. Podemos decirlo de El Quijote: escribir un ensayo negativo acerca de él es lo más sencillo del mundo: podemos decir que es una obra arbitraria, que incluye novelas que no tienen nada que ver con el tema, que tiene muchos despistes del autor, que pierde el burro de Sancho y no lo recupera, que utiliza un lenguaje muy confuso para la época y que incluye lo popular de una manera indiscriminada, o que sostiene toda la narración a partir de un tipo delirante que no sabe lo que está pasando. Para muchos lectores, El Quijote fue una novela divertida, pero no fue una novela clásica sino hasta dos siglos después de publicada.

Entonces, escribir lo que uno no ve en una obra, lo que uno no encuentra, es lo más sencillo y lo más ocioso; lo difícil es razonar las virtudes que están allí y compartirlas con los demás. Eso es mucho más complejo, y yo creo que los grandes ensayos, en este sentido, tratan de compartir esas pasiones, no se limitan a decir “pues yo he leído las obras completas de Proust y no entendí, no vi nada”.

AR: El libro empieza con dos ensayos sobre dos de los más grandes escritores, Shakespeare y Cervantes. Usted encuentra dos personajes lectores: Hamlet, que lee palabras, palabras y palabras, incluso como daga envenenada, y el lector radical, el Quijote. ¿Cuáles diría usted que son los matices de estos personajes lectores?

LV: Yo quería empezar el libro con una crónica hacia el ensayo; quería jugar con la posibilidad de que el lector entendiera cómo se escriben estos ensayos. Digamos que si el libro fuera una obra de teatro, la primera parte ocurriría en la tramoya, lo que está tras bambalinas, el proceso del maquillaje, la prueba de vestuario, los ensayos de voz, todo eso. Entonces, ese primer ensayo no es tanto una reflexión sobre Shakespeare —tema del que se ha escrito muchísimo—, sino es una crónica hacia el ensayo: cuento el momento en que estoy escribiendo, cómo la lectura de su obra tiene que ver con el año de 1994 —cuando yo estaba en un seminario sobre él, y que fue un año muy estrujante en la vida política de México por el asesinato de Luis Donaldo Colosio y el levantamiento zapatista—, y cómo estos sucesos tienen que ver con algo aparentemente lejano en el tiempo, como son las tramas de Shakespeare, que repentinamente se vuelven próximas.

Luego está el caso del seminario que tomé en la Universidad de Yale con Harold Bloom, cuando yo daba clases allí. Vi cómo un hombre explica a Shakespeare; tomé notas de ese seminario, algunas de las cuales no aparecen en su libro La invención de lo humano, porque él se estaba preparando, estaba improvisando, y dijo cosas muy interesantes.

Además está la traducción de Tomás Segovia, que nos acerca asombrosamente a Shakespeare, y que encuentra la fórmula “De eso se trata” para el monólogo de Hamlet, que antes se había sido traducido como “Ser o no ser. He ahí el dilema” o “Esa es la cuestión”, que son traducciones correctas, pero un poco forzadas o artificiales, y de repente aparece esta versión tan cerca de nosotros. Entonces, digamos, este acoso hacia una obra inagotable yo lo quería escribir en el tono de una crónica intelectual para que el lector tuviera claro desde el primer texto cuáles son las coordenadas del ensayista, cómo se deja influir por su época, cómo trata de relacionar su época con autores distantes, cómo busca mediaciones que los acerquen –como la traducción de Tomás Segovia-, cómo se basa en la interpretación de los otros –como es el caso de Harold Bloom. Es decir, de eso se trata: de acercar las cosas.

Entonces, este es el primer ensayo, y los demás, si esto fuera una obra de teatro, digamos que estamos en el ensayo general tras bambalinas en el primer texto, y luego ya en las funciones de la obra.

Respecto al papel de la lectura, que es esencial a todo el libro, en Hamlet encontramos a un lector enormemente lúcido y racional, que es alguien que está obsesionado por la duda, y en cierta forma podemos pensar que es el primer intelectual contemporáneo: es alguien que se opone a los mandatos de su tiempo, como sería por honor vengar la muerte de su padre. Somete este mandato al tamiz de la reflexión, esto lo lleva a la duda, y Hamlet no solamente menciona las bondades inteligentes ella, sino la parálisis a la que puede llevar la intelectualización de las cosas, y también los desastres a los que puede conducir la razón cuando se somete al impulso, como toda la mortandad que ocasiona Hamlet.

Entonces es un intelectual con los vicios y con las luces del intelectual, y en este sentido es una figura inagotable y apasionante.

En el caso del Quijote, encontramos a un lector absoluto, el último lector de un género, el de caballerías, que él confunde con la realidad y trata de ponerlo en práctica; es un lector que ya no distingue lo que está leyendo de lo que está viendo.

En cierta forma, tanto Hamlet como don Quijote nos llevan a una reflexión sobre la manera en que leemos. Cuando nosotros leemos un libro y nos cautiva, no solamente hemos entendido esa obra, sino que podemos leer una realidad en esa clave. O sea, nosotros podemos entender el sistema político mexicano en clave kafkiana, o las intrigas políticas en clave shakespeariana, o la lucha de un hombre solitario en clave quijotesca. Entonces, la realidad se convierte en otra forma de la lectura, como ocurre con el Quijote.

Yo creo que todo el libro es una reflexión sobre los modos que tenemos de leer.

AR: Hay otro ensayo que me interesó mucho, que es el de Lichtenberg; usted destaca en éste su promoción de la alteridad, de la otredad en aquella Europa del siglo XVIII. En ese sentido, ¿usted considera que Lichtenberg haya sido una suerte de precursor del multiculturalismo?

JV: Sí, desde luego. Yo creo que no fue un precursor sistemático porque él no escribió ensayos sobre estos temas; dejó apuntes muy lúcidos que prefiguran la modernidad. Yo había traducido los aforismos de Lichtenberg para el Fondo de Cultura, y esta versión la leyó Wolfgang Premies, quien fue el primer traductor al alemán de Julio Cortázar, un hombre que leía bien español, y que entonces presidía la Sociedad Lichtenberg; me invitó a la ciudad donde nació aquel en Alemania, a un congreso en el que escogió como tema el descubrimiento de América, porque se cumplían 500 años de esta fecha. Al mismo tiempo yo venía del Nuevo Mundo.

Lichtenberg tenía reflexiones muy interesantes, muy adelantadas a su época, sobre la idea del descubrimiento de lo otro; uno de sus aforismos más famosos tiene que ver justamente con el desembarco de Colón, y en vez de que diga que Colón descubrió algo, anota que el primer americano que vio a Colón hizo un descubrimiento atroz, porque con éste descubrió el colonialismo; este indígena supo que él iba a ser víctima de ese descubrimiento. Es algo muy interesante y muy avanzado para la época.
Fue en el siglo XVIII cuando se pusieron en cuestión todos los valores establecidos, y se establecieron las pautas de lo que hoy llamamos “modernidad”. Una de estas pautas es, en efecto y como bien señalas, el interés por el multiculturalismo y por apreciar la principal lección de la antropología, que consiste en criticar lo propio y entender lo ajeno. En ese sentido, muchos de los aforismos de Lichtenberg tienen que ver con ello.

Como decía, nunca escribió de manera sistemática al respecto, pero sus lectores podemos hacer lo que yo he tratado de realizar en este ensayo, que es reunir todas aquellas reflexiones que tienen que ver con el tema del otro, y establecer una visión antropológica que creo fue muy novedosa para su época.

AR: En ese sentido, pienso que se puede establecer una oposición con el caso de Borges, cuando, como usted bien señala, consideraba que el arte indígena es regido por la fealdad y que es ajeno a los cánones occidentales. Por allí hace usted una crítica del multiculturalismo. ¿Hay algún canon universal que nos permita apreciar y valorar la calidad de una obra literaria, venga de la cultura que sea?

JV: No, eso es imposible, porque toda cultura está inmersa en una tradición. Los lectores rusos, por ejemplo, consideran que Dostoievski era un autor muy descuidado, cosa que nosotros no notamos tanto; en cambio, aprecian mucho la prosa de Tolstoi, de Chéjov o de Turgueniev. Cada tradición tiene, digamos, su propia valoración, y tiene autores que son clásicos hacia adentro; por ejemplo, mi poeta favorito es Ramón López Velarde —sobre quien escribí una novela que tiene que ver con su poesía, El testigo—; pero a mí me asombra que sea un poeta muy poco conocido en otros países de habla hispana, no digamos en otras lenguas. O sea que se ha mantenido como un clásico muy nuestro, un clásico hacia adentro; en cambio, de pronto hay autores que sorprendentemente gustan en otras partes.

Entonces, considero que en ese sentido es difícil saber qué le puede gustar a todas las culturas, y no tiene por qué haber un gusto homogéneo. Yo creo que una de las riquezas de la cultura es que precisamente el gusto se resiste a la homogeneidad, y autores que en una época fueron muy celebrados, dejan de serlo después. Creo que uno de los errores que cometemos es el de pensar que la tradición es única, y que al mismo tiempo está clausurada. Las tradiciones son múltiples, están abiertas y podemos intervenir en ellas. Autores que hoy damos por inamovibles en la tradición, van a ser olvidados, y otros que ahora no consideramos tan importantes, van a serlo.

Pienso que de eso se trata la valoración de lo multicultural. También creo que ha habido una sobreexposición o sobreexplotación de lo multicultural; es decir, una cosa es entender genuinamente el valor de la alteridad, y otra cosa es justificar cualquier cosa a partir de la alteridad. Justificar el fundamentalismo islámico, la burka en las mujeres, la ablación del clítoris en aras de la multiculturalidad, me parece absurdo. Entonces, el problema es ver hasta dónde podemos justificar las cosas a través de una visión multicultural y hasta dónde no. Ese es un tema de discusión muy interesante.

AR: Otro aspecto que destaca de los autores es la de su calidad de viajeros, el contacto con otras culturas, lo que es muy claro en el caso de Cervantes y hasta Lowry. ¿El viajar significa una ventaja para un literato?

JV: No, para nada, no lo creo. Ha habido grandes escritores que han sido sedentarios, y grandes filósofos también: Kant era tan sedentario —vivía en la ciudad de Koegnisberg— que la gente ajustaba su reloj por la hora en que él salía a caminar. Ha habido autores que no han salido nunca de su país, que han recorrido un territorio muy limitado, y desde su cuarto han podido ver el mundo: Kafka, que vivió fundamentalmente en Praga, hizo unas cuantas excursiones a Berlín, a Viena, viajó poco, pero logró hacer una literatura que es un símbolo de todo el siglo XX.

Pienso que esto es una cuestión personal. En De eso se trata me ha interesado mucho en qué situación se ponen los escritores para escribir; es una de las cosas que más me interesan, porque tú no puedes escribir al margen de tu vida. Muchas veces la forma en que estás viviendo va a determinar cierto tipo de obra, y sólo se logran ciertas obras con ciertos riesgos de vida que no todos se atreven a correr.

Para muchos autores, el viaje ha sido fundamental; para algunos, el viaje a México ha sido particularmente importante. Son los casos de D. H. Lawrence y de Malcolm Lowry, quienes aparecen en este libro. En ellos la errancia es absolutamente central, pero hay otros autores cuyo tema es otro. Por ejemplo, a mí me interesa mucho Klaus Mann, por el complejo con su padre: la dificultad que tiene de ser hijo de un escritor célebre, que no solamente escribe obras egregias, sino que está escribiendo sobre los mismos temas que él. Entonces me interesaba analizar la novela Mefisto a la luz del éxito del padre, del fracaso que tuvo el hijo con el mismo tema, que es el asunto eterno de la cultura alemana: el pacto fáustico. Esta situación llevaría a Klaus Mann al suicidio; allí la situación de la escritura es siempre una a la sombra del padre. Puede romper con ella o no, eso me interesa mucho.

Otra manera de explorar el tema es el viaje no en el territorio, sino del escritor hacia sí mismo, como es la escritura de un diario. Pienso en una época como la nuestra, que depende de la sobreinformación en la cultura del espectáculo y del escándalo, la sociedad de consumo que todo el tiempo nos está invitando a comprar cosas, en la que nos llegan mensajes a nuestros celulares y a nuestra computadora sin que los hayamos pedido, en que salimos a la ciudad y estamos recibiendo cosas que no queremos a partir de los mensajes de los anuncios.

En esta sociedad, de las pocas oportunidades que tenemos de estar solos son la lectura y la escritura. El diario es una doble oportunidad de estar solo, porque es algo que se está escribiendo sin tener lectores inmediatos, sin conversar con nadie, en donde el escritor está tratando de viajar al fondo de sí mismo. Entonces, la escritura de los diarios es esta soledad con doble candado que también he tratado de explorar. En este caso, la situación en que se pone un autor es como la de la isla desierta, y ésta es el diario, aunque el autor esté rodeado de los otros.

Entonces, digamos que se trata de buscar distintas estrategias que han tenido los escritores para hacer su obra. Ha habido escritores que han sido enormemente sociales, como Goethe, exitosos en su tiempo, hombres poderosos que han logrado una obra extraordinaria, mientras hay otros que lo han hecho desde un rincón absolutamente castigado, apartado.

AR: También me interesa saber cuál es el papel de la academia en su trabajo sobre literatura. En el libro, por ejemplo, rescata lo de Harold Bloom, quien detestaba las interpretaciones sicoanalíticas de Shakespeare, o la inflación teórica que buscan los estudios políticos y estructuralistas. También me llamó la atención donde Lichtenberg habla de Robinson, que decía que un paradigma de la vida intelectual era aprovechar sus pocas lecturas para ampliar sus experiencias. En ese sentido, ¿cuál es hoy el papel de la academia en la vida literaria? Observo que por parte de muchos literatos y de no pocos críticos cierto rechazo al trabajo académico.

JV: Yo soy un autodidacta, y nadie puede escapar a su propio itinerario. No estudié la carrera de Letras, sino que estudié Sociología, con una visión un tanto ingenua: en aquella época pensaba que lo que era una pasión —la literatura— se iba a convertir para mí en un matrimonio por conveniencia, y yo iba a matar este interés si me dedicaba a sistematizar mis lecturas para hacer una tesis para pasar seminarios. Estudié Sociología, que me interesó mucho, y creo que me metí muy a fondo en ese tiempo en los estudios; sobre todo me interesó la parte más abstracta de la disciplina, que es la Sociología del conocimiento. Creo que en los ensayos y en las crónicas que escribo hay algo de una visión de historia de las ideas, o de la forma en que las ideas tienen que ver con la realidad, pero nunca desde una óptica muy sistemática.

El género que más leo y que más me interesa es el ensayo, y muchos de los ensayistas que aprecio son profesores. Por ejemplo, en De eso se trata hay muchas referencias a Roger Bartra, al que aprecio muchísimo, que es un gran antropólogo, un académico en toda forma, con quien tengo un diálogo continuo.

Yo no seguí la carrera académica, me hubiera gustado; me hubiera gustado hacer un doctorado también en Sociología del conocimiento, no en Literatura.

Entonces, yo no tengo repudio por la academia; he sido profesor, he tenido la oportunidad —sobre todo en universidades del extranjero, que son más flexibles con el currículum— de dar clases de Literatura, porque mi campo es ese. De manera autodidacta, he tratado de relacionarme con los alumnos, y afortunadamente he podido dar clases en las universidades de Boston, en la Pompeu Fabrá de Barcelona, en Yale, y aquí en la UNAM durante cinco años. Esto me ha alimentado mucho.

He participado en muchos congresos donde hay académicos, y la relación con ellos para mí ha sido muy necesaria. Por ejemplo, cuando yo escribo de Cervantes, trato de seguir una ruta personal y de relacionar la lectura de Cervantes con autores contemporáneos; pero no puedo ignorar a Canavaggio —el gran biógrafo de Cervantes—, a Francisco Rico —que es un académico que ha fijado las ediciones contemporáneas de Cervantes—,a Martín de Riquer —que ha escrito ensayos luminosos sobre él—, en fin. Yo me apoyo, hasta donde puedo, en la academia, pero sé que mi papel no es el del especialista.

No soy un académico; estoy en una zona intermedia del narrador de ficciones que quiere comunicar sus pasiones, y tampoco puedo usurpar el papel de un académico que lo sabe todo sobre el tema. Creo que los académicos se van concentrando en áreas de su especialización y se ocupan del Renacimiento o de un autor de esa época; hay casos como el de Francisco Rico, que es un notable petrarquista y cervantista, pero no se interesa en Hemingway.

En mi caso, es la vida de un lector que es disperso, que va leyendo cosas de distintas épocas y que trata de comunicar esto, sin llegar nunca al rango del especialista.

AR: Usted dice sobre Chéjov que lo importante en él no es qué pasa en el cuento, sino si éste es interesante. En el sentido chejoviano, ¿qué es lo interesante?

JV: Chéjov es un maestro de la economía, es el gran renovador del cuento moderno a partir de las cosas que no están en el cuento. Es un maestro de las ocasiones perdidas y de cómo lo que no está presente en el cuento lo está influyendo. En sus relatos aparentemente se está narrando algo simple y fácilmente comprensible, pero esto tiene que ver con una realidad mucho más honda, que va aportando el lector.
La gran lección de Chéjov es el control de lo no dicho; es una de las cosas más difíciles de lograr en la literatura. Muchas veces alguien piensa que un cuento de Chéjov es esquemático, pero simplemente es porque no puede, no logra ver lo que está abajo del cuento. Digamos que, a partir de esta técnica, Hemingway desarrolló su famosa metáfora de que todo cuento es como un iceberg, del que sólo vemos lo que está en la superficie, pero la masa fundamental está abajo del agua. Esa es la gran aportación de Chéjov.

Entonces, un lector poco atento, superficial, esquemático, pues diría: “estas me parecen historias folclóricas de campesinos rusos, y nada más.” Pero detrás de ellas hay una visión del mundo, de la religión, del destino sumamente interesante.

AR: Acerca de la relación del periodismo con la literatura, un ejercicio que menciona en los casos de Chéjov, Hemingway y Lowry, ¿en qué ayuda al literato el ejercicio periodístico?

JV: Como todas relaciones próximas y apasionadas, el periodismo puede ser un gran beneficio para la literatura, y un peligro extremo. Yo creo que una de las cosas más importantes que te da el periodismo es la disciplina para escribir; muchas veces el autor está esperando el momento de gracia en que sea tacleado por las musas y arrastrado hacia la obra maestra, y este momento no llega nunca. En el periodismo no tienes más remedio que cumplir con el trabajo, y te da una disciplina extraordinaria en el oficio.

Otra lección central es la de la claridad —esto para los que creemos en la claridad de la prosa y en la fluidez del lenguaje. El periodismo se lee en el aquí y en el ahora, no puede posponer sus lectores y obliga a que todo sea comprendido. Eso me parece muy importante.

Luego, hay una lección moral que me parece central, y es que en el periodismo las razones no están dentro de ti; tú no eres el demiurgo que controla el mundo y decides quién muere y cuánto tiempo llueve en tu obra, sino que no puedes falsear los hechos de los que dependes, y debes lograr que esos hechos, que no has inventado tú, sean creíbles para los demás. Eres un intermediario, y yo creo que esta es una gran lección moral, porque te da una humildad respecto a los temas. Creo que por eso muchos de los escritores que han ejercido el periodismo tienen una curiosidad de vida y una modestia ante el oficio superiores a los que solamente han escrito otros géneros. Rara vez encuentras la soberbia de un escritor de ficción en un periodista. Esto me parece central: la economía y la concisión son ejemplos.

También está el hecho de que todo gran periodismo es literatura bajo presión. Creo que las obras de Martín Luis Guzmán en el campo de la crónica perduran con la misma fuerza que sus obras en el campo de la ficción.

Los peligros, por supuesto, también están allí: que de la claridad pases a un facilismo de las fórmulas y a una sencillez excesiva; que no te atrevas a buscar nuevos aspectos formales por estar demasiado pegado al esquematismo necesario del periodismo; que no seas capaz de darle rienda suelta a las zonas de divagación de la literatura porque estás demasiado acostumbrado al número de caracteres que puedes escribir ahí, incluso a la retórica que exige tu periódico.

También está el desgaste de que conviertas en reportajes o artículos temas que podían ser tratados mucho mejor en la ficción. Asimismo el periodismo escribe muchas tentaciones: como tiene una repercusión inmediata en el público, pues muchas veces el periodista acaba representando un personaje que debe tener una determinada ideología, una determinada conducta y no se atreve a decir cosas políticamente incorrectas. Por su parte, la literatura está hecha de cosas políticamente incorrectas, inesperadas, y en ese sentido el autor de ficción no debe ser tan sensato como el periodista. Entonces, romper con esa sensatez, tener el descaro de llegar a una radicalidad incómoda, no siempre es fácil para el que está muy acostumbrado al periodismo.

Esas son las luces y las sombras, pero en el fondo yo creo que es un ejercicio muy benéfico. Yo defiendo mucho no solamente la influencia del periodismo en la escritura de ficción, sino el periodismo mismo como una muy alta forma de la literatura cuando llega a sus niveles más elevados.

AR: Una última pregunta: como usted reproduce en uno de los textos del libro, a Malcolm Lowry México le parecía, a la vez, paradisíaco e infernal, “el sitio más apartado de Dios en el que uno puede encontrarse si se padece alguna forma de congoja; es una especie de Moloch que se alimenta de almas sufrientes.” En su opinión, ¿qué encontró Lowry en México que lo llevó a afirmar esto?

JV: Lowry, desde muy joven, tuvo una tentación por la aniquilación; tenía una resistencia física extraordinaria, y tuvo una borrachera prácticamente continua durante casi cuatro décadas, hasta que finalmente aniquiló ese cuerpo robusto que parecía resistirse a ser destruido. En su vida siempre estuvo la autodestrucción, y curiosamente él en México encontró el paisaje perfecto para poetizarla. Encontró un mundo extraordinariamente estimulante, sensible y sensual, y al mismo tiempo injusto, discriminatorio, desigual, muy cercano a la violencia y a la muerte, ultrajado, acomplejado.

De esa contradicción entre los estímulos sensuales y la imperfección de la realidad logró sacar su única gran novela —porque él estaba llamado a escribir una sola gran novela—, que es Bajo el volcán. Yo creo que es extraordinario, y es una cosa que exploro a lo largo de todo el libro: cómo un autor se pone en situación para lograr esa obra que se le ha resistido. Él encontró aquí este infierno y este paraíso que era necesario para su obra, y la ubicó en un día en Cuernavaca.

A mí me gusta mucho una idea de él que dice que “todo este desastre, toda esta miseria se van a convertir en belleza por obra mía”; o sea, el estímulo del arte no es necesariamente lo que ya es bello, sino muchas veces el ultraje, el sufrimiento, la herida, la caída, el oprobio que el artista puede convertir en belleza. Y como él era un artista de la autoaniquilación, necesitaba eso, y aquí lo encontró. Entonces, es un tema fascinante.

* Una versión de esta entrevista fue publicada en Milenio semanal, Núm. 607, 8 de junio de 2009. Reproducida con autorización de la directora.